julieta 4La pantalla se inunda de rojo. Color y textura respiran al compás de un motivo musical que caracteriza el tono pasional y doloroso del melodrama. La tela roja que respira –probablemente seda- está dividida, separada no por un corte sino por el hundimiento de la propia tela en su centro que, a su vez, produce un nuevo pliegue. Una y otra mitad están ligadas por ese hueco/pliegue que corresponde al centro del pecho, como veremos al alejarse la cámara. Es el pecho de Julieta (Emma Suárez), mujer adulta vestida de rojo, sensual, bellísima, luminosa como el sol que se refleja en su pelo dorado. Pero antes de conocer su cara, la pequeña escultura de un hombre desnudo y sentado nos es descubierta por sus manos. La figura de un hombre, protegida por un film alveolar y por las manos de esta mujer que en otras ocasiones supo destruirlos. Unas escenas después abandonará el sueño de huir de Madrid hacia Portugal con su enamorado, Lorenzo (Darío Grandinetti), sin darle demasiadas explicaciones, dejándolo desamparado ante la fatídica embestida de los años.

A Julieta (Adriana Ugarte) le ha tocado perder, parir, partir. El corolario de sus encuentros y pérdidas nos llegará a través de la palabra escrita, palabra que compromete el cuerpo. Julieta (Emma Suárez) escribe a mano, sentada sobre el borde de la silla, con las piernas torcidas y la espalda curvada. Inaugurando una suerte de diario íntimo, le describe a su hija, Antía, a la que no ve desde hace varios años y con la que ha perdido todo contacto, cómo conoció a su padre y en qué circunstancias fue concebida. Pero este relato, como el de todas las cartas que se escriben, está dirigido a ella misma. La oralidad adopta la forma de un soliloquio cuyo fin es la comprensión de las propias circunstancias.

“No importa que el interlocutor sea un trozo de mármol (Víctor y la lápida), un supuesto muerto (Kika y el cadáver que está maquillando), una mujer que no puede responder porque está amordazada (Átame) o domida (Paul Bazzo a Kika antes de violarla) y por supuesto el habitual diálogo con las flores, o con un contestador automático mudo (Pepa en Mujeres…)  o la oración frente al altar de un Dios ausente (La Madre Superiora en Entre tinieblas). Todos ellos son víctimas de la misma soledad e incomprensión. Por eso no cesan de explicarse a sí mismos, para que los demás les conozcan y les amen un poco”, describe el director en unas notas que acompañan al guión de Carne trémula, editado por Plaza & Janés en 1997. Luego filmaría el pervertido cuento de hadas Hable con ella, desplegándose sobre este principio.

Tal es la importancia de la lengua, de la palabra dicha o escrita, del regodeo en ella, que Almodóvar rehusó filmar la película en inglés, como se había planeado desde el comienzo. Silencio fue, además, el título con que se la anunció. Pero el silencio siempre es el del otro, uno nunca está callado en su cabeza. El nombre Julieta, asociado al amor trágico, le da relevancia a ese ruido interno que va a ser el que nos acompañe durante las casi dos horas de duración de la película. Si algo no caracteriza al melodrama es el silencio. La etimología misma de la palabra refiere a su relación con la música, y no debe existir silencio más estruendoso que el de los hijos cuando no están.

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Del amor navegante (Leopoldo Marechal)

Porque no está el Amado en el Amante

Ni el Amante reposa en el Amado

Tiende Amor su velamen castigado

Y afronta el ceño de la mar tonante.

Llora el Amor en su navío errante

Y a la tormenta libra su cuidado

Porque son dos: Amante desterrado

Y Amado con perfil de navegante.

Si fuesen uno, Amor, no existiría

Ni llanto ni bajel ni lejanía

Sino la beatitud de la azucena.

¡Oh Amor sin remo, en la Unidad gozosa!

¡Oh círculo apretado de la rosa!

Con el número dos nace la pena.

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En sus melodramas más intensos Almodóvar trabaja sobre la división hombre/mujer o masculino/femenino, y a partir de allí otras dialécticas, invocando la sutura por medio del sexo y de la muerte. Pero en Julieta nos coloca en la partición misma, sin reconciliación posible. Somos enteros solitarios en busca de otra mitad que no nos corresponde, afirmándonos partidos para contrariar la soledad a la que estamos destinados desde el nacimiento. La posibilidad del encuentro en Julieta queda siempre sometida a la desgracia; para que dos puedan encontrarse, es necesario que uno se encuentre vulnerable y necesitado.

En Julieta no es la vida sino la muerte lo que reúne. La película asume sin tapujos el melodrama trágico que la erige mediante menciones explícitas e implícitas a la tragedia y a la mitología griega. Julieta misma es una deidad que devora todo a su paso, condenada por su inherente y voraz vitalidad que es capaz de todo con tal de conseguir lo que desea. Su sentimiento de culpa es ontológico antes que religioso. Primero diosa fecunda de los bosques, luego fuerza destructora de los mares. Ella misma es el tren que arrolla al perturbado(r) pasajero que busca entablar una conversación, es la súbita muerte que se cuela en el matrimonio de Xoan (Daniel Grao) y la tempestad que lo destruye, es la enfermedad que consume a Ava (Inma Cuesta) y es el sino trágico que condena a Antía (Blanca Parés) al peor de los silencios.

En ese silencio infinito e irrepresentable encuentra su límite la película porque es, además, el fin del dolor y del silencio para Julieta.

Aquí pueden leer un texto de Roberto Pagés sobre esta película.

Julieta (España, 2016) de Pedro Almodóvar, c/Emma Suárez, Adriana Ugarte, Inma Cuesta, Darío Grandinetti, Daniel Grao, Rossy de Palma, 99’

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