Ha llegado el momento de despedirnos de Gena Rowlands, una de las actrices más grandes de la historia del cine, aun cuando su reconocimiento no fuera igual al de otras de sus contemporáneas, porque lo más importante de su carrera ocurrió lejos de las pantallas de Hollywood. Su lugar fue, en cambio, el cine independiente americano, junto a John Cassavettes, su marido durante treinta años; un trayecto que imaginamos tormentoso, lleno de alcohol, encuentros y desencuentros, pero que generó ocho películas, dirigidas y a veces coprotagonizadas por John y actuadas por Gena, que quedaron en la historia como obras maestras de una contundente perfección, con ese inigualable equilibrio entre lo planificado y lo improvisado que caracterizaba a Cassavettes, con esa pesquisa que ambos llevaban a cabo en el interior de sus personajes, un demoledor pasaje por la duda y la angustia que tiene sus puntos más altos en Opening Night (1977) y Love streams (1984).

La carátula bifronte de la actuación reunida en un solo rostro. La comedia y la tragedia alternándose en un acuerdo extraño, un equilibrio inestable, permanente y misterioso, resumido en la armonía bella y reservada de una cara capaz de decirlo todo, pero también de reservarse lo más profundo, la zona de intimidad oscura en donde se gesta todo aquello que, a falta de mejor definición, llamamos arte. El acceso a ese espacio le estuvo reservado a John Cassavettes así como, en forma recíproca, la entrada al complejo mundo interior de Cassavettes fue un privilegio exclusivo de Gena.  Los amigos de John: Ben Gazzara, Peter Falk, Seymour Cassel, formaban con el director una banda masculina y misógina en la que cada uno de ellos rotaban como alter ego del director. El conjunto formaba una pequeña comunidad de códigos y miradas excluyentes y carismáticas, que hoy quedarían fuera de cualquier canon de corrección política; una banda parecida a la de John Ford y el grupo de irlandeses bebedores que lo acompañaron en sus filmaciones, sin la ventaja del clasicismo costumbrista de estos. Pero Gena era un capítulo aparte, no solo su esposa, también su alter ego femenino, el necesario complemento y balance del equipo masculino, hormonal y desbordado que rodeaba a John. Gena iba más allá, su belleza distinguida y reflexiva incluía y abrazaba un costado masculino que se transmitía a través de su sonrisa, de las inflexiones de una voz de tonos bajos, de cierta ironía que emanaba de su figura. Una aspereza que la completaba, subyaciendo en el interior de ese espléndido cuerpo femenino. Así como John se apropió en forma integral de esa femineidad bella, refinada y salvaje, Gena hizo lo propio con la figura y el espíritu de John. Fue la que consiguió navegar hasta lo más profundo de ese hombre cuyo combustible fue el alcohol, el exceso que lo acompañó durante su borrascosa vida de artista, y lo llevó a una muerte temprana (60 años). Vampirismo recíproco, unión masculina y femenina con pocos iguales en la historia del cine (pienso en Ingmar Bergman y Liv Ullman, pero en esa pareja la relación era de maestro a discípula, en lugar de la democrática y tormentosa igualdad, libre y hasta fraterna de Gena y John). 

Ocho películas juntos, John dirigiendo, Gena interpretando en el más amplio sentido de la palabra; desde el inicio en Shadows (1959) hasta la despedida recíproca en Torrentes de amor (1984). John dirigiría aún otra película: Big trouble (1986) en la que no intervino Gena. La lista de las películas en común se completa con Un niño espera (1963), Faces (1968), Minnie and Moskowitz (1971), Una mujer bajo influencia (1974), Opening Night (1977) y Gloria (1980). Una década y un poco más, prodigiosa. La plasticidad del cuerpo y el rostro de Gena tomando su propio camino, construyendo su propia obra, llena de compasión y comprensión.

Después, qué importa del después. Una gran cantidad de películas que aprovecharon sus intactas dotes de actriz sin acercarse a las cumbres y abismos que había recorrido con Cassavettes. Tal vez puedan rescatarse Another woman (1988) en la que Woody Allen pudo sacar partido de esa figura ya mítica, aunque la película en su conjunto no esté a su altura; y The neon bible (1995) de Terence Davis sobre la novela de John Kennedy Toole.

Todo aquel resplandor mezcla de luces y sombras, quedó atrás. El lugar común sostiene que pervive la obra y, por una vez, el lugar común no se equivoca. La figura espléndida de Gena Rowlands seguirá viviendo en la pantalla.

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