I.-  Barrio de Belgrano, caserón de tejas. El barrio de Belgrano fue alguna vez capital de la República Argentina. El poco recordado suceso ocurrió en 1880, más precisamente entre los meses de junio y octubre de ese año, cuando Carlos Tejedor, el gobernador de la Provincia de Buenos Aires, desconoció la elección indirecta que consagró presidente de la república a Julio Argentino Roca, y se alzó al frente de las tropas irregulares que respaldaban a su gobierno provincial. Nicolás Avellaneda, el presidente que terminaba su mandato, optó por refugiarse en el entonces lejano barrio de quintas de Belgrano, mientras buscaba el apoyo en las fuerzas que constituían el ejército de línea, de matriz prusiana, creado poco antes, durante la presidencia de Sarmiento. En junio de ese año hubo una batalla de tres días entre los irregulares de Tejedor y los federales de Avellaneda-Roca, en donde vencieron estos últimos gracias a su flamante profesionalidad. Belgrano continuó siendo la capital de la república hasta octubre de 1880. La improvisada casa de gobierno estaba en la residencia de una familia acaudalada, los Astigueta, en Echeverría y Vuelta de Obligado; el Parlamento a muy pocas cuadras, en el edificio del actual Museo Sarmiento (lugares ambos en donde desde este año, está emplazado el corazón del Bafici).

Foto del año 1899 de la inauguración del busto de Manuel Belgrano ubicado en Echeverría y 11 de Septiembre. 

Tal vez fueron esos hechos olvidados de la historia los que hicieron que Belgrano se creyera con derecho a un destino de grandeza. Sin embargo, la mezcla de necesidad política y conveniencia geográfica que le permitió ser durante tan breve tiempo sede de los poderes constituidos nunca terminó de fraguar; a mitad de camino entre la aristocracia, que nunca lo adoptó plenamente, y una clase media acomodada y con aspiraciones que fue decayendo con los años y los avatares del país, sin resignar nunca su pretensión de “venidos a más”, sin entender que en cada vuelta histórica los embocaban y los mandaban al descenso, una segunda categoría a la que nunca admitieron pertenecer. De espaldas a la historia, a su destino y a sus verdaderos intereses, el ciudadano de Belgrano se guarda en su ciudadela esperando que alguien, alguna vez, venga en su rescate y lo ponga en el lugar que él cree merecer (“Belgrano es un país”, era el lema de una campaña publicitaria de las fuerzas vivas del barrio durante la dictadura). Así es Belgrano, orgulloso y lejano del centro; poco habituado a darse con Saavedra o Colegiales, sus vecinos del oeste y sur oeste; tampoco con Nuñez, su colindante nordestino un tanto más mersa y, al mismo tiempo, el barrio que separa a Belgrano del temido conurbano de los bárbaros a través de la avenida General Paz y el Puente Saavedra. Aunque para desgracia belgraniana, justo al otro lado de su frontera norte se asienta la más rancia oligarquía de Vicente López y San Isidro, el espejo que nunca se dignó a devolverle la imagen de lo que Belgrano quiso ser. Hacia el sur está el advenedizo Palermo, tan pretensioso como él pero con una historia; Belgrano carece de ella, pasó sin transición de las quintas y bañados a los pisos en propiedad horizontal. En cambio Palermo, lugar de guapos de cuchillo, prostíbulos y tugurios tangueros que frecuentó o inventó Borges, tiene – o tuvo- una personalidad de la que Belgrano carece. “Monumento a la nada/agujero de camiseta” decía el poeta lunfardo Tino Rodríguez refiriéndose al obelisco. Tal podría ser la caracterización del actual barrio de Belgrano, habitado hoy por precarios gerentes de fugaces financieras, psicólogos conductistas y viudas de militares beneficiarias de pensiones infladas, que contribuyen a mantener cines y confiterías de pretensión paqueta y uniforme ambientación, plenas de mal gusto embanderado de plástico y luces esfumadas, de tostados que chorrean queso y paleta (nunca jamón) recocida, o de té con masas de lejano regusto a manteca rancia. Infatuado y creyente, antes que en Dios, en una grandeza que nunca existió ni le fue propia; ejemplo perfecto de la caracterización del “medio pelo” enunciada por el Maestro Arturo Jauretche. Se de lo que hablo, hace varias décadas viví en un confín de aquel barrio. Y lo disfruté. Si tengo un futuro y en él hay mudanzas, sería capaz de volver a él, pero sin olvidar quién soy, de dónde vengo y adónde voy. Sin creerme digno de una grandeza y una historia que no me son propias, o que, peor aún, nunca existieron. Si tal mudanza ocurriera, prometo ir a la esquina de Cabildo y Juramento a cacerolear contra el propio Belgrano, en cada una de las oportunidades históricas que el país y el barrio me ofrecerán con frecuencia. En la decaída Argentina de la segunda década del siglo XXI, sus habitantes se empeñan en mantener su altiva pertenencia a una clase media con ínfulas de una mejor suerte, malograda esta por culpa de políticos populistas, empleadas domésticas indolentes y empleados públicos que, así lo creen los ciudadanos belgranenses, gratifican sus ocios con los impuestos que el cacareante barrio paga. La realidad es otra. Hay un país vencido en mil batallas pero invencible a lo largo de la historia, que aguanta en los descascarados suburbios desde el principio de los tiempos. Y hay otro, careta, soberbio, siempre vencedor de pírricas victorias, que sobrevive sodomizado por los de arriba y esquilmando a los de abajo, disimulando hasta donde es capaz su decadencia económica y la de su modo de vida. Belgrano es su mejor ejemplo; católico en torno a la Iglesia redonda de Obligado; comercial a lo largo de la avenida Cabildo, que lo divide en dos: Belgrano R, pleno de antiguas residencias de lujo, en su lado oeste; y el Belgrano propiamente dicho, desbordante de altos edificios de categoría en la zona este, comienza en Cabildo y Lacroze para terminar en la avenida del Libertador; allí donde principia el territorio de los garcas de la patria, aquellos que los habitantes de Belgrano quisieran ser pero nunca pueden. Éste es Belgrano, el nuevo hogar del Bafici

Foto del año 1875 del edificio que fue Municipalidad de Belgrano, ubicado en la calle Cuba y Juramento. El edificio comenzó a construirse en 1869. 

II.-  Mudanzas. Hasta este barrio llegó el Bafici en su edición 2019. Lo hizo  tal vez imbuido del viejo espíritu de Avellaneda y el Zorro Roca. Aguantar, defender su creciente endeblez en un territorio ajeno. Belgrano no es cinéfilo (en la más amplia, difusa y moderna definición de esa gastada palabra, la de gente que gusta del cine), es un barrio con cines, lo que es distinto.

¿Porqué abandonó el Bafici su incómoda y lujosa residencia en la Recoleta? Tal vez, como antes lo hiciera el presidente Avellaneda, por un reflejo de autodefensa. ¿De qué se defiende el Bafici para elegir a Belgrano como última trinchera de su legitimidad cinéfila? Sin dudas de la agresión de su peor enemigo: el Gobierno de la Ciudad; una manada de búfalos ignaros y mercantilistas, que lo ningunea año a año recortándole los fondos y aplicándole el mismo ajuste con que su equivalente nacional castiga al resto del país. Esta es una suposición afirmada en rumores de pasillo y deducciones más o menos lógicas, ya que no hubo ninguna explicación oficial al respecto. Desde que la actual administración de derecha gobierna la ciudad, el Bafici sufrió dos mudanzas desde su emplazamiento original en el Abasto, la mencionada a Recoleta y la actual a Belgrano. En cada una de ellas el festival fue perdiendo retazos de cantidad, calidad e identidad. Este parece ser un último golpe, desplazado hacia la frontera norte como si se lo quisiera empujar fuera de la ciudad; concentrado mayormente en un complejo de salas más pequeño que sus antecesoras, a trasmano de otras zonas de la ciudad, solo la línea de subte “D” lo comunica con ellas mediante un servicio rápido y más o menos eficaz. Pero, lo que es más importante, la disminución en la cantidad de películas se pareció a una sangría, y vino de la mano con una medianía apática en cuanto a calidad. Más que mudanza, retroceso. El Bafici de Belgrano no parece un lugar de refugio y resistencia sino más bien una estación terminal. Espero, de corazón, equivocarme.

III. Las películas.

MAYA (Mía Hansen Love, Francia, 2018). Agua. La película vino sin subtítulos. No entré a verla. Lástima, Hansen Love es una directora interesante.

PUTIN´S WITNESSES (Vitaly Mansky, Lituania, Suiza, R. Checa-Latvia, 2018). El director Mansky  estuvo a cargo de los videos promocionales durante la primera campaña electoral de Putin y lo siguió luego durante sus actividades oficiales. Con la culpa frankensteiniana de haber contribuido a crear un monstruo, Mansky centra su relato en los minutos previos a las festividades de tres años nuevos; el de 1990, con el hasta entonces primer ministro Boris Yeltsin renunciando y dando a conocer el nombre de su sucesor “provisional”, Vladimir Putin; la del año siguiente, con el mismo Yeltsin mirando por TV el brindis del ya consolidado Putin, y la de 2015 en que el mismo director y su familia discuten entre ellos mientras denostan y temen a Putin. En el medio hay escenas e historias que discurren sobre el hombre fuerte y el poder que, en la mejor tradición rusa, son una sola y misma cosa. Una escena vale por toda la película; es la del último día del  2000; Boris Yeltsin espera el nuevo año rodeado de su familia, mira en la televisión el discurso findeañero de Putin mientras todos se sientan a la mesa; enseguida Yeltsin ocupa su lugar en la cabecera, se pone de pie e improvisa un brindis. Habla con la solemnidad y el rigor de un hombre acostumbrado al ejercicio del poder. Su discurso se alarga mientras, casi a su lado uno de sus nietos, un niño de tres años, charla, habla con todos interrumpe e imita a su abuelo. Yeltsin lo mira varias veces enfurecido, nadie calla al niño. De pronto Boris se interrumpe y se dirige a su nieto diciéndole: -Vania, si eres el que tiene que hablar, habla tú- Y se sienta en su silla. En ese momento Mansky hace un primer plano de la cara de Yeltsin. La expresión de rabia y frustración que muestra es indescriptible, pocas veces habremos visto en el cine una muestra tan rotunda de lo que significa la pérdida del poder, la humillación definitiva, la soledad y la impotencia. Hace un año Boris Yeltsin hablaba para millones de personas, aunque fuera para despedirse del poder. Ahora ni su familia lo atiende, y es su nieto más chico el que se burla del otrora hombre fuerte como un moderno “iurodivi”. Putin, que se sepa, no tiene nietos.

IL DONO (Giuliano Fratini, Italia, 2019). Un documental sobre los últimos años de vida de Andrei Tarkovsky, período que pasó en una aldea cercana a Roma. La mirada de Fratini vacila por momentos entre la belleza turística del paisaje rural, y el destino de su personaje, preparando sus películas, luchando por conseguir la visa para que su hijo salga de la URSS o debatiéndose entre sus necesidades y su, justificada, paranoia antisoviética. En la confrontación gana Tarkovsky, el místico, el carnal, el contradictorio monje mundano, quizá el último genio del cine en el siglo XX, su poderosa figura, su humanidad en carne viva, quedan expuestas con la luz definitiva de su temprana despedida.

THE GREAT BUSTER: A CELEBRATION (Peter Bogdanovich, EEUU, 2018). La película más impersonal y, con seguridad, la que menos le costó realizar a Bogdanovich. No es un demérito, es que se trata de un documental sobre el gran Buster Keaton, y entonces y como cada vez en que Buster se hace presente en la milagrosa luminosidad de la pantalla, todo es alegría y emoción y deslumbre, y al mismo tiempo una sombra de soledad fraterna nos ilumina desde la pantalla. Cabezas parlantes que cuentan su dislocada historia, sus cimas y fracasos. El impar Buster nos sigue hablando desde su empecinado silencio. Y Bogdanovich lo acompaña y nos lo acerca para que Keaton nos siga mejorando la vida.

MONOS (Alejandro Landes, Argentina-Colombia-Holanda-Alemania-Uruguay-Dinamarca-Suecia-Suiza-EEUU, 2019). El director de Cocalero es el único cabal cineasta del Mercosur; nacido en Brasil, estudió cine en su país y Argentina y dirigió, vivió y vive entre Bolivia, Perú y Colombia. En este país filmó Monos; la historia de un grupo de adolescentes, partícipes forzados de una guerrilla de signo ideológico difuso, que se desplazan por la selva mientras controlan a una prisionera estadounidense. La selva es una cárcel de barro y demencia, metáfora de un mundo que invierte el signo de El corazón de las tinieblas, de Conrad a Cóppola. Los protagonistas de Monos viajan desde el núcleo de la selva hacia la supuesta civilización en un trayecto de muerte y locura sin redención. Es su tercer film, primero de ficción; Landes merece ser tenido en cuenta en el desigual y bullente paisaje del cine latinoamericano.

SANTIAGO, ITALIA (Nanni Moretti, Italia-Francia-Chile, 2018). Moretti vuelve a la vertiente más política de su cine, relatando la historia del gobierno de Salvador Allende, su caída (acaso el último sueño posible de justicia social y libertad en el siglo XX. El sandinismo, su epígono armado, desbarrancó demasiado rápido) y la suerte de los revolucionarios chilenos que lograron asilarse en la embajada italiana en Santiago. El simple testimonio, orientado por el diestro corazón siniestro de Nanni, emociona y toca la fibra de la dignidad que aún vive en muchos de nosotros, los jóvenes de aquel tiempo. Nanni está vivo,  y apostamos a que su pulso de hombre comprometido le permitirá reinventarse como cineasta en el aciago comienzo del segundo milenio.

P.D: Desde el año pasado no recibía ninguna comunicación de prensa de parte del Bafici. En 2018 lo advertí con tiempo y me acredité dentro de las fechas previstas. Este año no fue así. Hice el reclamo y quien lo atendió de inmediato, y se preocupó por solucionarlo, fue Magdalena Arau, desde hace años programadora del festival. Agradezco su intervención y su interés personal, actitud poco común en los ámbitos públicos.

Foto de portada gentileza de Cristian Vergara, Naranjita cine.

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