Desde lo fáctico, conocí a Daniel Fanego en alguna de esas tiras televisivas del prime time de la televisión de la década del ‘80, cuyos nombres no recuerdo o se me confunden (en una de ellas, su personaje era un cura, elección extraña, pero que quizás le cayó en suerte por el contraste con su aspecto). Algo similar a lo que me pasó con Pompeyo Audivert, a quien recuerdo con su desquicio controlado haciendo de novio acaramelado de Alejandra Majluf en “Gerente de familia”. Lo importante no es ese conocimiento inicial, en el que personajes y actores ocupan un espacio de tu vida diaria y terminan borrándose con el paso del tiempo. Los actores que consiguen saltar esa barrera lo logran cuando el espectador los descubre como si fuera la primera vez que los ve.

En ese sentido, puedo decir que conocí a Daniel Fanego mucho tiempo después, y que no fue en la televisión, el ámbito en el que quizás más trabajó. Fue hace unos cuantos años, en 2009, en una puesta poderosa de “Medea” en el Teatro San Martín, realizada por Audivert y donde Fanego se medía nada menos que con Cristina Banegas. La primera aparición de Fanego  en ese escenario me resultó imborrable: cada paso que daba ese rey resaltaba su poder; movía –simbólica, metafóricamente- el piso. Solo volví a verlo en teatro siete años más tarde, de nuevo en el San Martín, de nuevo dirigido por Audivert en esa otra maravilla que fue “La farsa de los ausentes” (obra en la que en pleno macrismo triunfante, se traficaba la melodía de “La marcha peronista” desde el teclado de una antigua máquina de escribir).

Así como para mí hay un Daniel Fanego después de esa “Medea”, hay que convenir que había dado algunas señales con anterioridad. Su papel como Alfredo Malaguer, el científico obligado a experimentar con cuerpos humanos en el mega éxito televisivo “Resistirè” fue un primer paso. Al año siguiente, ese Alejandro de Luna de Avellaneda (Campanella, 2004) lograba un brillo propio: no era solamente la oposición entre un personaje que podía parecer despreciable –pero que entendía el funcionamiento del mundo- frente a la empatía de quienes querían salvar al club de barrio. Había algo de verdad desde la gestualidad y la corporalidad que contrarrestaba las ingenuidades del resto de los personajes. Un año más tarde, un brillo similar conseguía en Géminis (Carri, 2005), en especial en esa escena en la que los personajes eligen no ver lo que ocurre, mirando las estrellas en el cielo.

Una percepción comenzaba a surgir: Daniel Fanego no parecía necesitar de papeles protagónicos para refrendar que podía ser un gran actor. Tuvo un par de oportunidades –Rehén de ilusiones (Subiela, 2012), Los condenados (Lacuesta, 2009)-, pero le alcanzaba con personajes aparentemente menores, incluso arquetípicos -el librero Baxter de Necronomicón (Schapses, 2018), el consejero inquisidor de Akelarre (Agüero, 2020), el patriarca familiar de Lobos (Durán, 2019)- para demostrar su peso. Lo que lograba Fanego era hacer que con su sola presencia, cualquier obra fuera mejor. A veces, demostrando involuntariamente y por contraste, la fragilidad, la debilidad de esas películas. El ejemplo más notorio se puede encontrar en Todos tenemos un plan (Piterbarg, 2012), construida como vehículo para Viggo Mortensen y que solo se iluminaba cuando en pantalla aparecía Fanego (o Sofía Gala Castiglione, la mejor actriz de cine argentino, con la que también compartiría reparto en La sabiduría (Pinto, 2019).

La tendencia a encasillar a los actores en un determinado tipo de personajes lo llevó a que asumiera algunos papeles de características similares. Fanego podía componer como nadie esos personajes cuyos dobleces lo transformaban en inquietante (incluso si se trataba de un político, como el Zambrano Paz de El reino), como queda demostrado en El ángel (Ortega, 2018). Pero prefiero recordarlo por los que para mí, son sus mejores trabajos. Por un lado, el periodista de Betibú (Piñeiro, 2014), a mitad de camino entre el investigador policial y el hombre romántico que ve cómo sus métodos de trabajo van quedando de lado en la modernización globalizada. Y esa composición de Aramburu, en uno de los episodios de Eva no duerme, donde entabla un duelo verbal y físico con sus captores de Montoneros en un sótano.

Por eso también resultó extraño verlo en El jockey (Ortega, 2024) sabiendo que ya no está. Que allí el personaje lleve su apellido (“Yo soy Fanego” dice en uno de los diálogos con Osmar Núñez) parece un acto de justicia. Fanego personaje y Fanego actor en un solo cuerpo para decir que allí está, que permanecerá en pantalla. Ese actor que era admirado por Audivert (“Busco actores que me gustan cuando dirijo: Fanego, Carnaghi, Cristina Banegas, ese estilo de personas que tienen una presencia, algo que uno busca tener cuando interpreta”), también lo era para muchos otros. Con su muerte, se va el que quizás haya sido el mejor actor argentino de cine de su tiempo. Y que en esa condición, se transforma en irremplazable. Uno de los pocos. El único, tal vez. No importa. Su muerte deja un espacio vacío, en serio. Y mucha, demasiada tristeza.

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