Martín García es una isla. Y es también un posible personaje de la película que lleva su nombre, en tanto espacio cerrado en sí mismo ligado con lo fronterizo (esa extrañeza de pertenecer a un país, aunque esté más cerca de otro). La isla que fue prisión y que evoca el exilio –a mitad de camino entre lo interior y lo exterior- que subsiste en el tiempo como reserva natural e histórica. A la isla llega Carla (Mora Recalde) con su hijo Germán (Ignacio Quesada) arrastrando un par de valijas y fracasos que pretende despejar a partir de la relación con Julio (Rafael Ferro), dueño del restaurant de la isla. Pero el punto de vista no es el de Carla, sino el de Germán, adolescente aficionado al dibujo y a las sombras chinescas, para quien el viaje adquiere realmente el carácter de un exilio. Aunque no hay referencias a su vida previa, a sus amistades, Germán marcha hacia una desconexión con el mundo –representada por un espacio que no tiene señal de celular ni wi-fi- impuesta y por lo tanto, rechazada. Mientras Carla comienza una convivencia decidida conscientemente, su hijo es arrastrado a un lugar y a una forma de vida que parece no comprender ni interesarle.
En el primer tramo de la película, el que ocupa el viaje, la llegada y los primeros días en la isla, la voz de Germán aparece desarticulada. Hacia afuera no se expresa, se sostiene en una aparente retracción tímida –que es en verdad, señal de incomodidad- que le vale rápidamente el apodo de “Mudito” (que luego cambiará hacia el más burocrático “El 120”). Pero hacia adentro, como expone la película en ese tramo, la voz bulle, ocupa cada espacio que le permite resaltar esa incomodidad latente en su mudez. Esa voz interna revela una carga de ironía que se abalanza tanto sobre las posibilidades de salirse de ese viaje inicial en barco como de la pareja de su madre o del mozo del restaurant. El rechazo a esa situación se vuelve comentario que se repite quizás en exceso, hasta el punto de correr el riesgo de volverse conservador (como cuando escucha los sonidos de su madre y la pareja en la habitación de al lado). Esa voz comienza a retraerse en algún momento, solo para volver a aparecer ante la frustración derivada del engaño, pero esta vez sin ironías y con el dolor propio del adolecer, que lo termina llevando al consuelo de los brazos de su madre.
Ese proceso de salida de la retracción está marcado no solamente por el encuentro con Ely (Thelma Fardin), sino por un avance que se va produciendo con lentitud en el personaje. Si aún en el primer encuentro con ella persisten los modos relacionados con lo civilizatorio (la prohibición de ella de escribir en la pared de la casa, el pensamiento de Germán sobre su belleza), lo que empieza a surgir es un avance de la naturaleza sobre esa civilización. Germán se despoja de los auriculares que lo aíslan y empieza a relacionarse con el entorno, cuando éste comienza a vislumbrarse como liberador: del mozo que fuma porros al viejo que planta tomates casi obsesivamente (ese momento crucial es cuando lo pone a plantar con él) pasando por el despertar amoroso, pudoroso que provoca Ely, el mundo de Germán empieza a cambiar.
Con alguna tosquedad por momentos, la película refleja ese pasaje desde la observación y el aprendizaje que se deriva de los espacios –la deriva inicial se convierte en espacios para la mirada- en los dibujos de Germán en su cuaderno –no es casual, entonces, que termine dejando inacabado el dibujo de su padre-. Su avance es en dirección inversa a la situación de su madre en el rápido desgaste de la nueva relación: Germán no solamente entra en contacto con el otro, sino que se va revelando el avance de esa naturaleza sobre su integridad. Los bosques, los pájaros, el barro y el río se van adhiriendo a la piel de ese personaje que al comienzo solo parecía ser capaz de observar todo desde la altura (el mirador, el tanque, el borde de la enorme pileta).
La relación con Ely pertenece a esa categoría. La química evidente entre ambos (en la escena en la que le pide que le ponga las gotas en los ojos) se va desarrollando como parte de esa naturaleza humana que los dos dejan avanzar. Si la escena mencionada, con sus planos sugerentes es interrumpida por la aparición del intendente y comienza a plantear una erótica adolescente (soplar los ojos para que se sequen), la secuencia en la que salen a remar hasta una playa alejada lo condensa y expande, resolviéndolo desde el silencio y la sugerencia, antes de la ternura que del erotismo. Si la referencia algo obvia es la de ese higuerón que trepa por las paredes, la resolución de la historia lo reforzará desde la centralidad de esa casa abandonada como refugio que se opone a la decisión del regreso de Clara a Buenos Aires
La amabilidad de Martín García parece hecha, por momentos, como un excesivo paisaje turístico para atraer a los visitantes. Despojada de las aristas áridas de su historia (el lugar fue prisión de disidentes políticos, de presidentes democráticos derrocados, de las comunidades originarias esclavizadas por el roquismo conquistador y hasta supo tener un horno crematorio que la asimila demasiado a los campos de concentración que llegarían años más tarde), se ofrece como territorio deshistorizado, que no puede –ni quiere- pensar los motivos por los cuales luce abandonada (aunque ese mozo fumón al menos parece observarlo cuando piensa en un pasado de esplendor). Ese espacio sin pasado se ofrece como puro presente en el cual es posible encontrar el lugar propio en el mundo. El final, que se ofrece conclusivo, sin embargo, ofrece una clave de eso que la película no puede resolver: ese final feliz no es más que el punto de partida de una tragedia que la convivencia con el resto de los habitantes en la isla hará estallar más temprano que tarde.
Martín García (Argentina, 2024). Dirección: Aníbal Garisto. Guion: Aníbal Garisto, Vanina Sierra. Fotografía: Vanina Margulis. Edición: Andés Tambornino. Elenco: Ignacio Quesada, Thelma Fardín, Rafael Ferro. Duración: 88 minutos.
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