Desde hace aproximadamente una década, el cine argentino viene teniendo de vez en cuando coqueteos independientes con los géneros industriales, tales como la comedia y el terror, para conformar un corpus que viene en aumento tanto en cantidad como en calidad. Esta iniciativa para llegar a los esquemas genéricos tiene como norte, en general, al cine estadounidense y, siendo que el cine de terror es el más catártico a la hora de manifestar y expiar las ansiedades de una época y lugar concreto, muchas de las versiones autóctonas se convierten en meras copias de las formas que, vaciadas de contenido -porque no comparten tiempo ni lugar con sus inspiraciones-, terminan en cascarones a los que a lo sumo catalogaríamos de camp.

Este no es el caso de los hermanos Onetti, quienes con esta nueva entrega completan la tercera película dedicada al cine giallo -después de Sonno profundo (2013) y Francesca (2015)-, sin dejar por ello de hacer del lenguaje foráneo una apropiación que se conecta, consciente o inconscientemente, con la realidad que nos toca vivir (o la que nos han hecho creer que vivimos). En un contexto determinado por la idea de «relato», por el imperio de la posverdad y de la primacía de la desinformación, los realizadores se abren paso con un manifiesto contra la supuesta transparencia de sentido, donde todo es artificial, y del misterio a la polisemia hay solo un paso.

El afán contra la transparencia sustenta el devaneo entre lo explícito, lo gore y lo artificial. Imagen granulada, correcciones de enfoques, planos detalle, angulaciones raras, zooms, movimientos artificiales, transiciones con fundidos y trucos ópticos, fotografía expresionista que estalla en tonos rojos contrastados y azules profundos, sumados a cierta arquitectura que también tiene que ver con la simetría de la maqueta y una decoración barroca baviana que asalta la vista. Todos estos recursos están puestos para exaltar los sentidos, porque lo primordial es el interés por la mirada. Todas las miradas que sostienen al cine: la de la cámara, la del espectador y la del personaje, donde además se adopta la subjetiva del asesino, cuya identidad es el enigma a develar a lo largo de la película.

El viejo dictamen del subgénero marca que no se puede confiar en la mirada, una mirada que es engañada por la magia, que también es cine, donde todo es un truco, una puesta en escena para el deguste sensitivo. «Los ojos ven y los oídos oyen. Es lo que cree la mente”, enunciado con que comienza la película y que pareciera remitir al principio solo a la magia -ocupación del protagonista-, para luego poner en evidencia su desenvoltura completamente autoconsciente, y develarse como una reflexión sobre el arte cinematográfico.

La mirada se condensa en recurrentes primeros planos de la visión de diferentes personajes que observan al protagonista, Macini: los ojos de un hombre misterioso que lo persigue, los de la gente que lo mira en la calle, y los que posan típicamente su mirada a través de la mirilla de una puerta. Estas cuestiones no solo tienen como objetivo generar suspenso o sensación de paranoia, sino que aluden al acto mismo de ver. Porque la visión se avoca al espectáculo: todo lo propuesto no es más que un artificio dedicado al entretenimiento y al asombro dentro y fuera de la pantalla. En la escena del truco -que consiste en elegir una figura para que el mago la adivine-, el protagonista/mago lo presenta tanto a los espectadores diegéticos que están en la sala, como a los espectadores de cine.

No es casual que se comience con un flashback. Si bien este es un recurso común dentro del subgénero que los hermanos Onetti están trabajando, en esta ocasión funciona principalmente en sintonía con la narración: es necesario volver al pasado -a LOS pasados, el del relato, el del personaje y el pasado del cine en sí- para comprender el presente -o una de sus realidades posibles-. Así, aparece el tópico de esta clase de cine italiano, donde es imperativo el trauma de la niñez que vuelve de forma grotesca. Dentro de esa realidad blanda, moldeable e indefinible, se inserta la idea de la locura, de la patología, y con ella el homenaje también a los círculos concéntricos hitchcockianos, con sus escaleras caracol. La locura se trasviste en los diferentes planos de la realidad, que deja de ser unívoca para delatarse oblicua, multiforme. Por eso en varias ocasiones se procede a cortar el plano en varias partes, haciendo foco no solo en la artificiosidad y dejando de lado la intención de la transparencia, sino precisamente sentando como principio la multiplicidad de la mirada y la imposibilidad de acceder a un relato único, diáfano. De ahí la utilización de efectos de la imagen que la duplican infinitamente, porque hay tantas realidades como observadores de esa realidad.

Pero los planos de realidad no se restringen únicamente a lo plástico, sino que abarcan también lo sonoro -gran interés del subgénero italiano-. Sonido cortante y desfasado, con palabras que llegan mucho más tarde que lo que los movimientos de labios inicialmente proponen. Un doblaje que remite a las copias que llegaban -y aún circulan- hace 40 años a los circuitos de distribución y de exhibición, copias que por la censura eran cortadas y dobladas a diferentes idiomas no siempre de la mejor manera. Con esto la intención de homenaje excede lo propiamente estético, lo técnico, para pasar a la ser la actualización de una experiencia, de una forma de recepción. Porque para los Onetti bastan escasos minutos para abarcarlo todo: el homenaje, la reflexión, la crítica, la añoranza y, por sobre todo, el espectáculo que busca detonar los sentidos.

Calificación: 9/10

Abrakadabra (Argentina / Nueva Zelanda; 2018). Dirección: Luciano Onetti, Nicolás Onetti. Guion: Luciano Onetti, Nicolás Onetti, Carlos Goitia. Fotografía: Carlos Goitia. Edición: Luciano Onetti. Reparto: German Baudino, Ivi Brickell, Gustavo D’Alessandro. Duración: 90 minutos.

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