Promediaba el miércoles 10 de abril y la bicicleta me llevaba a la Lugones para ver O río do ouro, del foco Ruth y Rocha del BAFICI. Algo raro pasaba. La bici pesaba como nunca y me costaba horrores avanzar. Atribuí la fatiga a que las cubiertas estaban bajas, pero durante la proyección el malestar avanzó. Escalofríos, decaimiento. Me fui reclinando hasta que mi nuca hizo tope en el respaldo de la butaca. El miedo se apoderó de mí. ¿Podía ser que faltando aún cinco jornadas para que termine el BAFICI yo esté ingresando en un cuadro gripal? Intenté negarlo, metiéndome en la película. Rocha me lo facilitaba. En O río do ouro su poética del collage estalla y esos planos secuencia poblados de choques, rupturas y contrastes exigían la máxima atención. Pero al finalizar la proyección ya no cabían dudas: algún bicho del demonio había burlado mi sistema inmunológico, siempre tan predispuesto a ser el mejor anfitrión de todo virus peregrino. Ya en el ascensor, mientras contenía el estornudo para no desparramar mi peste en ese pequeño cubículo repleto de cinéfila compañía, confirmé que mi destino no era un café para ir escribiendo cosas, mientras hacía tiempo para ver Máscara de Aço contra Abismo Azul,también de Rocha, y La carta fatal, de Muriel Box, sino la bendita bicicleta y finalmente la cama, la cual recién abandonaría cinco días después. Se había acabado mi festival.

Convencido de que, por absurdo que sea, esta experiencia debe tener una clausura, me dispongo entonces a compartir el balance incompleto de esta cobertura trunca.Hubo, por ejemplo, sensaciones que no alcancé a confirmar, como la de que el Multiplex Belgrano le queda a trasmano incluso a quienes viven cerca. Hubo lugares que no aprendí a usar, como el Museo Larreta, indudablemente lindo, pero que como espacio de reunión o de trabajo no le encontré la vuelta. Y hubo también un diagnóstico que no pude corroborar. El que surgió luego de la presentación del festival cuando, a la luz de la ponderación oficial de la programación en función de la cantidad de preestrenos, percibí que la sorpresa y el riesgo -aunque no desaparecieron-perdían terreno como criterios curatoriales en relación a la primicia. Sabemos que no todo preestreno tiene asegurado su estreno comercial, pero la sensación es que bajo esa etiqueta ingresan a la programación varios títulos que no necesitan del BAFICI, ni el BAFICI necesita de ellos. Sabrán advertirme, quienes pudieron zambullirse más en el festival, si esta especulación que comparto es un pifie de cabo a rabo. 

La percepción de que se trataba de un BAFICI extraño estaba desde el comienzo. Por lo general, los días previos al festival comenzaba a dominarme una angustia neurótica por todo lo que inevitablemente me perdería. Sin embargo, ni rastros de esa sensación esta vez. Nada de escanear una y otra vez la programación ni aguardar a las 00:00 hs. del día de inicio de la venta anticipada para garantizarme las entradas a ese puñado de infaltables. Seguramente el cambio de sede, la reducción de la programación y la ausencia de invitados de relieve habían logrado bajar mi ansiedad al punto de que, por primera vez en veinte años, podía decir, convencido: “no me voy a volver loco. Veo lo que pueda y si me pierdo algo, no pasa nada”. Había algo de confort en esa ausencia de frenesí, semejante a la de ingresar a un tenedor libre sin sentir la obligación de amortizar con gula el costo del cubierto.

Tanto fue así que la primera proyección a la que asistí fue recién el jueves 8 por la noche, gracias a una entrada que me obsequió el amigo crítico e investigador Emiliano Jelicié, para ir a ver What she said: The art of Pauline Kael, de Rob Garver. Si bien desde su forma el documental no parece sentir la responsabilidad de hacer justicia a la irreverencia e inconformismo del personaje retratado, cumple con holgura su función de introducirnos al universo de esta excepcional cronista de The New Yorker, quien marcó un mojón en la crítica cinematográfica. Sin morosidad, ordena la producción de esta prolífica escritora sin saltearse ninguno de los grandes debates de los que ella participó, y logra transmitir el impacto desmesurado que cada entrega de Kael tenía tanto en el público como en el mundillo de Hollywood. Entre los aciertos del documental se encuentran dos que, para quien se dedica a la tarea de la crítica cinematográfica, quedan irremediablemente sonando. Por un lado, que la pluma de Kael no era la de una analista fría que disecciona la obra con la distancia emocional de un biólogo, sino la de una espectadora apasionada que vibraba con el cine. Al leer a Kael puede uno sentir a esa mujer que fue a la sala, escogió la mejor butaca y se entregó por entero a la experiencia cinematográfica. El segundo hallazgo lo aporta su hija, quien dice “su mayor debilidad se convirtió en su mayor fuerza: su liberación como escritora y crítica. Creyó que lo que hacía era bueno para todos. Su falta de conciencia de sí misma devino en su triunfo”. Para alguien como yo, que constantemente revisa sus pasos, ver en acción a una mujer que murió con la suya y no sabía lo que era retroceder, resulta una experiencia narcótica. El plus de la velada fue que, tal como adelantó Gabriel Orqueda en su nota, Jelicié está ultimando una compilación de textos de Kael. Así que el bueno de Emiliano no sólo me regaló la entrada sino data muy jugosa sobre las polémicas que provocaba la incendiaria Pauline. Agradecido, retribuí con una grande de muza y dos chopp en La Americana. 

De esa sección, “Películas sobre películas”, llegaría a ver Stan & Ollie, la biopic de Jon Baird sobre el dúo de comediantes Laurel y Hardy. Una película que no se resiste al homenaje melancólico, pero que cuenta entre sus virtudes con las excelentes interpretaciones de Steve Coogan (reconozco que el tipo me tiene en su bolsillo) interpretando a El flaco y John Reilly como El gordo. Además, acierta al no pretender un resumen enciclopédico de toda la carrera del dúo sino concentrarse en el período de declinación de su fama, cuando, ya avejentados, emprenden una extenuante gira teatral por Europa intentando volver al ruedo y conseguir los fondos para un nuevo film. A pesar de su carácter biográfico, la película logra exponer los avatares del duro oficio del comediante cuando la vejez se avecina, la fama mengua, las modas cambian, pero el oficio continúa intacto. En la batea de las perdidas me quedó una que al perecer fue de las perlitas del festival: Memory – The Origins of Alien, el documental de Alexandre O. Philippe sobre Alien, el icónico film de Ridley Scott. Quedo a la espera de que san torrent venga al rescate y me provea de un film que, según me contaron, lejos está de ser un compendio de anécdotas.

Dispuesto a ver el foco completo sobre Muriel Box, tan sólo pude ver Ángeles caídos, una película maravillosa, tan divertida y fresca como punzante, sobre un abanico variopinto de mujeres aguerridas que ponen en cuestionamiento su rol relegado en la sociedad. Desde el cuerpo femenino de la policía, pasando por una desertora del ejército hasta una ladrona vinculada a una red de delincuentes. Su destreza para moverse dentro de la comedia, para hablar sin rodeos ni sermoneos sobre familias ensambladas, embarazos adolescentes, bigamia y sexo allá por 1953, resulta asombroso. El desenlace ajustado al canon moral de la época no opaca un film protagonizado por personajes femeninos fuertes que desnudan la doble moral burguesa, la desigualdad de la mujer y la incapacidad del régimen de posguerra de dar respuesta a las demandas de los sectores postergados. 

De la parcela Hacerse grandes, la sección dedicada a los films denominados coming of age, que no cesan de aflorar, pude ver Eight grade, la película dirigida por el youtuber Bo Burnham que ganó los mil y un premios durante 2018. Kayla es una chica de 13 años que dedica su tiempo libre a navegar por las redes sociales y subir videos en youtube con consejos para que otros adolescentes se animen a ser ellos mismos. “Mejor que decir es hacer”, le diría El General a Kayla, porque en la vida real ella es una de esas chicas a las que la inseguridad le aflora como el acné y transita los pasillos de la escuela encorvada y mirando hacia abajo. A decir verdad, esperaba más de esta película. Es cierto que es un retrato fresco y tierno de ese momento de la vida que se transita tan en carne viva, en tiempos en los que Instagram o Snapchat acentúan el culto a la imagen y la búsqueda de la aceptación social, que cuenta con excelentes interpretaciones (sobre todo de su protagonista, Elsie Fisher) y que sus diálogos construyen el universo millenial a la perfección. Pero, a diferencia de lo que suele decir la crítica sobre el film, no veo la originalidad del abordaje y sí la representación clásica de personajes ya vistos: los populares, los perdedores, la escuela como el despiadado ring. Se percibe el intento de tomarse en serio el universo adolescente, pero el desenlace termina por subestimarlo, resolviendo sin profundidad los conflictos planteados. La perspectiva del realizador sobre el tema no va mucho más allá de los consejos de autoayuda que la tímida Kayla ofrece en su canal de youtube.

Pasando de la adolescencia a la infancia, con mi hijo tuvimos nuestra dosis de Baficito. Mirai fue la película elegida, obra dirigida por Mamoru Hosoda, aquel animador que fuera echado de los estudios Ghibli por no cumplir con las expectativas y hoy es uno de los grandes nombres del animé y uno de los principales relevos de Takahata y Miyazaki. En Mirai, estrenada en Cannes 2018 y nominada al Oscar, Hosoda construye una bellísima historia sobre un niño celoso de su hermana menor recién llegada. A la belleza y los detalles de sus dibujos, el director le suma la profundidad de una historia que reposa en un doble equilibrio. Por un lado, el relato conjuga magistralmente la realidad cotidiana con el universo de la fantasía, ambos por igual relevantes. Por el otro, la indagación no sólo del mundo infantil, algo habitual en el animé, que siempre se ha tomado muy en serio las cosas de chicos, sino también del mundo adulto, exponiendo las dudas y titubeos de una pareja joven que está aprendiendo sobre la marcha esto de ser papá y mamá.

Finalizo con un Rescate, uno de los pocos no hollywoodenses de la edición. Vaya mi agradecimiento a quien haya propuesto programar Diamantes en la noche, primer largo del realizador JanNemec, uno de los embajadores de la nueva ola de cine checo. Una película fabulosa, donde los riesgos formales se corren en función de necesidades narrativas. Una película visceral, urgente, física, que acompaña bien de cerca, con una cámara nerviosa, el escape de dos jóvenes fugitivos. Quiénes son ellos y el motivo de la fuga, se irá develando a lo largo del film, pero ya desde el comienzo la película deslumbra haciendo palpable el agotamiento, el hambre, la sed, lo más corpóreo de ese raid desesperado. Sin diálogos, apenas algunas líneas, Nemec construye un abordaje del Holocausto que, más que un posicionamiento político, expresa la búsqueda de representar el límite de la supervivencia, allí donde la realidad inmediata comienza a mezclarse con recuerdos, alucinaciones y pesadillas, en un combo indiscernible.

Hasta aquí, estas líneas caprichosas sobre algunos films de las secciones paralelas del festival. Las secciones de competencia requieren un rigor que hoy no estoy en condiciones de ofrecer. BAFICI 21, quise querer quererte, pero no se pudo. Chaucito. 

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