No sería una exageración afirmar que la de Indiana Jones es una de las sagas fundamentales de la historia del cine. Una saga que comenzó con aquella remota y muy divertida Los cazadores del arca perdida (1981). En aquella película inicial e iniciática lo que parecía demostrar Steven Spielberg era que más que filmar una película estaba afinando la puntería para que sus intentos posteriores no fueran mejores sino perfectos. Y de ese ajustar y afinar derivaron las dos magistrales películas que le sucedieron: tanto Indiana Jones y El templo de la perdición (1984) como Indiana Jones y La última cruzada (1989) están entre lo mejor que filmó Spielberg (junto a otras, claro).

En el comienzo de Indiana Jones y El templo de la perdición, la cantante «Willie» Scott (la bellísima Kate Capshaw) nos anuncia que «todo vale» y ese anuncio casi puede tomarse como una promesa. Todo vale, todo es posible: comenzar negociando la entrega de un diamante en un refinado cabaret de Shanghai  y terminar rescatando a cientos de niños robados de una aldea de la India. En medio de eso: la acción, la aventura, el humor, el horror, los homenajes a los viejos seriales de aventuras y hasta un leve aroma a novela de Salgari.

Indiana Jones y la última cruzada es una obra maestra y una película que puede verse y disfrutarse una y otra vez. Un prólogo prodigioso que devela y revela algunos pequeños y grandes misterios de la saga y del protagonista: el origen del sombrero, la cicatriz en el mentón, la aversión a las culebras, el porqué del «Indiana» y de la obstinación: el no claudicar del arqueólogo. La búsqueda del Santo Grial: padre e hijo en una aventura sin tiempo. La química entre Harrison Ford y Sean Connery y el equilibrio perfecto de comedia y película de aventuras: el cierre glorioso de una trilogía extraordinaria. 

Es por eso que el estreno de Indiana Jones y El reino de la calavera de cristal» (2008) fue como una puñalada artera, ruin e inesperada en la espalda de los seguidores de la saga y de cualquier espectador sensible (paradojas de esos/estos tiempos: la más taquillera de todas). Una película sin gracia, sin nervio, sosa, chirle, sin pasión. Una película indigna de la saga y, ni hablar, indigna de un director como Steven Spielberg. Siempre seguirá flotando la pregunta inevitable: ¿qué necesidad había de hacerla? Y es una pregunta que nunca se responderá cabalmente. Un desastre fílmico por donde se lo analice.

Y es también por eso que el comienzo de la filmación de esta quinta entrega, quince años después de su antecesora, se prestaba a una cierta desconfianza sobre el resultado final. Afortunadamente, la propia película se encarga de barrer con los rictus de dudas o los pensamientos escépticos.

La saga necesitaba esta película y este cierre. El despropósito de la cuarta no podía quedar impune. Y es una suerte que este proyecto haya caído en las manos de este gran director no debidamente reconocido que es James Mangold.

Indiana Jones y el dial del destino: no parece casual que el objeto buscado, deseado, perseguido y disputado sea un artefacto capaz de influir, alterar el tiempo o que permita viajar en él. Porque el tema de esta Indiana Jones es el tiempo; el histórico, el general y el particular. Las cosas han cambiado: Indiana Jones/Harrison Ford ha envejecido. Después de ese prólogo que transcurre en el pasado, durante el saqueo y pillaje nazi, con una excelente secuencia en un tren, Mangold decide trasladarnos al presente con una escena audaz: Indiana Jones se despierta sobresaltado por la música de sus vecinos a todo lo que da (que escuchan, no casualmente, «Gira mágica y misteriosa» de los Beatles) y vemos a IJ/HF de frente, en calzoncillos, mostrando su decadencia y decrepitud física, osadía infrecuente en el cine de hoy, temeroso y reacio a exhibir arrugas, defectos o imperfecciones.

No sólo eso ha cambiado: mientras en las primeras películas veíamos escenas con las clases del profesor Jones colmadas de un alumnado interesado/embelesado, acá sólo se percibe en sus aulas raleadas el aburrimiento y la indiferencia (y dificultad del profesor para lidiar con la precaria tecnología de esos tiempos).

Pero no es sólo el tiempo lo que se ha ido escurriendo sino que tampoco están los seres amados: Indiana Jones ha perdido a su padre, aún vigente en alguna foto vista a la pasada, pero también ha perdido a su hijo: en la guerra, por litigios banales, por rencillas tontas entre padres e hijos. Ese dolor irreparable también le ha hecho perder a su esposa/pareja/compañera Marion (Karen Allen). Una angustia tangible, sólida, casi corpórea que los toques de humor o comedia no logran ahuyentar.

Y ya no hay un hijo pero hay una ahijada: Helena (Phoebe Waller-Bridge), la hija de su amigo Basil (Toby Jones). Una par. Alguien que sigue el camino de su padrino, alguien que une la pasión intelectual con la acción física (hermosa escena la de la moto metiéndose casi debajo del avión bajo una lluvia torrencial), como si fuera una posible «continuadora» de esta saga magnífica.

Vencidos, como corresponde, los villanos y superados los infaltables toques fantásticos (¡ese avión atravesado por un arpón gigante!) que tienen todos los capítulos de la saga, el final de Indiana Jones y el dial del destino es de pocas palabras y de escasas explicaciones pero de altísima emoción porque no sólo está terminando una película, está concluyendo una saga que nos hizo mejores espectadores y también personas más felices.   

Indiana Jones y el dial del destino (Indiana Jones and the Dial of Destiny, Estados Unidos, 2023). Dirección: James Mangold. Guion: James Mangold, Jez Butterworth, John-Henry Buttenworth, David Koepp. Fotografía: Phedon Papamichael. Montaje: Andrew Buckland, Michael McCusker, Dirk Westervelt. Elenco: Harrison Ford, Phoebe Waller-Bridge, Mads Mikkelsen, Antonio Banderas, Toby Jones, Karen Allen, Ethann Isidore. Duración: 154 minutos.

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