Yo lo vi. ¿O no era él ese rubio pintón, de pelo largo y estatura mediana, mucho más bajo y menos corpulento que Chris Hemsworth en Rush? Hasta ahora creía que era James Hunt quien, junto a tantos otros pilotos célebres, recorría los pasillos de boxes del autódromo de Buenos Aires aquella tarde de domingo de 1972, fecha inicial del campeonato de F1 de ese año.
Rush ha venido a desmentir mi recuerdo; tal vez esa sea la utilidad posible de las malas películas, resguardarse en la certidumbre histórica para contradecir nuestras ilusiones (si es que ver de cerca a James Hunt fue alguna vez una ilusión). Esta película, a la que Marcos Vieytes ya despachó tan expeditivamente como se merece, pertenece al tipo de cine que en lugar de enriquecer los sueños, los deshace, los transforma en aburridas certezas terrenales contradiciendo la más noble misión del cine, la de suspender nuestra inocencia por un rato, la de hacernos creer que todo es posible. Porque ¿qué importancia tendría que James Hunt no corriera el GP de Buenos Aires 1972? Si es cierto, como lo vemos en Rush, que por entonces era un aprendiz de la F3 británica y que recién al año siguiente debutó en F1, no pude haberlo visto aquella tarde de enero. Además, el inglés rubio y flaco que recuerdo, o imagino, no caminaba descalzo como lo hacía Hunt, según la película se encarga de recordarnos.
Yo había ido al Autódromo acompañando a mi amigo Quique Di Salvo. Mi fascinación por las carreras de autos declinaba rápidamente, en forma inversa al creciente interés por otras cosas: la política, por ejemplo, o el cine, al que accedía en toda la plenitud del Buenos Aires de esos años, paisanito bonaerense recién llegado a la ciudad.
No obstante, Quique me contagió su entusiasmo de futuro piloto. A su sombra volví a ser el de algunos años antes. Luego de ver una aburrida carrera que ganó el campeón Jackie Stewart, nos quedamos en las tribunas desiertas, pasamos al palco de honor de donde un rato antes se había retirado el Presidente Lanusse, y nos detuvimos frente a una puerta de grueso alambre tejido que separaba el palco de la pista. Desde adentro se acercó un hombre y nos dijo que no podíamos estar allí. Quique le pidió que nos dejara entrar, había en su voz un tono a la vez implorante y canchero que el hombre no pudo resistir. Miró hacia atrás en dirección a los boxes, dijo “y bueno”, y abrió la puerta. Quique y yo cruzamos corriendo la pista vacía, saltamos los guard rails y nos metimos en los boxes, el único lugar del Autódromo en donde el crepúsculo de esa tarde de verano todavía cobijaba actividad. Allí estaban los autos, algunos cubiertos con lonas, allí caminaban las chicas rubias, exuberantes, altas, inalcanzables, vestidas con sus coloridos uniformes publicitarios, bien dispuestas para acompañar a cada piloto que se asomara.
Y los pilotos empezaron a salir con los antiflamas puestos y el pelo húmedo que delataba la cabeza recién refrescada: Graham Hill, el viejo campeón británico que ya solo corría por placer, con las piernas torcidas luego de su terrible accidente en Indianápolis (un par de años más tarde, a sus 45, se retiró después de una campaña larga y exitosa; tres meses después se mató al caer con su pequeño avión en el Canal de la Mancha); el austríaco Tim Schenken; el recatado y tímido campeón brasileño Emerson Fittipaldi; el Moco Pace, otro brasileño que también se mató en un accidente con su avión a poco de retirarse; el huraño Reutemann, por supuesto; el francés Henry Pescarolo; el suizo Clay Reggazzoni, que en Rush es coequiper de Lauda; Denny Hulme, el oso neozelandés; el belga Jackie Icxk; Mario Andretti; los luego difuntos en accidentes deportivos François Cevert y Peter Revson; el mismísimo Nikki Lauda (sí, un Lauda lampiño e intacto, feo y amargo aún antes del accidente que lo deformó); y el más popular de todos, el sueco Ronnie Peterson, que unos años después se mató en un accidente múltiple en la largada de Monza, el mismo accidente por el que Reggazzoni quedó paralítico para el resto de su vida. Estaban todos, pleno cholulismo tuerca.
La tarde se hizo noche, Quique y yo seguimos ahí hasta que los pilotos se fueron con las chicas y alguien se encargó de echarnos. Podría decir que para mí el automovilismo se terminó aquella tarde-noche del autódromo. Para Quique, en cambio, fue un comienzo; poco después se anotó en un curso de pilotaje deportivo en donde reveló su fibra de gran piloto. Uno a uno fue eliminando a sus rivales hasta llegar, meses después, a la eliminación final con su único rival, cuyo nombre no recuerdo. Un leve patinazo en la horquilla del Autódromo lo privó del triunfo por unas malditas centésimas. El ganador se fue a Londres a hacer un curso de perfeccionamiento; Quique se quedó con su empleo bancario y un merecido premio: una butaca como segundo piloto en un flamante equipo de Fórmula 4 (autos de pista con motores de pequeña cilindrada). El propietario del equipo y primer piloto era Manuel Bobbio, primo político de Reutemann. Tenía veinte años y todo el apoyo financiero de su rica familia santafesina. Meses después, mientras entrenaban para su debut en el autódromo de Junín, Bobbio se despistó. Su monoposto pasó bajo el guard rail, su cabeza conoció el filo del acero y rodó por la pista como la de Terence Stamp en Toby Dammit, el episodio de Historias extraordinarias(no, la de Llinás no, por supuesto, aquella otra de los cuentos de Poe) dirigido por Fellini. Fin de la vida, fin del equipo.
Las flacas finanzas de Quique le alcanzaron para pagarse cuatro carreras en las que se anotó algún triunfo parcial. Después se quedó a la vera del camino, viendo a los autos pasar, oyendo el rugir comprimido de los motores de competición, colaborando con otros corredores, creciendo como trabajador y padre de familia, un hombre exitoso como cualquiera de nosotros. Más que James Hunt, por ejemplo, que después de su retiro se zambulló en el fácil tobogán de los excesos, dilapidó su fortuna y murió en un hospital con el hígado perforado por el alcohol y otras intoxicaciones. Dura y fatal caída desde el podio máximo hasta la asistencia social británica, que le pagaba una pensión equivalente a nuestra AUH (¿habrán protestado los ingleses por ese dispendio de fondos públicos malgastados en los vicios de un borracho mal entretenido? Por algo ganó la Thatcher). Sic transit gloria mundi.
Rush vino a desmentir mi orgullo cholulo. Es imposible que haya visto a James Hunt aquella tarde. Aunque ¿quién sabe? ¿Pudo haber venido como piloto de pruebas? ¿Pudo haber corrido en alguna categoría menor? Seguro que Don Coco, el papá de Hernán Gómez, un esforzado, pasional y querido piloto de aquellos años a quien alguna vez vi correr en su Peugeot 404 y que acaba de morir con su intacta integridad de viejo fierrero, hubiera sabido contestármelo. Un saludo a su memoria.
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