Estamos cada vez más cerca de ese día tantas veces pronosticado por la ficción especulativa. Los vertiginosos progresos de la ciencia son un faro que ilumina la autopista hacia una nueva época, un futuro en el que los androides finalmente escaparán de la fantasía febril de escritores pulp o fanáticos con remeras de Star Trek, para instalarse en nuestra cotidianeidad. En estos tiempos en que gracias a –o por culpa de- esos veloces avances hemos perdido gran parte de nuestra capacidad de asombro con respeto a nuevas tecnologías, realizar una película como Autómata no resulta sencillo, ni mucho menos original. Se corre el riesgo de recurrir a lugares comunes, de caer en la tentación de la repetición, de aburrir al espectador narrándole nuevamente lo que ya le fue contado una y otra vez desde la edad de oro de la ciencia ficción, de no tornar evidente la influencia de clásicos de culto como Blade Runner, Terminator o Matrix.
Si actualmente estamos cumpliendo el sueño de imitar a Dios convirtiéndonos en demiurgos mediante la tecnología, lo hacemos con el único objetivo de obtener una vida más cómoda. Creamos máquinas para que sean nuestros esclavos, pretendemos cambiar trabajadores humanos precarizados por autómatas a los cuales poder explotar sin límites. Los obreros del telar mecánico en Inglaterra trabajaron sin descanso accionando palancas hasta el momento en que tomaron conciencia de su condición de oprimidos y se rebelaron como los primeros luditas, quemando y saboteando telares a modo de protesta. Ciertamente podría decirse que el primer autómata que se reveló contra el tirano humano, fue el mismo ser humano. Si Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, el hombre hizo lo propio con las máquinas. Entonces, ¿por qué no habrían de revelarse las máquinas como alguna vez lo hicimos nosotros?
La insurrección de los androides es la base de muchos relatos clásicos de la ciencia ficción, desde Karel Capek, Asimov y Philip Dick, pasando por Ridley Scott, James Cameron, Alex Proyas y los hermanos Wachowski, y en cierta forma Stanley Kubrick y su Hall 9100. El androide/autómata es una obsesión que no deja de intrigarnos, aun conscientes de que están a la vuelta de la esquina, avanzando lentamente para cruzar de un instante a otro la calle que separa la vereda de la ficción de la de la realidad. Quizás esa cercanía sea la razón por la que nos inquieta tanto.
El español Gabe Ibáñez insiste una vez más con la trama distópica en un mundo post-apocalíptico, donde los androides serviles y esclavos del ser humano finalmente se liberan de las cadenas (en este caso leyes prohibitivas de corte asimoviano) y se rebelan. Pero estos androides no intentan destruir a la humanidad, ni mucho menos esclavizarla. Solo quieren huir a un paraje solitario al que los humanos no puedan llegar, porque tienen claro que nuestra especie está inevitablemente en camino al auto-exterminio.
La primera mitad de Autómata es la más interesante en cuanto a ritmo y desarrollo de la trama. Posee aires de policial cyberpunk con claras reminiscencias a Blade Runner -el personaje sombrío y triste, la lluvia ácida que golpea constantemente los sobretodos, androides que se rebelan ante su creador- y al Yo Robot de Proyas, con sus autómatas insurrectos perseguidos por un antihéroe parco y decidido a todo. Jacq (Antonio Banderas), un burócrata empleado de la empresa fabricante de los autómatas conocidos como “Peregrino”, se ve obligado a calzarse el traje de detective al indagar la posibilidad de que uno de estos androides, en contra de las leyes prohibitivas, se haya modificado a sí mismo. La investigación es la excusa es perfecta para mostrar el recorrido de Jacq por los escenarios de un planeta en reconstrucción después de las erupciones solares que diezmaron a la humanidad, con una estética claramente acertada que dota de verosimilitud a este mundo posterior al apocalipsis que necesita de autómatas para su supervivencia.
Sin embargo, a partir del segundo punto de giro la película comienza a estancarse. La trama avanza lentamente, y el relato va perdiendo ritmo, como si en realidad no supiera hacia donde se dirigen los acontecimientos. En esta segunda parte la película se trasforma en una especie de western post-apocalíptico, con escenas que remiten directamente a clásicos como El bueno, el malo y el feo (Leone, 1968) –Banderas, febril y muerto de sed, es arrastrado por el desierto, de la misma manera que Eastwood arrastra a Tuco, y viceversa-, y un desenlace digno de cualquier spaghetti western. Sin embargo, ni el clímax a los tiros ni la estética definida pueden ocultar la falta de originalidad en una trama que nunca se anima a despegar del todo y se queda en los bordes del homenaje a la clásica distopía cyberpunk. La ausencia de un antagonista fuerte y de una auténtica profundidad en la filosofía de la relación humano-autómata intenta ser reemplazada por una fría relación entre Jacq y un androide femenino: las mujeres autómatas como fantasía erótica existen desde la era de los mitos griegos con Galatea y Pigmalion, Olimpia en El hombre de arena de E. T. A. Hoffman, el robot-maría de la Metrópolis imaginada por Fritz Lang, las replicantes de Blade Runner, o la ginoide creada por Thomas Edison en la novela La Eva futura, de Auguste Villiers de L´lsle-Adams. Sin embargo, lo que diferencia a todos estos relatos de la película de Gabe Ibánez es que –una vez más- el español opta por mostrar una relación superflua, que no pasa de un baile y un poco de cachondeo estéril, mientras sus antecesoras se la juegan narrando relaciones obsesivas y, por momentos, no extrañas a cierta perversión.
La premisa fundamental del relato se basa en una pregunta: ¿podemos crear un androide tan parecido a nosotros, una máquina tan perfecta que pueda tener una conciencia? Porque si el androide –que ya tiene un cuerpo- adquiere una conciencia, esa sustancia que podría definirse como el alma (res cogitans), estaría al mismo nivel que el ser humano en cuanto al dualismo cartesiano. Y entonces, ¿qué nos diferenciaría de ellos?
En 1950 el matemático Alan Turing propuso un test que con sus resultados demostraba que es posible que las inteligencias artificiales puedan mezclarse entre los humanos sin ser detectados. Y si, además, son físicamente idénticos a nosotros, entra en juego la inquietante hipótesis que asegura que cuanto más se parece el androide al ser humano, más rechazo sentimos hacía él. Por esta razón, los replicantes son fabricados con tan solo cuatro años de vida útil. Y por la misma razón, los seres artificiales de Autómata apenas se parecen a nosotros. Casi parece el dilema de cierta clase media argentina con los pobres, a los que miran de reojo y con desdén: si están en igualdad de condiciones en todos los aspectos, ¿qué los diferenciaría? ¿No podrían, acaso, superarlos y ser mejores que ellos? De esta manera corren el riesgo de empatizar con ellos y ponerlos a su altura moral, hasta el punto de relacionarse afectivamente con esos seres ajenos, como le sucede a Jacq con esa ginoide que apenas lleva una máscara humana y una peluca platinada.
En física se denomina singularidad al punto crucial en el que todas las reglas que aplicamos al universo dejan de funcionar. Y si todas nuestras leyes fallan, no podemos hacer otra cosa que perder el control, haciendo inevitable que la máquina despierte y se rebele en nuestra contra.
La lección en Autómata –y en la mayoría de los relatos de temática similar, desde Frankenstein a Matrix– parece ser que toda creación de un ser artificial es un acto blasfemo de imitación y arrogancia, y por lo tanto está destinado siempre al fracaso.
Aquí puede leerse un texto de Esteban Valesi sobre la misma película.
Autómata (España/Bulgaria, 2014), de Gabe Ibáñez, c/ Antonio Banderas, Dylan McDermott, Melanie Griffith, Robert Forster, Birgitte Hjort Sørensen y Javier Bardem., 109’.
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