Hay veces en las que el mundo (un mundo) se presenta ante nosotros de un modo deseable, de un modo que nos lleva a querer estar ahí, inmersos en su interior. Sentimos que es nuestro, que pertenecemos a él y que él nos pertenece; que debemos capturarlo. Las razones pueden ser múltiples y variables, pero lo que importa es la obediencia al orden del deseo, el reconocimiento de lo que somos  y el movimiento que produce el encuentro con ese mundo, lo que tomamos de él para ser otra cosa, para ser otros sin dejar de ser lo que éramos. Composición y devenir, dijo Deleuze por ahí.

El año pasado escribí una nota donde afirmaba mi decisión de ir al Bafici porque entendía que las películas eran nuestras. Pertenencia que, como se preguntaba Hernán Ballota en sus Apostillas sobre el festival (publicadas aquí mismo), lejos estaba de ser “una variante del fetichismo” o de querer tratarlas como una mercancía que puede “tenerse” y “poseerse”. De ser así, sólo estaríamos reproduciendo un tipo de consumo capitalista vinculado a la acumulación por la acumulación misma. En ese caso la pertenencia estaría ligada al totalitarismo y no a la reflexión crítica, que es el tipo de cinefilia que acá nos interesa y que se intenta practicar. Sin ir más lejos, una repuesta posible al interrogante planteado por Ballota puede hallarse en su propia nota, allí cuando comprueba que nadie escribió sobre Bella e perduta, una de las películas más importantes del festival, según él, y le echa la culpa a los programadores por ponerla en una «sección de mierda». ¿Acaso importa que nadie haya escrito? ¿Acaso importa la sección donde fue programada la película? ¿Acaso importa que haya pasado desapercibida siendo una película tan importante para el autor? Por supuesto que no, porque no se trata tanto del juicio de valor sino de la singularidad del acontecimiento, de la afectación que la película produjo en él, que fue tanta que lo movió a escribir y a preguntarse por los criterios de programación, por los giles que aplaudieron a Lopérfido en la presentación o por los críticos que callan su disenso. Lo mismo ocurre cuando sobre el final del texto añade la explicación de su concepto de «películas justas» poniendo como ejemplo la cantidad de belleza que se necesita para contar una historia como la de Juana a los 12.

De eso y no otra cosa se habla cuando se afirma que “las películas son nuestras”, de lo que se extrae del territorio propio (el cuerpo) y se pone en contacto con un territorio otro (una película), de lo que se captura o se roba de la experiencia de habitar un espacio que sentimos que nos pertenece para luego ser traducido en materia escrita y volcarlo al mundo.

Felizmente, la cobertura de un festival no es un recuento de sus películas (algo que también se pregunta Ballota en su nota). Desde hace ya varios años el Bafici dejó de ser un festival donde sólo se concurre a ver películas para convertirse en un ámbito de discusión que muchas veces excede a lo que sucede dentro de las salas. Si no, pregúntenle a Lopérfido, que después de sus declaraciones negacionistas sobre los desaparecidos y creyéndose amo y señor del reino de la Recoleta, el año pasado tuvo que retirarse rápidamente del patio del Village al ser abucheado por un grupo de personas a las que, para no ser menos y dejar en claro lo nefasto de su persona, trató de fascistas.

O pregúntenle a Quintín, que después de mandar a la puta que los parió a los directores de La larga noche de Francisco Sanctis por manifestar justamente su repudio a los dichos del ahora ex ministro de cultura, tuvo que retractarse y pedir disculpas por la burrada que se había mandado, no sin que antes le hicieran saber en su propio blog la torpeza con que se había manejado.

Estaba claro que no era el festival de Lopérfido, como suponía Oscar Cuervo en su nota. Estaba claro que el espacio podía ser intervenido, tal como hizo Valentín Javier Diment al rescatar la importancia de las madres y las abuelas antes de proyectar su película El eslabón podrido, y como hicieron tantos otros directores en esa misma dirección.

Estaba claro que había que ir, el año pasado había que ir. Y ahora también había que venir. Para comprobar lo ya visto y para encontrarse con lo nuevo: la programación de películas en las villas y los barrios más marginales de la ciudad sigue siendo una mera formalidad, una obligación casi moral. Me dirán que algo es algo, que es preferible que se pasen dos o tres películas en esos lugares antes que nada; estamos de acuerdo, pero aun así se le sigue negando a esas personas la experiencia de ser parte de un festival, además de todas las otras cuestiones que son muchos más urgentes que ver una película.

Había que venir para comprobar en más de una ocasión los chiflidos que recibía el spot del gobierno de la ciudad que precedía a las proyecciones y donde se le pedía al vecino que acerque su propuesta: “más plata para los maestros”, gritaron por ahí; “más trabajo”, se pidió.

Pero también había que venir para comprobar la suposición y la mentira: Oscar Cuervo (otra vez) escribiendo una nota sobre la carta de Hendler que molestó a Porta Fouz, supuesto motivo por el cual el director del festival dejó plantado al realizador de El candidato en el momento de la charla con el público (he visto Javier presentando películas en más de un caso, pero jamás lo vi en un Q&A, razón que me permite desconfiar aún más de la noticia). Estuve presente en la segunda proyección de la película de Hendler y el actor/director uruguayo leyó la carta que alertaba sobre la situación actual del INCAA sin problemas, tal como lo hicieron el resto de los directores argentinos con sus producciones; incluso fue presentado como un amigo de la casa por Agustín Masaedo, uno de los programadores del festival. Desconozco las motivaciones de Cuervo, pero difundir como cierta una noticia que es apenas una percepción carente de toda prueba, resulta igual de grave que las declaraciones de Lopérfido o Quintín.

Había que venir, por supuesto, para encontrarse con las películas. Para encontrarse y desencontrarse, que también es parte del movimiento: para encontrase con esa película “amadora” que es No intenso agora, de Joao Moreira Salles (Santiago), un ensayo político y desencantado sobre el siglo XX atravesado por las filmaciones en súper 8 de los viajes realizados por su madre en la década del sesenta, eje central del que parte el director para señalar una mirada lateral del mundo. Entre sus innumerables aciertos, y con una lucidez extrema, Salles se corre del centro y elige detenerse en lo que ocurre a un lado y otro de los hechos: en el registro de un paseo familiar, observa cómo la niñera se sale de la escena en el momento de la foto para mezclarse con la gente que pasa por la calle; cuando Sartre habla en la universidad, el director señala al alumno que duerme profundamente al lado del filósofo; lo mismo hace cuando  muestra dos veces a la chica que se repliega sonriendo en medio de una manifestación, o cuando creer ver un atleta en el momento en que un estudiante arquea su cuerpo para arrojar una piedra, acaso en la misma manifestación; o cuando elige quedarse con la figura simbólica de la muralla china en la que su madre creía ver un río y no una serpiente, tal como suponía el escritor Alberto Moravia: una escena fundamental donde la transferencia en los modos de percepción establece la mirada y el lugar en el que se para la película frente al mundo. En esas capturas, en esas intensidades del momento, del ahora, Moreira Salles se encuentra con una historia, con el mayo francés y con la revolución china, que ya no puede ser objetivada, que ya no puede ser percibida si no es a través de los ojos de su madre. Una mirada que aun en su subjetiva lateralidad no oculta la problemática que el cine ha mostrado desde siempre: la lucha de clases y el aparentemente invariable resultado de esa contienda. El último plano de la película así lo deja ver.

Había que venir para encontrarse con los reinos diminutos del chileno Pelayo Lira, con esa cámara que se pega a los cuerpos casi todo el tiempo, con esos jóvenes que utilizan el sexo para buscarse las heridas y también para generárselas, para sentir al menos por un rato que hay una posibilidad de escape. Como en Ricardo III, el reino es el pasado y es la prisión; y lo que en la obra de Shakespeare (que no casualmente se menciona) se vuelve anhelo e imposibilidad cuando el rey, ya perdido, pide un caballo para escapar de la batalla, encuentra su traducción aquí en la animalidad desesperada de los cuerpos entrelazados, en la violencia con que las marcas se asientan sobre la piel como signo de lo vital.

Había que venir para encontrarse con uno mismo, con una imagen posible del futuro, que es la que se muestra en Las cinéphilas, de María Álvarez, esa película hecha de mujeres solitarias y un poco cascarrabias que van al cine una y otra vez, acaso porque ya no quieren encontrarse con nadie más si no es a través de lo que se refleja en la pantalla de una sala a oscuras. Había que venir para dejarse asaltar por el comienzo de la versión restaurada de Suspiria y salir embriagado de rojo y truenos, pensando que la película de Darío Argento, a puro color y tormenta, tiene uno de los mejores inicios de la historia del cine. Había que venir para descubrir esa maravilla que es El gran silencio, de Corbucci, y quedarse fascinado con el pelo rubio y la voz doblada al italiano de Klaus Kinski.

Había que venir para encontrarse con los ojos negros y profundos de Pilar Gamboa en El pampero, la película de Matías Luchessi donde la espesura del río se funde con el clima tenso y tempestuoso del delta para configurar el carácter duro y al mismo tiempo frágil de esos seres desamparados que huyen vaya uno a saber de qué.

Había que venir, como dije más arriba, también para desencontrarse. Y ahí estaba Porto, la película, y Porto, la ciudad, como un llavero que se lleva de recuerdo, como mero escenario. Nunca se explica el movimiento, y lo que se explica nunca alcanza para darle entidad a la ciudad. Porto no significa nada, no tiene importancia ni influencia en la vida de los personajes. Podrían estar ahí o en cualquier otro lugar. Da lo mismo. Y ahí estaba Jake, uno de los protagonistas, con su filosofía de contratapa de libro de vidriera y con sus frases del tipo “no es que intento quererte, básicamente te quiero”. Y como si eso no bastara, Jake se encarga de aclarar lo obvio: “nunca leí a Proust”, confiesa. Debí haberme ido pero me quedé. Debí haberme ido cuando vi que uno de los productores de la película era Jarmusch, señal que anticipaba lo peor; o cuando entendí que el recurso principal de la película era la canchereada indie de partir el relato en tres para volver al mismo punto de partida. Calculo que me quedé por el amor que tengo hacia Portugal y porque esperaba que el director Gabe Klinger hiciera algo distinto a lo que hizo Allen con Barcelona, por ejemplo. Pero ahora que lo pienso, el viejo Woody tuvo la decencia al menos de explicar desde el título lo que realmente le importaba: Vicky, Cristina (las mujeres primero), Barcelona (la ciudad, que también podía ser cualquier otra, después). Porto carece incluso de esta sinceridad. Debí haberme ido.

Hubo otros desencuentros, también, otras películas de las que apenas vi unos minutos y me fui porque no me interesaba nada lo que sucedía en ellas; tanto que ya ni recuerdo sus nombres. Hubo recomendaciones y hubo sorpresas, para bien y para mal. Tal vez fue demasiado el haber visto la película de Moreira Salles el primer día. No pude encontrar después nada que la supere. O tal vez no quise encontrar ya más nada; tal vez me quise quedar ahí y ya no salir, por entender quizás que ese mundo me pertenecía, que era para mí.

Pienso el Bafici y cualquier otro acontecimiento que me interesa (un concierto, un partido de tenis) siempre a partir de la pertenencia, de lo que puede haber de mí en ellos y de lo que puede surgir de esos encuentros. Se me ocurre, finalmente, que eso mismo quiso decir Rivette cuando filmó París nos pertenece en 1957, aun cuando desde la invariabilidad del canon literario Charles Peguy le anunciaba que la ciudad no le pertenecía a nadie. Desde el principio, Rivette salía a tomar la ciudad pero sin recurrir al contrapicado que bien puede simular la mirada de un niño que se descubre solo y desamparado en un ámbito marcado por la hostilidad de las instituciones, como haría Truffaut dos años después en Los cuatrocientos golpes: ¿Quién es entonces el que llega en ese tren que arriba a la estación y toma la ciudad desde un travelling lateral? A lo largo de toda la película París es hablada y montada poco a poco. Hay un peligro latente que queda siempre en fuera de campo, algo que no puede ser aprehendido si no se pierde el miedo. La ciudad es una idea, una creación hecha de fragmentos que la cámara de Rivette se encarga de unir, tal como hace uno de los personajes al ir montando Pericles de Shakespeare a lo largo de su geografía. Sin la cámara, sin la presencia de un aparato y un lenguaje que la nombre y la haga propia, París no existe.

Lo mismo ocurre con el Bafici. Por eso creo que había que venir y que hay que seguir viniendo: el festival existe porque lo hablamos y lo escribimos. Porque lo habitamos y lo hacemos nuestro. Porque en definitiva lo robamos.

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