nandu“A mí Tarantino me la pone dura. Y con la erección de cine viene todo, también la política” dice José Miccio en diálogo con Marcos Vieytes en Hacerse la crítica. Ahí mismo expresa “un hartazgo por los lugares comunes del altomodernismo, la moral rivettiana y qué sé yo”. No hace falta que Miccio aclare el «qué se yo» (o por qué le molesta el adjetivo “deshistorizado”): esas son las retóricas bastardas que tiene la crítica condescendiente para hacerle un guiño a su lector modélico, que disfruta viendo quemar muñecos de paja (según la conocida falacia del mismo nombre).

Desde ya, podemos decir que toda su nota sobre El país del cine abusa de lo mismo que acabo de hacer en el párrafo anterior: extraer dos o tres frases, caricaturizarlas, y sacar una conclusión estentórea y autoindulgente. Así que por mi parte voy a extender mi lectura un poco más, acorde a la larga nota en la que Miccio desmerece un libro de 400 páginas con tiros por elevación, resúmenes vagos e inferencias dudosas, todo regado con ese estilo brusco e irónico que es menester en el crítico que está de vuelta. El problema es que nunca sabemos desde que lugar lo hace, simplemente porque no lo explicita y da por descontado su propio “deber ser”. Del mismo modo, el conveniente inconveniente es dejar de lado el contexto de escritura (empezando por el del libro mismo) y reducir todo a la curiosa “particularidad” de un crítico o cineasta, como si no hubiera tradiciones intelectuales en disputa…

Miccio lo asume, a su manera, cuando estalla: “es como si los viejos reclamos de la izquierda más cabeza dura volvieran a pedir audiencia y un tipo sacrificara su energía para que se expresaran de nuevo, como si tuvieran algo que decirnos”. Podríamos devolverle la atención y decir (más acorde con los tiempos): es como si los viejos reclamos de la derecha más cabeza dura volvieran a pedir audiencia y un tipo les regalara su energía para que se expresen de nuevo, como si tuvieran algo que decirnos. Pero claro: siempre tienen algo para decirnos, sin jamás preocuparse por revisar sus propios presupuestos (es decir, como pura  ideología). Así que a desbrozar apenas un poco esa suma de (pre)juicios, articulados en una sola frase y expresados con la soberbia y el desprecio de una crítica arrogante y autosatisfecha, van destinados los parágrafos que siguen.

1.

Como señala Miccio, El país del cine reúne textos publicados en diversos medios a lo largo de varios años. Lo que se cuida de reponer son las circunstancias que lo hacen “singular”, más allá del “interés” que encuentra en exaltar sus deméritos. Es decir, elide los contextos polémicos en que esos textos se escribieron e inscribieron, así como el desarrollo y reenvíos que tienen entre sí (dejando también las extendidas notas al pie que trazan líneas de lectura), enfocando distintos aspectos de la cuestión. No se trata de un mapa armado de antemano, sino de un camino posible encontrado al poner los textos mismos en relación, desde aquellos que tuvieron origen en la visión de películas concretas a los que repasan sendas filmografías, los que trazan genealogías o esbozan una “mancha temática” (por decirlo en términos de Viñas), para constatar al menos una “coherencia” que el crítico trasmuta en defecto.

Miccio prefiere resumir y subsumir todo en un solo “punto de partida”, que sería “un malestar ideológico profundo” (la clave, por supuesto, está en lo “ideológico”, que define a su vez el malestar del reseñista): “Prividera identifica en las películas del Nuevo Cine Argentino (y en la crítica que las celebra o cuestiona, e incluso en el país en el que nacen) un déficit de historicidad”. Vaya uno a saber qué significa eso de “el país en que nacen”, salvo una lectura pueril del título del libro, que es de algún modo el sistema de lectura que Miccio emplea para el resto de las 400 páginas. Lo evidente es que la crítica que las celebra no es igual a la que las cuestiona, y que no se trata de un conjunto exhaustivo ni homogéneo. Es Miccio quien “identifica” todo en un solo “malestar”, además reducido a lo personal (psicologismo abandonado hasta por el mismo Freud en El malestar en la cultura).

vlcsnap-2016-07-01-17h06m00s200Ciertamente hay un “déficit de historicidad”, y su propia crítica lo demuestra: es su propia “renuncia” lo que le hace ver “nombres distintos y equivalentes” que dan cuenta de un mismo “vaciamiento ideológico” (una vez más, la palabra que aquí lo disgusta es “ideológico”). Miccio me acusa de no tener “una teoría, como dice en algún momento que toda crítica debe tener. Lo que tiene es una certeza”, explicitando ahí una suerte de pecado original (el llamado cine de tesis, que sería equivalente a las tesis sobre el cine) que los críticos verdaderamente justos o sagaces descartarían… Habría mucho para decir sobre ese actual prejuicio sobre lo programático, como si toda la historia del arte occidental se asentara en otra cosa, y ante todo sobre esa visión adánica del hacer (que esconde, sí, sus condiciones de producción, con perdón de la palabra), pero detengámonos en la betenoire del crítico en sus propias palabras: el “furor historizante”.

He ahí “la expresión de una teoría que podría recuperarse prestando la suficiente atención”: la “garantía primera y última del juicio estético” sería abandonar ese “furor” (curioso que Miccio lo llame “historizante” y no “historicista”, lo que merecería otra réplica). Y es que lo que parece molestar más al crítico es la “tozudez”, acaso más si la acompaña una “energía admirable”. Lo sabemos: no toda tesis es certera, no toda energía es sustentable. Por eso las 400 páginas, que pese a su largueza avisan desde el subtítulo que son apenas apuntes “para una historia política” que otros escribirán, acaso, con mejor suerte (sobre todo si encuentran lectores más atentos).

Miccio no lee las pacientes argumentaciones sobre Invasión o La libertad, que discuten con Oubiña y Quintín, respectivamente, y atraviesan varios textos del libro. En el primer caso para poner en duda esa visión tranquilizadora que ve una ruptura insalvable entre vanguardia estética y política (The players… en lugar de los films de Bejo y Ludueña o La pieza de Franz del mismo Fisherman), y en el segundo para interrogar los modos en que se construye una canonización (y que responden a una compleja red de lecturas e instituciones, que nada tienen que ver con la pureza platónica de la “cinefilia”). Pero su lectura sesgada llega al absurdo de contradecirse casi en el mismo párrafo (sobre todo si parece condescender al elogio), como cuando dice que “el mayor acierto de El país del cine es también una discusión con Otros mundos, aunque nunca declarada”, luego de haber afirmado quelas diferencias entre ellos “son explícitas y profundas”.

Ese libro señero es puesto en cuestión abiertamente en el segmento titulado “(Des)encuentros con el pueblo”, tan claramente que en su posterior libro Más allá del pueblo Aguilar acusa recibo imputándome “un horror al vacío que no soporta las ambivalencias ni el juego de las interpretaciones”. Ante mi señalamiento de que esa lectura era por demás contradictoria con la de la película que esa nota al pié estaba comentando (en su generoso texto sobre M titulado “Con el cuerpo en el laberinto”), tuvo la deferencia de invitarme a presentar su libro, cosa que agradecí en la misma oportunidad porque ese gesto no suele abundar. Más bien se suele proceder del modo en que lo hace Miccio, siendo más papista que el Papa: condescendiente con Otros mundos mientras le cuenta las costillas a El país del cine.

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“Ahí donde Aguilar celebra el triunfo y la consolidación del Nuevo Cine Argentino, Prividera señala su tara de origen e intenta explicar a partir de ella su debilidad”. Sea. Pero la descripción pronto deriva en una valoración que habla de su propia vara: “Ahí donde Aguilar se esfuerza por hablar en cada caso la lengua de la película que analiza, Prividera se muestra el severo guardián de su coherencia y pronuncia las mismas palabras siempre”. No es que Aguilar no tenga sus repeticiones ni yo mis particularizaciones, pero de lo que se trata es, precisamente, de poder “generalizar” para hablar sin quedar presos de la “lengua”. Él mismo Miccio destaca, para introducir una variación en su cerrado vituperio, “el señalamiento que hace Prividera acerca de cómo los modos de financiamiento del cine independiente se corresponden con una cierta homogeneización de las películas, que (…) tritura diferencias en fórmulas seguras”. Pero su misma nota (o el mismo libro de Aguilar) no deja de apelar a fórmulas y axiomas, que no se preocupa en demostrar simplemente porque constituyen a esta altura un asumido consenso (al que al menos el libro de Aguilar ayudó a construir, no solo a usufructuar).

Dice un libro de próxima aparición que comparte con Otros mundos presupuestos y hasta un mismo corpus (como si nada nuevo hubiera sucedido en los últimos diez años): “Ya no se trata de huir imaginariamente del padre para terminar estampados en la dura realidad del fracaso, sino que se puede ir más allá de él si se desarticula el dispositivo de enunciación que lo sostiene y se logra construir una enunciación diferente”. El autor se refiere, claro, a las películas iniciales del Nuevo Cine Argentino, pero bien podría formularse lo mismo sobre su propio discurso crítico, incapaz de ir más allá de lo establecido hace ya más de una década en Otros mundos. Allí, según resume Miccio, se “establece una diferencia entre el NCA y el cine argentino de los 80”, como si antes de ese aparente desierto no hubiera nada. Es la misma idea que proponía Sergio Wolf en los 90 al mentar a esos cineastas emergentes como “una generación de huérfanos”, término que también discuto largamente en mi libro y que Miccio ni siquiera menciona. No es solo que el crítico no vea ningún mérito en intentar establecer continuidades o genealogías, sino que ni siquiera quiere advertir que el libro mismo es antes que nada un gesto, más allá de sus discutibles proposiciones: lo que señala es la voluntad de pensar esa tierra baldía de la que pareció surgir el NCA de los 90 y (re)establecer su relación con el viejo NCA surgido treinta años antes.

El país del cine busca discutir ese nombre común, esa repetición casi invisibilizada, más que solicitar la bendición o maldición por sus afirmaciones. Pero Miccio, como otros críticos del libro, parecen más preocupados por juzgar mi propia posición en ese campo que por pensar el campo mismo (en términos de Bourdieu y sus “reglas del arte”). O desestimar toda discusión histórica aduciendo que “el lenguaje se le vuelve antiguo y ortodoxo” (ya veremos qué se elude también en esa acusación lexical), como si su discurso regado de giros displicentes no fuera en sí mismo una muestra rancia de una lenguamás preocupada por expeler epigramas que por discutir ideas.

Pues no, no se trata de que “el cine tiene una obligación moral con la Historia”, sino de que el cine (y es un argumento más viejo que Bazin) trabaja inevitablemente inmerso en una Historia y capturando de modo sinuoso algo que podemos llamar “realidad” (aunque discutamos su ontología). De hecho las disputas por el sentido de esa realidad definen toda filosofía / política. Por eso, por ejemplo, hay  películas que “cuentan con apoyos que las dotan de visibilidad, y que nada le dan al cine, y nadie lo dice con el ahínco tal vez necesario”… Todo está relacionado de un modo u otro, pero intentar relaciones que vayan más allá de los géneros le parece sospechoso al crítico borgeano que se pasó por alto las lecciones de “Funes, el memorioso”.

Es obvio que la relación entre cine y política, o cine y moral, o aquello contra lo que inevitablemente se mide (como la misma “realidad” a la que alude fantasmáticamente) es una cosa compleja, y es mejor no ser reduccionista. Nunca expresé otra cosa. Lo que digo es que ese no es motivo para no proponer hipótesis o lecturas que vayan más allá de aproximarse a las películas de modo impresionista, como si fuesen mónadas que flotan en una suerte de limbo, sin poder establecer relaciones y distancias. Por lo pronto, “la distancia entre cinefilia y comunismo” de la que habla Rancière en una cita que me propina Miccio no se reduce a tener que optar entre esos colectivos acaso imaginarios. Lo que hace ahí Rancière es justamente historizar una experiencia, como lo hace Daney en “El travelling de Kapo”. Es precisamente lo que Miccio no hace en esta nota, y que yo intenté hacer a mi manera en este libro.

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No soy yo quien dice que hay cosas “que no deberían hacerse nunca” sino el propio Miccio en su nunca enunciado credo, aunque lo deja claro entre líneas. Para él hay “lecturas sintomáticas que funcionan bien cuando trabajan con obras de arte débiles, incapaces de ofrecer resistencia a la interpretación, Pero trastabillan cuando enfrentan obras notables”, porque en el cine “el objeto en cuestión es el síntoma mismo”. He ahí un axioma que el crítico miniaturista no se complace en  discutir, del mismo modo en que da por hecho el canon de las “obras notables” (porque si algo nunca se pone en cuestión es el canon, claro). Todo lo que implique algo más quedaría fuera de los dominios de la crítica, que abomina tanto de los “preceptistas” (acusación que Miccio me perdona) como de los “moralistas”, porque el arte solo se expresa a sí mismo, como una tautología… Si todo esto suena irremediablemente “antiguo y ortodoxo” es porque lo es.

Es el viejo truco del doble estándar, cuando se asume como fraseología de sentido común: nunca dar cuenta de la propia vara, y aplicársela a todo lo que no comulgue con el propio “gusto”. Así, hay moralistas y quienes estarían por fuera de toda crítica del juicio (como si el nihilismo fuera ex nihilo y no parte de una genealogía de la moral), y críticos empeñados en pensar el canon y no su construcción. “En efecto, Historia es también sinónimo de tradición”, según la glosa ofuscada de Miccio. Por eso la noción de tradición es más productiva que la de canon, porque una implica cambio y la otra institucionalización. A un crítico que piensa la tradición no le interesa decidir si una película es “excelente” (dejo ese sistema de estrellas a Miccio, que me adosa la palabrita alegremente). Tampoco podría decir de una película que “vive en el error” (cada película vive como puede). De lo que se trata es de pensar en su lugar relativo dentro de un campo específico: el NCA dentro dela historia mayor del cine argentino, y este en relación a la(s) historia(s) del cine.Es decir, lo que debiera interesar a cualquier crítico o cineasta que pretenda pensar su práctica y no aplicar ciegamente su preceptiva.

Lo que significa, en principio,no confundir análisis con hacer, momentos distintos más allá de su inseparable dialéctica. Un ejemplo de esa mirada bifronte es Tierra de los padres (zona de experimentación previa a El país del cine), donde el “azar” no es expulsado sino puesto a jugar en relación con un “programa” a poner a prueba. Porque creer que los cineastas no reflexionan es en sí todo un programa crítico, además de una falacia: hay programa en La libertad, y en cualquier “obra notable” que se quiera citar. Hasta los surrealistas tenían uno… Simplemente se trata de programas u objetivos diferentes, que aun así pueden confluir o iluminarse mutuamente (hasta en la obra de un mismo cineasta, verbigracia Buñuel). Es decir: las poéticas siempre son políticas, pero (por eso) no plantean disyunciones excluyentes, así como las lecturas críticas tampoco exigen la exclusión de otras lecturas. Salvo para quien les hace decir lo que no dicen para después darlas por muertas.

“Prividera lo dice con todas las letras, y hay que agradecerle su honestidad. Castro es un ejemplo de neofloridismoahistórico y degradado”: nunca podría decir con todas las letras “neofloridismoahistórico” (menos en comparación con Invasión, que no participa de ningún boedismo) ni tampoco hablar de “degradación” como si hubiera un modelo a repetir. Todas esas acusaciones insistentes (esos adjetivos denigrantes típicos del crítico al que se le para o no) son para concluir palmariamente que “todo es uniforme”, cuando el libro trabaja sobre muchos “matices” que se dejan de lado (como mi crítica a Infancia clandestina, por ejemplo) para hacer lo que me critica: no se detiene en las “particularidades” de El país del cine, aquellas que matizan esas afirmaciones que vuelven “monocorde” su propia lectura. Tampoco explicita que sus propias particularidades como lector coinciden con el canon, es decir, se proponen como ejemplares sin mayor prueba. He ahí el orden invisible nunca puesto en duda.

Desde ya, cuando uno hace el esfuerzo de sistematizar (otra palabra prohibida) en algún momento traza algún “ordenamiento” posible. Pero ese pecado venial suele derivar en el pecado mortal dehistorizar, sobre todo porque implica relativizar los cánones. De ahí otro prejuicio: “El juicio es siempre más generoso con los viejos que con los jóvenes”. No es así, de ningún modo. Lo que sucede es que los viejos están más cerca de la tragedia que de la farsa (para decirlo en palabras de alguien que sabía leer las tradiciones), y los jóvenes de habitar una farsa que no asume su origen trágico (lo que los deja en la mera repetición de un negado duelo no resuelto): “El saber nietzscheano es jovial no porque desconoce la lógica del terror del nihilismo que anuncia. Si se quita la percepción del terror, la jovialidad niestzscheana se transforma en una alegría banal. Así es como se llega a los talleres de entusiasmo que dicta Alejandro Rozitchner”, dice Oscar Cuervo en otro de esos blogs con los que Miccio colabora pero al parecer no lee. El resultado es banalizar o eludir discusiones que podrían iluminarnos (como la de los Rozitchner, otra muestra de la “novela familiar” de la cultura argentina).

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“El poder de autojustificación de la forma debe parecerle un desvarío metafísico” dice un autojustificado Miccio, como si debiéramos rendirnos ante el nonsense o no cuestionar a Leonardo Favio (cuya excepcionalidad debe ser pura “felicidad” y no un problema), lo que sería un ejemplo vernáculo de ese viejo poder autojustificatorio, de ese ‘estado de excepción’ que el arte reclamaría para sí desde tiempos primordiales. No se trata de metafísica, claro, sino de política. Una cuestión tan vieja como la filosofía (“todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos”, decía Borges glosando a Coleridge). Pero Miccio salva 2500 años de querellas sobre el arte arguyendo que sería “un reclamo problemático al menos desde que su autonomía se convirtió en un dato sociológico ineludible y los juicios basados en la religión y la moral pública perdieron autoridad”. Tal parece que llegó el fin de la historia (del arte al menos, diría Danto) y algunos todavía insistimos en no darnos cuenta. Nos quedamos en el 45 (en 1845…).

De ahí que el furor retórico de Miccio prefiera endilgarme sus propios prejuicios, como cuando me acusa de hablar  de “decandentismo” en el sentido del marxismo “oficial” (!) o lukácsiano, mientras que por contexto es evidente que me refiero a su uso decimonónico… Y así con prácticamente toda su argumentación, que hace cancherismo más que cahierismo (incluyendo la infaltable corrección sintáctica). Porque tampoco alcanza con declararse partidario de “periodos  gloriosos” de tal o cual arte (hay ejemplos para todo):te puede gustar más Fassbinder que Kluge, digamos, pero ahí es donde las particularidades no resuelven el problema,  como tampoco lo hace el mero acuerdo. (Ahí en el medio está Godard, por ejemplo, justamente, del que se suele “amar” sus películas de los 60 y despreciar el resto, sin ver ni entender la continuidad en la ruptura.)  Para comprender eso hay que teorizar, qué le vamos a hacer.

Dice Lucas Rubinich, ex rector de Ciencias Sociales (la facultad más odiada por los críticos superados): “Un fantasma hegemónico se asentó (en grado distinto de acuerdo a los estilos) en la cultura y la política, es el individualismo pragmático. La coyuntura política en esta  época es agotadora: porque es hecho contra hecho, sin trascendencias que los contengan. Solo los colectivos sociales fuertes construyen trascendencias, aun pudiendo tener sentidos morales radicalmente distintos”. No asumir eso (incluso desde la corrección política) es el imperativo ciego de la época, que nos deja en  manos de eseindividualismo pragmático o nihilismo hedonista. Cuando hablo de la “cinefilia entregada a sus placeres perversos” (otra cita que Miccio recorta para el escarnio) me refiero precisamente a eso: a no poder ver esa dimensión política del cine, tan propia de la construcción de la subjetividad como ese puro deseo que suele invocarse por toda razón. “Este modo de entender el cine eslo que borronea todo, incluso sus propios aciertos”, dice Miccio sin verse en el espejo.

Un ejemplo más de este método forense: lo cuestionable no es “la realización de cosas inútiles” (frase que el crítico forense extrae de mi crítica a Historias extraordinarias) sino el sistema del que forman o no parte, y por eso el ejemplo de la patafísica de Jarry como burla al positivismo. Pero a Miccio le basta ese enunciado para hacer una improbable cadena borgeana que me haría detestar, entre otras cosas, “los rompecabezas, el cine musical, las adivinanzas, el azar objetivo, Intriga internacional”. Borges jugaba con la imposibilidad de totalizar, pero estaba lejos de sostener una visión hedónica del arte. Del mismo modo, Miccio sabe que hay “razones que redimen su inutilidad aparente”, aunque él las tenga en poco porque la idea misma de “utilidad” le debe resultar abominable, como si estuviéramos discutiendo en la URSS de los años 30: “La palabra clave es gratuito”, dice Miccio como si enarbolara un grito de guerra contra el estalinismo. Pero es evidente que vivimos en un presente en el que solo reina un “realismo capitalista” que, bajo la excusa de acabar con las falsas dicotomías, solo pretende exterminar a quien supone las sostiene, identificándolo con un enemigo despreciable (del mismo modo en que para un liberal de derecha no hay diferencia entre Gramsci y Mussolini, o entre Trotsky y Stalin).

vlcsnap-2016-06-30-20h03m59s20Miccio quiere ser un poco más sutil, y concede: “No es que el tiempo no haya transcurrido y El país del cine repita punto por punto antiguos desaciertos. Por el contrario, es notorio el intento de eludirlos.” Pero eso también parece ser un problema, porque “de ahí cierta vacilación en el punto de vista. Prividera ataca con el Lukács más ortodoxo y se defiende con Rancière o algún otro marxista respetable (incluso se permite alguna cita de Deleuze, un tipo muy alejado de la dialéctica que pregona, y unas confusas referencias a Nietzsche)”: la cabalgata de nombres y las no aclaradas confusiones no son inocentes, así como tampoco las atribuciones de respetabilidad. Miccio me cuelga el sayo de Lukács (a quien nunca mencioné) y pretende quitar de en medio el espectro de Deleuze (el de “el pueblo que falta”, claro: ese que molesta tanto como el Nietzsche más trágico, porque muestran precisamente lo que sus sesgados lectores eluden).

5.

“Prividera utiliza un vocabulario dialéctico que dota a su prosa de ecos marxistas (y de un rigor ilusorio)” aduce Miccio, y no sabemos si el “rigor ilusorio”está en  mis “ecos” o en el “vocabulario”, visto que el marxismo le debe parecer tan fuera de lugar si es “vulgar” o no. Por eso Miccio no da un ejemplo claro de marxismo no vulgar: porque no lo (re)conoce o porque prefiere hablar de Guido Aristarco, como si su propia biblioteca estuviera inmóvil hace 50 años.Pero «las ideas nacidas en torno del marxismo después de la crisis del comunismo oficial» siguen mutando porque se trata de un movimiento vivo. Tenemos por ejemplo toda la tradición del marxismo inglés (por mencionar una que nunca nombra). Y sí en esa como en otras tradiciones Brecht sigue siendo obviamente más reivindicado que Lukács (del mismo modo en que Benjamin o Adorno lo son más que Marcuse), nada deja de estar en contínua discusión (no es lo mismo el Brecht de Barthes que el de Jameson, por ejemplo). En ese sentido, no hay ninguna línea «oficial», y probablemente no haya otro movimiento intelectual de los últimos siglos más vivo, con tantas escuelas y desarrollos divergentes (que hasta incluyen relecturas de autores de derecha como Schmitt, como ha hecho nuestro compatriota Laclau). Más “ortodoxo y monocorde” es el neoliberalismo dominante.

Desde esa y otras miradas que se presumen inocentes, muchos pueden desear que el cine esté lejos de toda discusión política, pero lo cierto es que esos evidentes debates lo atraviesan desde sus inicios: de Vertov a Godard, de Eisenstein a Kluge, de Renoir a Fassbinder, de Pasolini a Moretti, de los Straub a Costa. Y solo por citar a algunos cineastas que pueden ser leídos de modo explícito en esa tradición, ni hablemos de cómo esa tradición permite leer el cine (desde ópticas tan distintas como las de Jean Louis Comolli o David Walsh). Quisiera ver cómo se los correa todos ellos con el mote de “moralistas”. (Moralistas somos todos, José, incluidos Buñuel y Hitchcock. Y de tu admirado Eastwood ni hablemos…)

El “dogma” (a tono con la época, claro) es pretender cerrar esa discusión declarándola obsoleta (como en los años 90), o simplemente exterior al arte y su platónica autonomía sin “obligaciones” (desde antes incluso que la estética exista como tal). Así podemos ver tranquilamente American Sniper sin cuestionarnos su punto de vista, aunque hoy por hoy hasta los superhéroes tienen dilemas “morales”, como deja ver Civil War o Batman vs Superman… Porque renegar de esa dimensión (omnipresente en la aparente “fábrica de sueños” del cine norteamericano, por otra parte) es necedad, displicencia  o cinismo.

Obviar, por ejemplo, el componente clasista del cine en general y el argentino en particular (algo sobre lo que volvía últimamente con insistencia Martel), es como negar que el llamado “cine argentino” es un fenómeno básicamente porteño (algo que el llamado “cine cordobés” vino a replicar más que a discutir). Pero no veo a casi nadie explicitando estas cosas, más bien todo lo contrario, como ilustra la nota de Miccio: a quien lo intenta le caen las reconvenciones(generalmente amparadas en un evanescente hedonismo cinéfilo). Es decir, no tanto por los errores o problemas que pueda tener una miradacrítica (por ser mala o por no ser mejor) sino por solo hecho de proponerla. Porque mi libro-ladrillo no pretende ser la verdad revelada, sino simplemente agitar un poco las aguas estancadas de cierta crítica perezosa o prescindente. Pero como siempre en estos casos, lo que se estila es matar al mensajero.

Fisher_altaMiccio me glosa una y otra vez desde su propia certeza en mi error, pero sin refutar mis argumentos: “la Historia de la que habla no se desenvuelve como lucha de clases sino como lucha de generaciones (…) porque no se puede filmar sin elegir un linaje. El que lo intenta termina atrapado en eso de lo cual quiso escapar y no deja nada que merezca persistir en el tiempo. Es decir, nada en lo que sostenerse, nada que negar, nada que pueda servir como referencia a los más jóvenes”. Por lo que más que volver una vez más sobre lo que ya desarrolle mejor en el libro, le dejo una lectura reciente (Mark Fisher y su Realismo capitalista recién editado por Caja negra, que junto con el también actual Cine, modo de empleo de Comolli son dos textos que pueden ser traídos con provecho a esta discusión): “Eliot, anticipando a Harold Bloom, propuso la existencia de una relación recíproca entre lo ya canonizado y lo nuevo en la cultura: lo nuevo se define en respuesta a lo ya establecido; al mismo tiempo, lo establecido debe reconfigurarse en respuesta a lo nuevo. La consecuencia a la que arriba Eliot es que el agotamiento de lo nuevo nos priva hasta del pasado. La tradición pierde sentido una vez que nada la desafía o modifica. Una cultura que solo se preserva no es cultura en absoluto.” Lo mismo cabe decir de la crítica, claro (como ya sabía el Borges de “El escritor argentino y la tradición”, notoria relectura de Eliot en disputa contra los adocenados modos de leer de su tiempo).

6.

Solo quien no asume o discute sus propios presupuestos puede ver “un alarde de ultra conciencia o paranoia crítica” en decir (y cito otra vez su afectada glosa) “me interesa la forma pero no soy un formalista, me interesa la política pero no soy un militante, me interesa la sociología pero no soy un mecanicista, me interesa el cine pero no soy un cinéfilo”. Ese siempre dudoso equilibrio es lo que hay que sostener sin dejar de mostrar la fina línea sobre la que se camina, más que  “mantener un perfecto equilibrio entre todos estos riesgos”. Pero a Miccio solo le interesa clavarme en su insectario: “En el epílogo lo dice con todas las letras: lo que busco es el punto medio”. “Y se muestra convencido de haberlo encontrado” agrega, contorsionando la glosa hasta transformarme no solo en un intransigente sino también en un pedante.

Sin embargo, la acaso insustancial metáfora del punto medio (que nada tiene que ver con el equilibrio aristotélico sino con lo que Barthes llamó “sentido suspendido”) no contradice el epígrafe de Viñas en contra de la cautela, tal como pretende descubrir Miccio, porque no se trata de una medianía ética ni estética, sino justamente de evitar críticas que quieran barbarizarnos para pasar por civilizadas. De hecho esa es la repetida jugada de Miccio (un ‘ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario´, porque ya sabemos que la coherencia no le interesa) como cuando luego de lamentar “las irrupciones intermitentes de un marxismo prepotente y pueril” dice que “el problema mayor del libro es su medio tono” (!)

Del mismo modo, se lamenta de que carezca de “la vocación incendiaria del maestro” (Viñas) y a la vez que mi pobre prosa“lo mantiene a salvo del ridículo y de la grandeza (por lo menos de su posibilidad)”. Está claro que Miccio no le teme al ridículo, y acaso sí a la grandeza (aunque suponemos que tampoco sueña conla “posibilidad” de ser un nuevo Daney, como yo no pretendo ser un remedo de Viñas). Es el propio crítico a quien “antes que polemizar dan ganas de corregir, una de las tareas menos enriquecedoras que existen a la hora de leer”, sobre todo si corrige al otro a partir de su propia lectura condescendiente y sus inferencias falaces, para luego concluir que “de todos modos son asuntos menores y algunos discutibles”, con la displicencia de quien pide más páginas para luego proponer que estaría de más… Y todo así.

Volvamos entonces al punto “al que el libro aspira”,“representado en el cine argentino de las últimas dos décadas por Parapalos, La ciénaga, El aura, Copacabana y las películas del mismo Prividera”. Esto último es, como todo, una verdad a medias: sin duda considero que mis películas son coherentes con mis planteos, pero no se me ocurriría ponerlas en esa inmodesta serie. (De hecho en el libro aparecen mencionadas en otra parte, dedicada a polémicas como esta: porque generalmente solo he escrito de mis propias películas para defenderlas de algún ataque.) Y lo que no necesitaría aclaración es que esa serie abierta que repone Miccio (a la que podría agregar Francia, La chica del sur, Mauro, Cuerpo de letra y muchas otras) es a todas luces heterogénea en sus “particularidades”. Pero es el mismo Miccio quien deja de lado todo esto en su cruzada minimalista.

vlcsnap-2016-07-01-16h50m41s202Historia y política no son lo mismo, pero forman parte de la misma dimensión que ciertos críticos se empeñan en negar o despreciar. Por eso lo señero de Viñas venía dado desde un título que enunciaba la correlación entre “Literatura argentina y realidad política”. Desde ya, tampoco para Viñas la realidad y la política eran la misma cosa, pero necesitaba subrayarlo en esa primera edición de sus textos de los años 50. Luego le sacó la palabra “realidad” en los 90, cuando la política le ganó a la realidad, como pasaba por aquellos años en la Argentina, aunque en un sentido distinto al de la “primacía de la política” de los años 70, de la que abominan críticos como Aguilar, sin ver sus idas y vueltas en los tiempos más largos de flujo y reflujo histórico.

“Equivocarse es inevitable cuando se tienen ideas (para no fallar nunca están los que repiten lo mismo de siempre)”, dice luego de repetir lo mismo de siempre. Y al punto afirma: “Viñas podía escribir tonterías enormes (…), pero en el registro espléndido de su ensayo todo, incluso los momentos imposibles, tiene la capacidad de fascinar. No sucede lo mismo con El país del cine, porque sus palabras no tienen el poder suficiente como para llevar las contradicciones y los tropiezos argumentales hacia la literatura”. Es decir: el problema no es solo que no soy Viñas (cosa que asumo explícitamente en el libro, en cuanto a la falta de un crítico de su influencia en el campo del cine argentino), sino que no hago literatura… Podría decir que tampoco hago cine, paso que críticos menos precavidos han dado. (Y asumo que solo hago “ensayos”, sin acaso la venerable pátina literaria que connota esa palabra sino apenas su mera denotación teatral.)

Ahora bien, la estrategia de desacreditar al alumno mediante la elevación retórica del maestro toca su límite toda vez que este ha recibido la misma crítica. Para no abundar, y sin remontarse a la lectura crítica que realiza Nicolás Rosa ya en los años 70 en la revista Los libros, véase por ejemplo lo que expresa Alberto Giordano en su artículo “Un intento frustrado de escribir sobre David Viñas”: “La voz crítica que Viñas imposta en sus ensayos es muchas veces la voz de un moralista receloso, que descarga sobre los especímenes literarios un  juicio de valor capaz de hundirlos o rescatarlos antes de que hayan terminado de exponer la singularidad de su existencia”. Sin embargo, no deja de asumir que “las tensiones entre moral y narcisismo, que acaso sean constitutivas de la figura del intelectual (…) son avatares ensayísticos que interrogan vivamente las condiciones bajo las que se cumple casi cualquier ejercicio crítico”. Y es que a única obligación irrenunciable de la crítica (y también hablo de eso en el libro, entre tantas cosas que Miccio omite) debería ser la honestidad intelectual.

7.

A Miccio no le interesa discutir (pro)posiciones, solo enunciar la denunciada “superioridad moral” (es decir, amoral, en sus propios términos), por nombrar otra de las formas habituales que toma la desautorización en estos casos. Por eso no pretende leer en mi libro otra cosamás que una larga cadena de malentendidos (como el ángel de Benjamin, pero sin espalda redentora): “Hay que escapar del populismo y del nihilismo (otra palabra imprecisa), de la repetición del pasado y de la posmodernidad, de la reclusión y la deriva”: las palabras son inciertas por definición, salvo para quien cree que está más allá de su falsa consciencia y solo ve, en cambio, falsos problemas. Es decir: el habitante común de la “vida de derecha” a la que nos somete la omnipresencia triunfante del capitalismo, tal como lo expresa Silvia Schwarzböck en un libro de reciente aparición (Los espantos. Estética y posdictadura), que metaforiza en ese sintagma la habitual victoria de la “derecha sin ismo” (o la derecha-cinismo, digamos) que se confunde con el sentido común de nuestro tiempo.

Pero de a ratos Miccio termina asumiendo esa mirada que da por descontada porque es dominante: la cinefilia como única patria posible. “Para una tradición todavía saludable la crítica es la continuación de la cinefilia por otros medios, y la cinefilia una manera de vincularse con el cine que no acata más órdenes que las propias. Por eso es antijerárquica, antiacadémica y poco amiga de la abstracción”. Curiosa esta cosa, la cinefilia, que tiene tantas cualidades maravillosas y ningún defecto, empezando por algún tipo de localización que permita sopesarla: no se nos dice cuáles son sus campos ni sus intereses, solo se nos afirma que “no trabaja con teorías sino con experiencias y singularidades”. Se parece bastante a esa iglesia que tanto temen los críticos joviales y despreocupados.

272Pues el enojo de Miccio no lo producen los latiguillos de una escritura urgente sino lo que está detrás de ese “nada curiosamente” que une hechos o referencias que para él no dejan de ser azarosas y particulares. Por eso practica una y otra vez la enumeración caótica copiada de Borges, como si bastara esa reducción al absurdo de acumular un hecho tras otro para demostrar la gratuidad de toda relación. Podemos hacer un glosario de las interdicciones que acumula: “orden”, “totalidad”, etc. (palabras por otra parte nunca usadas sin sospecha en El país del cine). El furor ahistoricista es más monótono que su declamado contrario. Bastaría entonces invertir ese furor para encontrar sus términos correctos y respetables: “gratuidad, capricho, intimismo, catarsis”. Lo curioso es que esa supuesta negación del conflicto es lo que el crítico propone, no lo que se desprende de un libro que hace de cierta voluntad dialéctica su sustancia misma, asumiendo que finalmente no hay más que posiciones relativas en un espacio y tiempo. La única “exclusión” que se propende con una crítica como esta es, finalmente, la del libro mismo (así como antes se intentó hacer de modo más literal con una película del mismo autor).

Pues no se trata de “dejar de lado todo lo que hay de gratuito y sentimental en la pasión por el cine”, sino de que detrás de la coartada cinéfila se esconde el hurto del propio lugar en el mundo, del inexcusable punto de vista: Esa crítica asintomática nunca nos dice cuál es el suyo, pero siempre reconoce a su enemigo “marxista”. Y ese furor macartista lleva a endilgarme, por ejemplo, “una línea que incluye a Cinema Novo y a los Cahiers maoístas”, mixturando  “ideas provenientes del marxismo italiano de posguerra y del althusserismo francés”. No sé cual sería esa línea imaginaria, ni donde están tirios y troyanos presentes, pero para Miccio “las dos banderas que ondean más alto vienen de ahí”. Y la metáfora bélica no es casual (je), porque he ahí la no asumida posición en el campo: nunca pensar en términos causales, no “dar cuenta de las propias condiciones de producción”. Pero señalar una y otra vez la que presupone en el contrario.

El problema es que Miccio no puede construir tan fácilmente su hombre de paja: “Para Novela y antinovela es demasiado moderno. Para Técnica e ideología, demasiado humanista”dice, pero finalmente encuentra su monstruo teratológico: “El punto de encuentro puede describirse así: muchos razonamientos de El país del cine podría haberlos imaginado Aristarco si hubiera elegido a Brecht en lugar de Lukács y a Godard en lugar de Visconti”. Así vamos llegando a la lista de réprobos, y de ahí a la tradición que finalmente osa decir su nombre: “Prividera piensa en el cine crítico como un progresista moderno. De ahí que por su libro dé vueltas la idea de un receptor sometido a estímulos embrutecedores y la de un arte destinado a restituir la unión de cada uno con su conciencia y sus intereses verdaderos. Todo el lenguaje de esta modernidad de izquierda que empezó escuchando a Brecht y terminó por convertirse en un modo del puritanismo está en El país del cine.” Puritanismo, paternalismo y demás amonestaciones(sin referencias “particulares”). Miccio adjetiva y luego inflige (a ese colectivo sin “particularizar”) ese lenguaje “idéntico al religioso”(y hasta se permite citar a Santa Teresa, a la que debe conocer bien…).

Identificado así “el apóstol crítico que viene a salvarnos de (y a castigarnos por) nuestro sueño”, elige encarnar su contrafigura: el nihilista hedonista que describe Realismo capitalista. Ese que se burla con cinismo cool de todo lo que incomode su conformismo. Dice Alejandro Galliano resumiendo las hipótesis del libro de Fisher: “el realismo capitalista descansa sobre una cultura del goce reacia a toda figura de deber y autoridad. Las personas quieren hacer lo que quieren, lo que sienten, ser intensos de mercado dispuestos a satisfacer permanentemente su deseo sin recibir críticas ni observaciones ásperas. Un modelo hedonista de vida en el que el sentimiento desplaza a la moralidad”.

Salvo algunos críticos (como algunos de los que escriben en este mismo sitio y unos pocos más desperdigados por ahí), pocos de los que se dedican a escribir sobre cine contemporáneo parecen preocupados por pensar estas cuestiones, empezando por discutir las deudas de (y con) la “modernidad”. Más bien todo lo contrario: la crítica dominante solo sabe de “experiencias y singularidades”, aunque no puede ni quiere conectarlas con algo que vaya más allá de un yo, es decir, con esa experiencia colectiva que el cine encarnó desde su creación de un público. Y quedan pocos verdaderos seguidores de Daney para interrogar esas herencias, tratando de hacer vibrar una cinefilia no encerrada en su autocelebración.

8.

La cuestión fundamental siempre está en otra parte, sea la vida, el país, etc., es decir, en todo aquello que el cine nos ayuda a mirar pero nunca puede subsumir (como nos enseñó Borges más que Sartre, y que es tan evidente en el cine como invisibilizado desde sus orígenes ganados por la ficción, dominante por sobre su condición documental). Simplemente porque todo eso de lo que las películas se nutren no es solo “la materia de la que están hechos los sueños”(nuestra humanidad  shakesperiana) sino el cine mismo como dispositivo, ese curioso “fantasma material” del que hablaba un crítico que no le temía a la grandeza. Una crítica que lo olvide no merece ese nombre.

Lo que cualquier lector que la lea una revista de cine poco o mucho después de publicada encuentra en ella son siempre modos de entender el cine y su relación con el presente. Como a las películas mismas, el tiempo  convierte a cualquier publicaciónen documento. Incluso a aquellas que solo pretenden lecturas no «moralizantes». Porque las discusiones también se pueden leer en  su falta, cuando la misma crítica pretende no dejar marcas (aunque siempre queden, claro, porque el tiempo deja su huella indeleble, aunquesolo se haga visible en un largo tiempo de revelado).

Por eso, lo peor que puede pasarle a cualquier práctica artística es tener de su parte una crítica conservadora. Más en este tiempo que nos toca, cuando luego de algunas crisis de rigor se está reconfigurando a nivel global la hegemonía triunfal del neoliberalismo (esa palabra que tanto detestan los que se quieren liberales). Si en nuestro país “el fin de la primavera alfonsinista y los años de Menem son entendidos como continuidad cultural de la dictadura” (otra de las glosas someras que Miccio me endilga), está claro que asistimos ahoraa una restauración de esa línea reaccionaria, favorecida en lo local por la sobreactuación “neoizquierdista” del kirchnerismo (como nuevo avatar de la irredenta izquierda peronista).

vlcsnap-2016-07-01-16h51m37s0Todavía es pronto para hacer un balance de “nuestros años kirchneristas” (pararafraseando a Oscar Terán) y su sentido en todo este devenir.  Pero quien intente alguna vez leerlos desde el cine se encontrará con un gran “fuera de campo”, según metaforiza Roger Koza. Como en muchas épocas del cine argentino, pero ya sin la excusa de la censura abierta, la mayoría de las películas de ficción no hablaron de su época (y hará falta un nuevo tomo de Aguilar para ver cómo se puede leer esa crítica en las entrelíneas y los márgenes). Podemos sospechar que lo mismo pasará en los años porvenir: el cine argentino (salvo en su faceta documental) seguirá dejando de lado cualquier aproximación abierta a su “contorno”, con su elusión constante de cualquier referencia histórica y política (aunque se filtre hasta en divertimentos como Me casé con un boludo). Ese estilo prescindente, que fue canonizado por el establishment crítico cuando el NCA ganó su batalla cultural a fines de los 90, aún sigue siendo dominantemuchos años después. Pero aquello que entonces resultó para algunos una saludable salida a la “primacía de la política” en el contexto del “setentismo” kirchnerista (como en la lectura aguilariana que ha hecho Quintín del cine de Matías Piñeiro, por ejemplo) hoy se torna una mirada aún más complaciente.

Es hora de que alguien acometa un estudio sobre la contribución de una revista como El Amante a todo esto. «No es casual» (para usar ese latiguillo que tanto molesta a Miccio) que de ahí haya salido un apoyo tan fuerte al macrismo. Lo que no significa que no hubiera o haya diferencias entre sus plumas, pero la línea general siempre fue clara. No parece haberla en cambio en Hacerse la crítica, pese a las notorias disquisiciones de su editor, Marcos Vieytes, quien no solo se ha referido explícitamente a estas disputas en una nota sobre su pasado en dicha revista, sino también en su vindicación de Goffredo Fofi, un crítico ciertamente nada tibio como los que Miccio ama odiar, y que yo no puedo darle el gusto de encarnar. En esas contradicciones las miradas alternativas se atomizan y disuelven, sin siquiera el beneficio de asumir esas tensiones.

No se trata, claro está, de acompañar la crítica “en contra” con una “a favor” (como solía hacer El Amante), cosa que además de ser flaco favor no hace más que jugar a ocultar la línea general, sino todo lo contrario: afirmarse en la diferencia. Por eso, cuando algún compañero cineasta me sugiere que, haciendo honor al título del sitio, aproveche para “hacerme la crítica” sin ver el estalinismo en ese caso, me pregunto qué significa a fin de cuentas ese sonoro nombre. O sea: no espero a mi vez una autocrítica de Hacerse la crítica, y mucho menos del propio Miccio. Simplemente lamento no poder identificar una línea editorial con la que poder acordar o polemizar, como las podemos encontrar en El Amante o Revista de cine, espacios que podrían haber acogido con agrado una crítica como la que aquí se me hizo, y a quienes se les quita así toda desganada necesidad de tener que hacerla. Con amigos como estos, ¿quién necesita enemigos?

9.

Construir miradas críticas (es decir, omnicomprensivas) es algo que nos compete a todos (los que quieran sentirse parte de ese «todos», claro): al menos esa es la única cinefilia de la que quisiera sentirme parte. La otra, la solitaria, cínica, o prescindente, se la dejo a los que vienen queriendo separar el cine de la política desde los años 90. Y que siguen hegemonizando el campo, pese a que tal vez la mayoría de los cineastas no se declare «noventista» sino todo lo contrario. He ahí una paradoja digna de analizar, como tantas otras cosas en este medio virgen de estudios culturales. Pero Miccio no lo va a hacer, Revista de cine tampoco, y El Amante menos.

el-amante-tapa-el-secreto-de-tus-ojosSin embargo, amparados en esa insondable preeminencia insisten en decirnos, por ejemplo (como he leído por ahí, del mismo crítico que prepara un libro llamado 50 películas para ser feliz) que el problema del cine argentino se inició con Torre Nilsson, y que el modelo a seguir era el de Tinayre y La vendedora de fantasías, como si la generación del 60 (con sus luces y sombras) no hubiera tenido lugar, y hubiera que volver a esa ilusión de un cine “desideologizado” (algo que curiosamente unió a peronismo y antiperonismo, con réprobos en ambos lados). ¿Volveremos al 55 también en la discusión estética, al calor de discursos que  nunca debemos dar por enterrados y que vienen precisamente de quienes querrían encarnar una “modernidad” pos-ideológica?

Mientras escribo estas líneas, el titular del Sistema Federal de Medios y Contenidos Públicos declara que “es necesario un proceso de sanación de este cuerpo tan infectado por la mala ideología”, utilizando una metáfora de luctuoso origen. ( http://www.infobae.com/noticias/2016/06/07/hernan-lombardi-los-kirchneristas-tienen-colonizado-parte-de-su-pensamiento/ ) Miccio no quiere ser puesto en esa línea, pero abomina de aquella tradición intelectual de su juventud al igual que el ministro. Por eso cita un párrafo de Rancière que inicia con un “había que decir entonces”, agregándole “mi moralismo me dice: tenemos que darle pelea a ese modo triste de pensar”. El problema es creer que hay “modos tristes de pensar” (otro modo de sentimentalizar la crítica), y por tanto una deriva reaccionaria según la cual hay modos de pensar más felices que otros en vez de argumentos a discutir. Es decir: un “hay que decir entonces” que ni siquiera se reconoce como tal.

En este contexto, la diatriba contra los que tratamos pensar la relación del cine con la historia y la política (que no son lo mismo, claro, como tampoco el incognoscible “real” y la asumida “realidad”) se torna penosa. Sobre todo por parte de aquellos que provienen de la misma tradición intelectual que ahora identifican con el mal desdela fastidiada fe de los conversos, tal vez porque somos el espejo de su mala conciencia. Por eso, tal como sostienen los Amantes fundadores (Noriega y Quintín), Miccio termina asumiendo que nuestro problema es el progresismo y la “modernidad de izquierda”. Lo que no dice es adonde lo ubicaría entonces su rechazo, que parece depositarlo en brazos de la “modernidad de derecha” (que supongo convendremos existe si hay una de izquierda, aunque a diferencia de esta nunca se asume). Es decir, desde la “derecha sin ismo”.

Y no de otro modo se puede caracterizar a esa confusión entre “juzgar la calidad” con pensar la relación que cada obra establece con su tiempo: los únicos que juzgan la calidad son los críticos sommeliers que más bien suelen abominar del populismo (al menos para el cine argentino…). Y que suelen ser también críticos impresionistas para quienes la Historia sería una ajenidad impuesta a una obra platónica impoluta, y no una simple condición de lugar (que no implica determinismo alguno). Por eso dejar de lado todas esas molestas cuestiones (empezando por la propia “modernidad de izquierda”, que incomoda a quien no asume encarnar la “derecha”) es el sueño húmedo del nihilismo, la única religión sin culpas. Que no necesita construir ningún libro, claro, solo destruir maliciosamente a quien apenas lo intenta.

Aquí pueden leer la crítica de El país del cine escrita por José Miccio.

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