1. Para quienes tenemos más de 50 años, Rodolfo Livingston está más ligado a su breve paso por la función pública que a la arquitectura. En esos tiempos de finales de la década del 80 y principios de los 90, con el peronismo que acababa de asumir el poder, fue director del Centro Cultural Recoleta, que se convirtió rápidamente durante su gestión en un centro de referencia de la cultura juvenil y de las expresiones de vanguardia. Un big bang irrepetible que posicionó al lugar hasta mucho tiempo después de su paso por allí. En el documental de Sofía Mora, el propio Livingston explica la forma en la que debió renunciar a ese cargo, en parte por la solemnidad de Horacio Salas y en mayor medida por la intención del menemismo de convertir al Centro Cultural en un shopping. Esa experiencia devino en un libro notable que escribió, llamado Memorias de un funcionario, en el que su autor convalidaba en palabras la idea del ejercicio de la función pública como una ruptura del concepto burocrático generalizado. Palabra y obra habían venido a dinamitar los cimientos de una cultura todavía anclada en el vaivén espástico entre los resabios dictatoriales, la liberación de cuerpos y contenidos de la primavera democrática y la construcción de una nueva cultura oficial. Así como Livingston de alguna manera creó el Centro Cultural Recoleta y dejó su marca más allá de su tiempo, también fue ese espacio el que contribuyó a poner de relieve a la persona que estaba detrás del proyecto.
2. “A veces la gente se desclasifica y no obedece el mandato”, dice Livingston mientras en el comienzo muestra la casa de cien años de antigüedad en la que vive. El concepto de desclasificar no proviene de la idea de una competencia, ni de sacar a la luz algo que se encuentra oculto. Alude, con más precisión, a la idea de salirse de clase. De correrse del espacio de una aparente pertenencia (eso que la cultura contemporánea ha querido transformar en el concepto de “zona de confort”, para así despolitizarlo) y dirigirse hacia otro lugar. Apartarse de la clase social de origen, en principio: de esa familia de linaje inglés y fortuna heredada en la rama materna. Pero más que nada, y por sobre todo, correrse del academicismo, romper con las estructuras de pensamiento y de trabajo establecidas por la educación formal. Livingston se corre una y otra vez de esos espacios reductores para ampliar(se) la perspectiva. En el documental dice que fue la Revolución Cubana la que transformó su vida. Pero también estaba su intención de desclasificarse. De todo lo que dice en el documental, no hay historia que le cuadre mejor que la del viaje a Cuba a los 28 años. Ese en el que en el avión era el único que viajaba a la isla, mientras la mayoría hacía el recorrido inverso hacia Miami. “Era el único pasajero que iba al infierno”, dice, irónico, como si en ello pudiera resumir que toda su vida consistió en ese movimiento de ir en contra del camino de las mayorías.
3. La referencia que plantea el título del documental al “método”, le permite correrse del mandato que configura el género, ese que lleva a pensar en lo biográfico como eje inexcusable. Rompiendo esa línea, logra derivar hacia terrenos más interesantes que el de la mera sucesión de fechas y eventos. En todo caso, el pasado es una serie de breves referencias de esas situaciones de quiebre mencionadas anteriormente. Pero no hay una negación de ese pasado, sino un trabajo en el cual se lo reconstituye como una mirada del presente. Cuando el documental se detiene en la obra como arquitecto, la sitúa desde la persistencia en el tiempo. Cuando Livingston vuelve a recorrer los pasillos del Instituto de Astronomía y descubre que se han respetado las áreas de encuentro que diseñó, no puede haber prueba mayor de la permanencia de un trabajo pensado para el beneficio de un grupo pero sobre todo para su permanencia en el tiempo. Lo mismo ocurre con la casa que diseñó para un ex juez en Barracas. En esos espacios, la reaparición física de Livingston pasa más allá de su rol como arquitecto. Hay una relación que trasciende a la construcción de una casa o un edificio y que se ejemplifica en el diálogo que persiste, en la comunión de ideas, en la relación amistosa. De allí que lo que construye Livingston, para el documental, no son solamente edificios, sino una relación con el otro que los excede.
4. La apuesta de Método Livingston es que ese pasado que resulta evidente como “obra” (y como obra se entiende un concepto más abarcativo que el espacio restringido de la práctica como arquitecto) solo tiene sentido en función del presente. Y que ese presente funciona como una afirmación de una trayectoria (entendiendo el concepto como un desarrollo histórico consecuente y coherente). En ese punto confluyen elementos aparentemente diversificados que se nos muestran, como la decisión de enseñar a partir de una experiencia en el Chaco, la relación que mantiene con Alfredo Moffat o la forma en que su actual esposa desarrolla el “método” para la construcción de casas en zonas pobres del conurbano bonaerense. Pero donde esa idea se expresa con mayor claridad es con el azar: ese momento en el que descubre que la abuela del camarógrafo es una novia que tuvo décadas atrás. El reencuentro de ambos en el final, que parece escaparse de la idea central del documental, sin embargo es una afirmación de esa construcción que amalgama el pasado con el presente en una línea inquebrantable.
5. “Yo pienso que es al revés: que la arquitectura sirve para sostener a las enredaderas”, establece Livingston como una definición que subvierte el ordenamiento académico. Pero esa frase provocadora para esos parámetros, se convierte sin embargo en un reflejo de su trayectoria como arquitecto, y del recorrido que elige el propio documental para retratarlo. Las enredaderas, expansivas, lo invaden todo con parsimonia y persistencia. La casa del arquitecto es un ejemplo claro de ello, pero por sobre todo de la forma en que la estructura (en este caso, un techo alto) termina adaptándose a la existencia previa de la enredadera. En el edificio Livingston, eso que está desde antes, esa enredadera que crece es un sistema de ideas y pensamientos que se van reproduciendo y avanzando. La casa es, en todo caso, la estructura que utiliza para afirmarse. La obra es la casa, en un sentido que abandona, de nuevo, los límites de la arquitectura para proyectarse simbólicamente sobre la totalidad del personaje.
6. Sobre ese concepto es que el documental prospera. No sobre la estructuración fija que podría identificarse con ese trazo que Livingston hace para indicar cómo se diseñan los edificios de hoy en día, sino sobre la representación de esa casa construída en Barracas que reniega de la línea recta y que se complace en superponer planos para habitar desde el pensamiento. Mora avanza con su retrato del personaje –un personaje tan poderoso como para ser parte de la historia cultural de la Argentina de las últimas décadas, con lo que ello implica- a sabiendas de que las ideas que se despliegan desde el comienzo son más importantes que la rigidez del edificio en que se apoyan. De alguna manera, entiende que son esas mismas ideas las que proveen la estructura en la que van a sostenerse. De allí se deriva que cuando se vuelve fragmentariamente sobre el pasado alimentado de grabaciones televisivas –y que, entre paréntesis, permite atisbar el enorme abismo entre los modelos televisivos actuales y los de principios de la década del 90- se hace solo como una forma de mostrar el tronco, las raíces de esa enredadera que sigue creciendo. No hay mucho de ellos, pero su disposición aparentemente errática funciona como nudos relacionales: Livingiston enfrentando en un diálogo memorable al Neustadt situado en la cresta de la ola menemista del 90, alrededor del abuso de poder en el que terminó incluyendo al propio programa en el que hablaba y para desarmar un discurso eficientista que mantiene sus raíces en el presente; o en un programa de Mónica Cahen D’Anvers en TN cuestionando desde los mismos 90 la irrupción del neoliberalismo; o en el olvidado ciclo Las unas y los otros en donde se recuerda su famoso acting como linyera en la puerta de una iglesia.
7. Quizás el rescate histórico más preciso sea una participación extraña en el programa La noticia rebelde. Allí, parado en una calle, hace referencia a los enormes paredones laterales de los edificios de la ciudad, como una puja entre la legalidad y el encierro de la gente y el disfrute de la vida y lo natural. Al plantear la necesidad de “hacer igual lo que no los van a dejar hacer” y señalar que el tamaño de las ventanas abiertas en la medianera es la identificación del grado de audacia de cada propietario, se coloca en las antípodas de Leonardo, ese arquitecto snob y legalista de El hombre de al lado. Allí donde Cohn y Duprat, desde la ficción, llevaban al extremo la legalidad tergiversada y absurda (el triunfo del orden por intermedio de la violencia en la película era un signo de los tiempos actuales que estaban por llegar), Livingston conduce al documental hacia el centro de eso que se denomina “método”. Y que, por cierto, se aleja de cualquier idea que pueda relacionarse con lo metódico. Algo anticipa en unas escenas previas a esos momentos, cuando señala que “el fin es el que explica el resultado”, separando la cuestión meramente monetaria o comercial de aquello que viene señalando desde el comienzo: que la arquitectura es el encuentro entre la gente y el espacio. El método Livingston, ese que se asienta en la escucha del otro para entenderlo y proponer soluciones para resolver problemas –y no hay nada más estimulante para una mente inquieta que la posibilidad de resolver problemas-, se desplaza entonces de la expresión de un conocimiento o una sabiduría específicos hacia un concepto, utilizando las palabras del propio Livingston, “hedónico”. El método, al fin, no es más que una forma de ser feliz siendo arquitecto. Y, desde ese lugar, entendemos que durante todo el trayecto ha llevado al documental y a los espectadores hacia ese territorio: ser felices haciendo una película y ser felices mirándola.
Calificación: 7.5/10
Método Livingston (Argentina, 2019). Dirección: Sofía Mora. Producción: Néstor Frenkel. Cámara y Fotografía: Matías Iaccarino. Montaje: Iair Michel Attias. Música: Gonzalo Córdoba. Investigación y guión: Candelaria Frías, Sofía Mora. Sonido: Guido Deniro. Duración: 76 minutos.
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