Garrone, no podía ser de otro modo, tiene su costado operístico, le gustan los movimientos de cámara ampulosos, los travellings desmesurados que terminan en encuadres mínimos. Tal el de la primera escena de Reality, una toma que comienza desde lo alto encuadrando a una parte de la ciudad, para ir descendiendo y centrándose en un coche de caballos que conduce a una pareja de novios hasta el lugar en donde festejarán su boda. Una cámara que desciende hacia el mundo desde la altura de algún cielo indiferente. El mundo que descubre está pintado con los colorinches de la divisa kistch e impregnado de la tristeza de un parque de diversiones. En ese mundo brilla Enzo, un saltimbanqui, fugaz animador de la fiesta de bodas, ganador de Gran hermano, una celebridad kitsch en sí misma. Luciano, uno de los invitados, es un histrión de fiestas familiares a quien todos en ese ámbito consideran superior a Enzo. La familia empuja a Luciano a presentarse al casting de la nueva edición. Al principio éste se niega, pero una vez que cambia de idea y compite, ser uno de los seleccionados, entrar a la casa del Gran hermano, se transforma en su obsesión. Abandonar una iglesia por otra, ese es el precio a pagar. La vieja chiesa católica con su ceremonial y su milenaria red de contención material y espiritual; o el nuevo resplandor catódico, cinco minutos de fama, dinero y, sobre todo, exposición, ser visto y adorado urbi et orbi. Rituales vacíos, tristeza para ocultar otro vacío, el de la partida del viejo Dios protector, ausente del mundo o mal refugiado en las iglesias. El viejo Dios y sus apóstoles se van a menudo en las películas de Garrone. En Gomorra, una estatua de San Roque era bajada con poleas desde lo alto del edificio marginal en donde vivían los pobres, la carne de cañón de la camorra; en Reality, cuando Luciano vende su pescadería, Michele, su ayudante, se lleva en brazos la imagen de la Virgenque amadrinaba el lugar. Todos los altares vacíos serán ocupados por la televisión para que Luciano pueda ser uno de los apóstoles de la nueva fe. Como a todo converso, la furia lo acomete y lo lleva al sacrificio para obtener la promesa del nuevo paraíso prometido; paranoia y renuncia a sus bienes materiales son los síntomas. El mensaje del cura al que visita en el punto más alto de su locura no le hace mella: “Jesús es la diferencia entre ser y aparentar…entrar a nuestra casa es ser uno mismo” (la cita no es textual). Como Francisco, el juglar de Dios, Luciano renuncia a todo lo que es suyo, incluso a su familia. A diferencia del ascético santo roselliniano, no hay alegría en su desprendimiento, ni generosidad, ni fe en el transmundo, ni caridad; solo esperanza en la entrada al nuevo paraíso; para lograrlo, Luciano debe recurrir al engaño y la clandestinidad; a diferencia del viejo, los San Pedros que custodian su acceso son falibles. Luciano, recostado en un diván de la gran casa, sonriente en su desvarío, la cámara que se eleva otra vez y recorta el brillo televisivo de la habitación en un espacio de oscuridad absoluta, una estrella que se pierde en el firmamento nocturno. El cierre invierte la toma inicial, de mayor a menor, de abajo hacia arriba, hacia algún lugar en donde, sin embargo, hay un ojo omnímodo capaz de mirarlo todo, aún la casa panóptica del Gran hermano ¿Garrone resguarda la vieja fe?
La tristeza que empapa a toda la historia es también un límite y la comprobación de otra ausencia: ya no hay compasión disfrazada de ferocidad o viceversa a la manera de Risi o Monicelli; ya no están Age, Scarpelli o, sobre todo, el maestro Azcona, para revestir de patética crueldad risible la historia de Luciano y su conversión. Garrone se las arregla con su destreza, que no es poca, para evocar aquel otro paraíso perdido, el de la commedia a la italiana, irrepetible fenómeno, milagro laico que no obstante alumbra con su luz a este Reality contemporáneo.
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