Mal di luna: pocas cosas me causan más placer oral que pensar en la pronunciación de esa frase, título del episodio que más recuerdo de Kaos (1984), primera película de los hermanos Taviani que vi, en VHS. Los cinco episodios que la componían eran otras tantas adaptaciones de relatos de Pirandello, y estaban unidos por el regreso en carruaje de un hombre vestido de punta en blanco –alter ego del escritor- al sur rocoso y rural de Italia. Creo que una voz off que debía ser la de aquel hombre hablaba de la infancia que había pasado en ese lugar que lo vio nacer, en el que ya no viviría jamás, y al que vaya saber cuándo volvería una vez que se fuera. En todo caso, era el testigo o el representante extramuros de una cultura que fue la suya, pero no exclusivamente. Cada vez que aparecía entre relato y relato, un pájaro negro surcaba el cielo, y la mirada del espectador era llevada por la cámara desde la del hombre elevando la vista para ubicar la fuente del graznido hasta la imposible subjetiva del ave en vuelo planeando sobre los pastos y las piedras. El chico que vio esa película sobrevoló con ella un paisaje más geológico que histórico, pero que no desdeñaba la Historia, sino más bien registraba el ritmo y la periodicidad de unas culturas que no estaban conscientes de los efectos de la revolución industrial. Tan sólo el deterioro de los cuerpos refutaba la aparente eternidad de todo lo que los rodeaba, el previsible y más bien sólido funcionamiento de un mundo que la proliferación de imágenes aún no había expandido y descentrado. El chico que vio eso estaba descubriendo, además, alternativas al cine maquinal estadounidense y su tendencia a la estandarización perceptiva. De ese episodio recuerda la luz de luna menos ficticia que las de Fellini, más opaca y honda, si no densa; los avatares dignos de una película de terror, pero a todas luces menos efectistas, densamente simbólicos y tan pregnantes como un cuento infantil; climas y recursos familiares de los de Nazareno Cruz y el lobo, la película más italiana de Leonardo Favio junto a Soñar soñar. Además del cuento lobuno, sólo recuerdo dos más de los cuatro restantes: en uno de ellos, una madre que buscaba a su hijo en medio de disputas de raigambre feudal, si no tribal, asistía al más prehistórico y brutal picado que haya visto jamás; del otro sólo guardo la imagen de un viejo flaco –para mí que era usurero- parecido a Vincent Price dentro de una vasija a la que había ido a parar por una apuesta. El sentido de esa fábula picaresca se me escapaba y no sé si a quien yo era entonces le fastidiaba la intencionalidad alegórica advertida o la incapacidad para desentrañar el potencial paradójico de toda conclusión moral didáctica.
Después vino Allonsanfan (1974), de la que me sedujeron el título y la presencia de Marcello Mastroianni, cuyo rol en esa película cuyo argumento está completamente desdibujado en mi memoria, se mezcla con el que tengo de él a lo largo de su carrera. Lo pienso diletante, consciente de una debilidad constitutiva, preso de neurosis que erosionan toda incipiente convicción, sentimental o política. Calculo que la superficie de época de Allonsanfan hacía las veces de máscara necesaria para liberar la reflexión por izquierda sobre el presente político de entonces, y no descarto una relación parecida entre recursos formales explícitos y discurso ideológico implícito cercano al de las películas de Miklos Jancso. Pero entre Kaos y Allonsanfan, significantes cuyo significado ignoraba al menos parcialmente, está Padre Padrone, ‘el’ Padre Patrón, figura descomunal y totémica cuya desmesura fálica sólo podía indicar una debilidad nuclear –pero cómo podía saberlo, y asimilarlo, el pibe que la vio entonces- que refería tanto al que dominaba –a menudo en apariencia, o secundado por la Madre secuaz- la escena doméstica de muchos hogares, así como a los líderes fascistas (Hitler, Mussolini, Franco), comunistas con el ‘padrecito’ Stalin a la cabeza, y no pocos demócratas, simultáneamente amados y odiados. El de Omero Antonutti no era más que un campesino bruto empeñado en desalentar a ramazo limpio los deseos de cultivarse de su hijo para que este no se fuera y, con ese solo acto, lo revelara obsoleto y perimido. El tratamiento de la imagen de aquellas películas de los Taviani se me hace una improbable combinación de la rusticidad dada por el paisaje mineral y la piel curtida del campesino, y de una suavidad herbácea o acaso bovina, aunque en la escena más famosa de Padre padrone (1977) –justa, inocente y concisa- el pastor adolescente cogía a una burra, y no a una oveja, para paliar la soledad, además de resolver la calentura. Nanni Moretti, productor de César debe morir, hacía de un compañero del protagonista durante el servicio militar, y me pregunto si el adolescente que, además de ver esa película, alquiló una segunda videocasetera para grabarla, pensaba en que él también tendría que cumplir con ese deber dos o tres años más tarde. Pasaron más de quince hasta que vi Tu ríes, en la que volvieron a adaptar a un Pirandello que sigo sin leer, aunque con más ganas que nunca de hacerlo gracias a ellos. También allí se las ingeniaron para filmar otra escena inolvidable, aquella en la que un cadáver suelta un pedo mientras lo están volando sin provocar ningún efecto cómico. El plano general frontal, compuesto pero también desolado, fantasmal y distante, no hacía más que contribuir al asombro de que eso que yacía en la cama de la pieza de su casa de siempre había estado vivo unas horas antes. No vi sus adaptaciones más o menos recientes de Tostoi –El sol sale también de noche (1990)- y de Goethe –Las afinidades electivas (1996)- y creo no haber terminado nunca Good Morning, Babilonia (1987), a la que me acercaría movido por la curiosidad informativa de saber lo que dijeron acerca de la influencia de los colosal italianos mudos de principios del siglo pasado en Griffith y el temprano Hollywood.
Por increíble que parezca no guardo casi ningún recuerdo de la última película de ellos que vi -¿se llamaba Il prato?- hace apenas unos meses. Sé que empezaba con un fascinante plano de una ventana desde el interior de un departamento. El sobreencuadre -¿también había un travelling de avance frontal?- volvía irreal el fragor del tráfico exterior. Adentro, un muchacho se revelaba ya civilizadamente contra su padre, que si no era psicólogo le hablaba de psicología, o racionalizaba la situación sin demasiado vigor, de modo que no resultaba odioso, sino ligeramente desagradable o patético. Más tarde el muchacho se iría al campo, conocería a una chica y a un grupo de actores algo hippies y trashumantes cuya laxitud y benevolencia tampoco daban para extrañar brechtianamente la puesta en escena. No me acuerdo de qué pasa después ni de cómo termina, pero sí de un cielo azul nocturno posterior a una fiesta bajo el que fuma rodeado de cigarras el protagonista, mientras algunos compañeros duermen como los chicos que son después de haberse tomado todo. Supongo que, como muchos pibes de Bertolucci entre los cuales también hay que contar al de la reciente y aún no estrenada Vos y yo, el de los Taviani en Il prato (1979) estaba en el trance de acceder a lo real como vacío, ya sin sostén ideológico –sea de índole política o religiosa- convincente ni, acaso, respuestas interiores suficientes para evitar la tentación regresiva, siempre mucho menos incestuosa que en las películas del director de La luna.
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