La noticia que nos golpeó en uno de los inviernos más extraños de nuestras vidas fue tan inesperada como angustiosa. Pasado un mes sigue siendo difícil recuperarse y no pensar en ella cada día que pasa. Rosario Bléfari representa todo lo que está bien en este mundo lleno de banalidades, estándares y posturas. Una artista que enamora perdidamente a quien tenga el placer de vincularse con su obra, que excede lo multifacético porque la autogestión e independencia la despoja de los formatos impuestos. Lectora de realidades, intérprete de la naturaleza, reflexiva del instante, siempre dedicada al retrato de la sensibilidad, a lo imborrable de un transcurrir ausente de lugares comunes. Aún hoy, pero también mañana, porque su obra es tan cuantiosa como infinita, porque representa la esencia del arte.

Guiada por una libertad absoluta, Bléfari determina en su canto, sus movimientos, su actuar, en su prosa, poesía y lírica, lo legítimo del hecho artístico, logrando una transparencia notable, dada por la autenticidad que transmite con su cuerpo, rostro y mirada. Podemos encontrar palabras aparte para su voz, dulce, clara, de entonación inconfundible, con gran matiz expresivo en cada formato que la proyectase. A través de ella contagia ese magnetismo descomunal que la define, contenido en su carácter intenso, seguro y seductor. Como música, actriz, literata, crítica, maestra, siempre conserva el mismo andar: “como un lobo suelto, un lobo sin atar”. ¿Acaso Lobo sea el tema que mejor explica la red de emociones que la llevaban a semejante estado de gracia en todos sus proyectos, en su visión intelectual ausente de arcaísmos o imposturas?

Siempre con la sonrisa dispuesta inundaba de emoción a quienes gozamos sus vivos, de cantares y recitados enérgicos, sobre todo de una intensidad vigorosa que contagia aún hoy con el solo recuerdo. Porque en cada performance exhibía el arrojo de una artista que siempre se mantuvo en los márgenes, ignorando la búsqueda de la masividad que corrompe estilos y libertades. Ante un festival abultado de espectadores o un recital íntimo con pocos seguidores, eléctrico o acústico, sola con su guitarra, acompañada por otros músicos o por la formación que lideraba, mantenía el mismo énfasis de soltura, alegría y goce.

Todo empezó con Suárez, aquella banda mítica que cargó de lo-fi y noise a la escena alternativa que se presentaba en los 90. Los seis discos que editaron de forma independiente mantuvieron lo experimental, novedoso y desestandarizado como insignia. Así inoculó a quienes transitamos esa época y a las generaciones venideras de identificación y representatividad. Pasado el menemato, en un impass de Suárez que se volvió (en parte) definitivo, irrumpe Caras (2001), su primer disco solista pero que funciona en estilo casi como continuidad. Es en Estaciones (2004) donde encontramos la diferencia: la tapa que la muestra desnuda, no en extremo como el tremenda portada de su libro Antes que el río, pero sí despojada, mirando hacia arriba, renovada: un estalle de felicidad en donde su voz queda al descubierto. Así se sucedieron sus discos solistas, que mostraron una variedad de canciones, melodías y ritmos, llenos de hits que nunca fueron pero siempre serán: imposible escucharlos y no cantar. En 2013 forma el proyecto que lleva el nombre de Sue Mon Mont. En éste se puede escuchar, dos décadas más tarde, el resultado de la propia inspiración impartida por Suárez, con un dream team de músicos que forman parte del indie nacional, del cual sin dudas ella fue una de las principales mentoras. Pero si con Sue Mon Mont indagó el rock, con Los mundos posibles, su otro proyecto en dúo con Julián Perla de Mi pequeña muerte, explora el lado más melódico, íntimo y romántico de su vasto repertorio.

En 2015, en lo que es el retorno más sincero del rock nacional, se presenta Suárez en vivo, en el contexto del Festival Internacional de Mar del Plata por el estreno de Entre Dos Luces – Suárez Primera Parte (2015), documental que se continuaría años más tarde con Cien Caminos – Suárez Segunda Parte (2017). Ambos son un found fotage de videos caseros filmados por ellos, en su gran mayoría por Fabio Suárez, bajista de la banda y padre de su hija. Mezcla de formatos, de momentos, de una intensidad que solo genera admiración y una sonrisa constante por poder ingresar en la intimidad de una de las bandas más genuinas de nuestra historia.

Mientras Suárez se presentaba en el circuito alternativo, Rejtman encontraba en ella a su mejor actriz. Así aparecía en nuestras vidas Silvia, Silvia Prieto (1999). Pero antes Doli vuelve a casa, cortometraje que también la tiene de protagonista, y entre estas dos Rapado, con aquel cassette que contenía esa canción maravillosa llamada «Estrella Roja», donde resaltaba la voz de Rosario (siempre presente en mis compilados de aquella época).

Silvia Prieto es una de mis películas favoritas de la vida, en ese momento por ser “la de la cantante de Suárez”, pero después, por ser la responsable de causar mi interés cinéfilo actual. Ese mismo día la volví a ver. Si cuando escuché su música por la tarde no pude dejar de llorar, cuando miré la película por la noche me reí tanto o más que la primera vez. Cuando terminó me quedé pensando en que quizás después de ese baile en solitario que la hace encontrar una identidad más allá de su nombre propio, que era el de otras, al decir que se llamaba Luisa Ciccone en una clara referencia al nombre real de Madonna, el personaje de ficción se había transformado en la Bléfari que conocemos, la máxima representante del pop, aunque en realidad sea mucho más que eso.

Pero su desempeño actoral va más allá Silvia Prieto. La nómina es larga, y no solo participó en cine, sino también en teatro. Basta recorrer alguna de sus películas para verificar que fue una gran actriz que pudo desenvolverse en papeles tan disímiles de forma extraordinaria. En Lo que vendrá (1988) de Gustavo Mosquera descubrimos a una joven Rosario Bléfari como una enfermera de origen misterioso que, junto a Charly García – hacedor del gran soundtrack y un gran actor en potencia-, bordea la trama principal, entre planos jugados para la época con constantes travellings, contrapicados y algún gran angular. La película sostiene un clima enrarecido que bordea lo pesadillesco y anticipa los años de violencia venideros. En Verano (2011) de José Luis Torre Leiva, vemos a una Rosario más cercana y sensible. Una película llena de poesía, de momentos, de historias que se entrecruzan en un hotel y sus bordes en un pueblo chileno. De ella se despliega su CD Privilegio, cuya tapa hace referencia a los motivos de la película. Su personaje en Los dueños (2013) -película que argumentalmente anticipa el boom de Parásitos (2019)-, impone una maldad depresiva/opresiva dentro de un status que le da poder, con una marcada envidia hacia su hermana. En La idea de un lago (2016), construye una interpretación llena de gestos e impresiones, y acompaña la belleza de una película que juega con los formatos y apela a descubrir la intimidad de una familia desarmada por la dictadura. Planta permanente (2020), estrenada en mayo pasado por streaming, fue su última participación en cine, en la que muestra una vez más su versatilidad como actriz, con una actuación austera, sincera y contundente.

Como escritora tiene varios libros de poesías y relatos publicados, como Diario del dinero, que Mansalva sacó a la venta hace pocos días. O participaciones como en Nunca seré Poesía de Ricky Espinosa, en una segunda parte en la que varios artistas lo homenajean y Rosario le dedica un ensayo contundente, analítico y hermoso a la canción “El último vaso de vino”. Allí menciona otra de sus actividades: su taller de canciones, que inspiró a tantos músicos actuales. Además podemos encontrar otras facetas de su obra en el material que habita en la red, que es tan diverso como su actividad artística. Por ejemplo su participación como columnista en la revista online La Agenda, en la que están los relatos de los que serían sus últimos días en La Pampa, o en el programa Todavía es temprano, emitido por la TV Pública a partir del 2013, con su columna literaria -imperdible en varios aspectos- en la que descubrimos su personalidad a flor de piel. Su obra es tan inagotable como su mundo, que engrandeció el nuestro. Eternamente jovial, irradiada de un aura que reflejaba un interior lleno de libertad, que impartía ese descaro sutil, tan suyo, que la dispuso siempre a todo. Rosario Bléfari será por siempre un ser inspirador que dejó de habitar este espacio que ya le quedaba chico.

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