Hay un momento en el que Héctor Chavero deja de ser él mismo para devenir Atahualpa Yupanqui. Ese momento puede cifrarse en la elección del nombre con el que lo conocerá el mundo -y con él a su música-, que proviene de voces quechuas y que significa “Viene de muy lejos para contar historias”. En todo caso, el nombre es el corolario de un proceso previo en el que Héctor Chavero se embarca, a partir de los viajes que lo inician en el territorio de la música argentina. Hacerse a los caminos, subirse a los caballos que lo llevaron más que a lugares, a las historias que después contaría en sus canciones. Historias narradas, como lo recuerda su voz, por hombres de pueblo, por pobres y trabajadores. Sergio Pujol señala dos viajes que resultan iniciáticos. Uno, hacia el norte, donde descubre la vidala y la baguala. El otro, sumándose al proyecto de Isabel Aretz, desde la provincia de Tucumán: mientras ella registra el canto autóctono, Chavero se suma desde la interpretación. Se percibe que en esos trayectos, no solo descubre las historias de los pueblos, sino la necesidad de interpretarlas. “Si yo canto una pena mía, no le interesa a nadie” dice su voz en algún momento: lo que queda es cantar aquello que representa a la gente.

Es interesante que la elección del nombre implica en sí misma la idea de viaje. Yupanqui no es entonces un cantor de una zona determinada, sino que empieza a atravesar los territorios. De alguna manera esa convicción que señala Pujol (“Unió espacios que estaban separados: la zamba y la baguala” como representaciones de la herencia española y lo autóctono), es la que lo lleva a los caminos, pero ahora con su guitarra, su poesía y sus canciones. Unir territorios separados para convertirse, de alguna manera, en la encarnación del folklore argentino. Ir a contar sus historias a otros lugares implica unirlos de alguna manera, desde su figura.

Esa idea está unida con la noción de trashumancia, una palabra que al decir del propio Yupanqui, lo fascinaba. “Trashumante es el que deja atrás el humo de su casa”, dice. El que sale al camino sin saber si va a regresar y en ese caso, cuándo será. Yupanqui sale al camino en su acepción más amplia. Recorre el mundo para transformar en universal su nombre. Atahualpa Yupanqui, un trashumante (Randazzo Abad, 2024) focaliza su búsqueda en el desplazamiento, en el movimiento continuo del personaje por un mundo que se va abriendo hacia él. Algo de ese destino podía advertirse en el conflicto con Lía Valdez, su pareja, por entonces embarazada, cuando descubre la relación de Yupanqui con Nenette Pepin Fitzpatrick. Esa tranquera cerrada se vuelve para Yupanqui, señal de un camino que debe recorrer de allí en más. Caminos que también la política le haría recorrer, cuando su afiliación comunista en épocas del primer peronismo no solo lo llevó a ser detenido y torturado, sino a emprender el exilio interior -en su Cerro Colorado, en esa casa construida en los años de prohibición- y exterior.

En ese contexto es que el documental se despreocupa por construir una biografía estricta -es notable que ello se expresa en el desinterés por reconstruir una cronología discográfica, con la excepción de esa primera grabación de “Caminito del Indio” de 1938-. Incluso las referencias familiares son limitadas, con el elemento nada desdeñable de que Nenette aparece más señalada como influencia musical antes que como su pareja. En todo caso, ese espacio de lo familiar se deja trascender en la recurrencia a las cartas que Yupanqui escribía a su mujer y a su hijo desde las ciudades en las que tocaba. Esas cartas, más que revelar las alternativas musicales de esos viajes, se concentran en la implicancia que tenía el viaje en sí mismo. Si en la primera parte del documental la imagen de Yupanqui aparece señalada en la recurrencia a los caminos de montaña, a los caballos, a los pueblos de provincia -incluso recuperando las escenas de películas en las que actuó -en especial Horizontes de piedra (Viñoly Barreto; 1956) y Zafra (Demare, 1959)-, en un determinado momento trueca hacia las postales de las capitales por las que pasaba, a las imágenes de aviones, trenes, valijas y hoteles, a las casas de quienes lo invitaban, ya sea en Japón o en Francia, a las presentaciones o entrevistas televisivas en Europa. Lo que se pone en escena es el movimiento de Yupanqui, ese ir cada vez más lejos para seguir contando sus historias, incluso en los países en los que no conocían el idioma ni entendían lo que decía (aunque algo tiene que haber allí para que veamos a un japonés en plena calle peatonal cantando “El arriero” en perfecto castellano).

Si el documental no se corre de los elementos que determinaron la fama de Yupanqui -de la persecución del peronismo a su aparente claudicación del comunismo ante Apold; de su encuentro con el musicólogo húngaro Bence que le refiere la relación entre la música pentatónica andina con la de los Cárpatos a sus viajes por Japón; del concierto con Edith Piaf como punto de partida para su reconocimiento en París a su retorno triunfal a Buenos Aires a comienzos de la década del 70-, lo hace para señalarlos como puntos de referencia que sirven para comprender ese pasaje a otros espacios. “El hombre es tierra que anda, así me siento en París” decía su voz, reafirmando ese destino trashumante que había elegido. Entre las voces de quienes lo estudiaron y escribieron, entre los que lo conocieron y los que se convirtieron en fanáticos coleccionistas de su obra y la propia voz de Yupanqui grabada en el pasado y en sus palabras escritas recuperadas por su hijo, Atahualpa Yupanqui, un trashumante se convierte en la forma más contundente de expresar eso que en algún momento dice como respuesta a la pregunta de por qué se fue del país: “Me fui porque tenía necesidad de horizonte”. El documental redescubre esos horizontes pasados, los pone en contexto y cuenta esa necesidad en forma de viaje musical encarnado en el hombre que fue Chavero y en el camino se convirtió en Yupanqui.

Atahualpa Yupanqui, un trashumante (Argentina / Francia / Japón, 2024). Dirección: Federico Randazzo Abad. Guion: Federico Randazzo Abad, Fernando Krapp, Germán Sarsotti. Fotografía: Diego Poleri, Gabriel Alijo, Darío Mascambrone, Connie Martin, Hiroshi Moriya. Edición: Mario Bocchicchio, Federico Randazzo Abad. Duración: 91 minutos.

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