* En el comienzo de La vida a oscuras, Fernando Martín Peña coloca el rollo de una película en el proyector de la sala de la ENERC. Cuando ha entrado la gente -en algunas funciones él está en la entrada y a veces a la salida, en la puerta-, presenta la película y luego la proyecta. La escena se repetirá a lo largo del documental en el Malba -donde además corta las entradas- o en la pequeña sala donde tiene otro ciclo -en la que arma la pantalla y espera al público sentado en el jardín-. Al final de cada una de esas proyecciones, Peña se va solo llevando en un bolso las latas con el material fílmico. Se puede pensar entonces a Peña como un “hombre orquesta”, alguien que puede cubrir la totalidad del espectro de las acciones que implican proyectar una película. En alguna medida, parece rebajar su capacidad de trabajo cuando dice que “aprendí a proyectar para poder hacerlo” -como si se tratara de una necesidad que pide el cuerpo propio más que el entorno- o cuando señala que hace todo él porque con lo que gana no puede pagar el trabajo de otra persona. De una manera o de otra, eso que alguien podría pensar como limitaciones no lo detuvieron, sino que, por el contrario, lo impulsaron a seguir haciendo y yendo siempre un poco más allá de lo esperado.

* Hay otra dimensión de esa capacidad para hacer que no pasa por lo que el público ve -sus ciclos en diferentes espacios, el histórico Filmoteca al que la gente considera un refugio- y que es lo que el documental pone a la luz. La vida a oscuras de Peña no es tanto la del momento de la proyección, sino todo lo que se organiza antes de llegar a ese instante. Para poder llegar a programar, Peña se tuvo que convertir antes en un coleccionista precoz. Para sostener ese coleccionismo, va donde lo llaman o donde le avisan para rescatar material que de otra manera terminaría en un volquete. Después mira las copias -la moviola y el proyector en su casa son casi los únicos elementos tecnológicos necesarios para sobrevivir-, las rotula, construye una casa/torre donde alojarlas, clasificadas y mantenidas a la temperatura correcta para evitar su degradación. Las “revisa” como si se tratara de un médico para detectar la presencia de la enfermedad que puede llevarlas a su desaparición física y, de ser necesario, les prescribe curas de aire, salidas para que respiren un aire más fresco que el del encierro, para extender su existencia. “Se puede prescindir de una casa, de tener hijos, de una cama, pero no se puede prescindir de las películas” ha dicho en alguna entrevista. La imagen que recorre la casa y nos muestra la acumulación de latas apiladas hasta en el baño, mientras a Peña se lo ve reducido a un pequeño espacio de un escritorio mientras escribe en una notebook, parecen dar cuenta certera de ello.

* La paradoja es la siguiente. La vida de Peña está relacionada con esa multiplicidad de oscuridades. La de la sala de cine, espacio central de sus acciones; la del depósito donde se guardan las latas con las películas; y también la de las mismas latas, que muchas veces esconden lo inesperado. El documental no hace hincapié en ello, pero la historia de Peña tiene varios hitos respecto de encontrar en la oscuridad de las latas lo que se creía perdido, como un reflejo de los casos que expone en las presentaciones en el Malba, como el hallazgo de The Unknown en la Cinemateca de París (las más recordadas son la escena recuperada de The Blacksmith y la versión original de Metropolis). Y es que, justamente, el ejercicio central de la tarea de Peña es sacar a la luz, poner en escena los hallazgos, darle una vida suplementaria a ese material que de otra manera quedaría guardado y a oscuras. Hay un momento que revela de manera contundente esa visión: cuando habla de las películas que se deterioran, remarca que cuando detecta que ya ese deterioro se vuelve irreversible, en lugar de guardarla, la programa una última vez para darle “una despedida digna” hasta que aparezca otra copia en fílmico. O lo que es lo mismo: seguir dándoles luz mientras resistan.

* Lo que circula por debajo en el documental es la persistencia de Peña en una acción que, en el entorno en que se desarrolla, se vuelve una y otra vez un ejercicio a contracorriente. Un ejemplo: en un tiempo en el que se piensa en la restauración de las películas -lo cual es también necesario como lo revelan las numerosas copias nuevas de películas de cine mudo, de una belleza que resalta su modernidad-, Peña piensa en la necesidad de restaurar las audiencias. De seguir proyectando para que el cine encuentre su público, y especialmente para que la gente vuelva al cine como espacio de experiencia. Parte de esa búsqueda parece cumplirse: basta con ver la cantidad de público en la sala de la ENERC para ver un clásico de cine negro o una de los hermanos Marx. El ejemplo más claro aparece cuando justifica la acción: “Sigo proyectando películas de esta forma para poder seguir viéndolas de esta manera”. El propósito se vuelve doble: exponer, exhibir para el otro, pero también para uno mismo. Un placer individual que se propone colectivo: una forma de resistir y permanecer en el mundo fílmico.

* La persistencia de Peña se propone como una contraposición con lo digital. No se trata solamente de que a éste no le encuentra matices, sino de algo más profundo. “En la película está la imagen, y para mí es una diferencia sustancial”, dice estableciendo, en ese punto, el primer indicio de la diferencia. En lo digital falta algo que no está más que en una pantalla o con el formato de un archivo digital. Es interesante, entonces, que plantee la proyección en fílmico como “la posibilidad de apreciar algo de otro orden”. Algo que se ha vuelto extraordinario, una rareza (lo que conecta con el documental La proyección del mundo, en el que Carlos Vallina muestra una clase de Peña en La Plata, donde proyecta películas en fílmico a los estudiantes), una experiencia de otro tiempo incrustada en la aparente modernidad. Por sobre todo la diferencia está planteada en la relación que la película establece con los sentidos. Para el espectador, todo se reduce a dos sentidos: la vista y el oído. Para Peña esa relación se multiplica y se verifica en otras medidas. Lo visual ya no se limita solo a lo proyectado, sino que implica la visualización de los cuadros de la película y su pasaje por la moviola, con la posibilidad de detenerse en el detalle. Lo sonoro se amplia cuando el propio Peña traduce los intertítulos desde la cabina o cuando propone la musicalización de películas mudas en vivo, que aparecen como intervenciones más o menos profundas en el espacio sonoro. La diferencia más radical está en los otros sentidos. Una película habilita el contacto, la manipulación del rollo en el proyector, involucra lo táctil -de la misma manera en que puede hacerlo cuando alguna copia con algún detalle lo obliga a permanecer junto al proyector para intervenir y salvar el problema manualmente- más allá del traslado de las copias en latas. Y también su posible deterioro reclama lo olfativo: Peña recorre, revisando periódicamente el olor que despiden las copias para detectar posibles señales de un proceso que puede terminar en la descomposición. Una película ya no es una experiencia en dos dimensiones, sino desde la perspectiva de Peña se vuelve de cuatro.

* Hay un elemento más que revela ese recorrido de Peña contra la corriente. Si puede parecer contradictoria su mirada sobre la casa en la que habita con las películas (que va desde verla como refugio a ser una condena) es notorio que su visión sobre el pasado (las películas) y el presente (su estar con ellas) implica una proyección a futuro que se despega de lo tecnológico y sus avances. El futuro es cuando ya no esté, y que implica que esa colección pasará al Estado. Allí hay otra clave. Peña invierte la terminología habitual, para revelar el estado de las cosas. Ante un Estado que parece negarse a reglamentar la ley que creó la Cinemateca Argentina tras tantos años de su sanción, elige actuar para evitar la pérdida. La creación del espacio que resguarda esas copias es una iniciativa individual pero con una perspectiva colectiva. Preservar mientras el que lo tiene que hacer no lo hace no solo es un ejemplo extraño (los privados suelen no hacerse cargo de lo que podría hacer el Estado, sobre todo si implica desembolsar dinero sin un beneficio palpable), sino que se vuelve una decisión política que viene a contraponerse a otra (la del abandono). Es allí que en ese registro, La vida a oscuras no solo da cuenta de la relación de Peña con las películas -como muestra vale esa escena en la que el reflejo de lo proyectado en el vidrio de la cabina se sobreimprime sobre su rostro, igualándolos-, sino que por debajo de ese relato sobre un personaje se transforma en una película de una profundidad política que la mayoría de sus contemporáneas no han podido -o no han querido- alcanzar.

La vida a oscuras (Argentina, 2023). Guion y dirección: Enrique Bellande. Fotografía y cámara: Enrique Bellande y Santiago Melazzini. Montaje: Andrés Tambornino. Diseño de sonido: Pablo Gamberg. Sonido directo: Ulises Rosell, Pablo Gamberg y Enrique Bellande. Música: Fernando Kabusacki. Producción ejecutiva: Pablo Chernov. Elenco: Fernando Martín Peña. Duración: 74 minutos.

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