No hay que esperar encontrar en Si los perros volaran el hallazgo y la puesta en circulación de imágenes de archivo reveladoras. El archivo –limitado a algunas fotos, a tapas de El Cronista- es apenas ilustrativo sin cometer el pecado de la redundancia. En esa selección hay, incluso, un criterio cuidado: se completa el sentido de los testimonios –en especial cuando se usan los documentos y cartas de Perrotta después de su detención-, de manera que las imágenes aparecen cuando el silencio y lo imposible de contar –porque no se puede o no se sabe- se imponen. Ocurre al comienzo de la película, cuando durante un lapso de tiempo considerable se opta por no mostrar ninguna imagen del protagonista: cuando esas fotos aparecen, muestran su vida familiar y cotidiana, ese espacio que el documental no va a explorar por decisión propia. De la misma manera, en el final, su desaparición, su paso por los centros clandestinos de tortura de la dictadura, no se pone en palabras de los otros: se reflejan en las cartas dirigidas a la familia, en el relato que Jacobo Timerman hizo de los días en que compartieron la celda, en las imágenes silenciosas, profundamente aterradoras por la significación que adquieren hoy, del espacio vacío del Pozo de Banfield.

Hay que pensar, en cambio, a la película, como un documental de voces. Un entramado de visiones que se articulan como una especie de biografía coral acotada, limitada. Porque el Perrotta previo a constituirse en director de El Cronista Comercial importa apenas como una referencia que puede ayudar a entender lo que decantará en la década del 70 (ser hijo del fundador del diario, la disputa interna con el padrastro por el control periodístico, la fuerte religiosidad, la educación en el Colegio Champagnat). De allí que las voces no provengan del espacio familiar, sino de los que conformaron la redacción del diario en aquella época, entrando en un juego no exento de contradicciones. Desde ese lugar, el documental de voces, la biografía coral, se construye como un texto de montaje. Más que una estructura de sentido unívoco, lo que importa es trabajar sobre un montaje de voces que se refleja en esa imagen que proporcionan tanto el afiche como la escena de títulos: un rompecabezas que no termina de completarse, que no intenta proporcionar una imagen cerrada, circunscripta sobre su objeto. O mejor aún, sostener desde ese lugar, lo que señala uno de los entrevistados al definir a Perrotta: “Siempre fue una gran incógnita”.

Esa característica y el recorte que practica el documental funcionan como una bisagra en la búsqueda que encara. Porque en ese punto ya no importa tanto desentrañar el misterio Perrotta, como, a partir de él, tratar de entender la complejidad de los años 70 en la Argentina. Se consigue así despegar del simplismo de la división tajante, que lleva indefectiblemente a la Teoría de los Dos Demonios. Lo que se resalta es la convivencia de ideas e intereses políticos que estallan con la ocupación militar del Estado y la aplicación de un plan de desaparición de personas. Rafael Perrotta no es entonces, para el documental, el director de El Cronista Comercial, el que lo transformó en un diario de opinión con mayor circulación, el que competía con La Opinión y Jacobo Timermann.

Perrotta es el cuerpo, el nombre en el que se concentran y circulan las contradicciones de la época. O esa incógnita que no se puede develar. El hombre de clase alta que simpatiza con el Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo. El que almorzaba con los mandos militares y tenía fuertes contactos con el PRT-ERP. El documental logra transmitir al espectador la idea de Perrotta como ese fusible que hace saltar por los aires los esquemas preconcebidos. No es fácil comprender, si lo sacamos de ese contexto, a un empresario que arriesga la supervivencia de su proyecto por la necesidad de ser solidario con los periodistas chilenos y argentinos perseguidos y por su decisión de seguir incorporando personal sin echar a nadie (de allí que el derrotero del diario pueda verse en paralelo con el de la democracia argentina entre 1973 y 1976). Tampoco el empresario que ofrecía a los trabajadores siempre más de lo que pedían y con quienes tenía un trato habitual y cotidiano, que descolocaba a la comisión interna de orientación trotskista de los talleres, que solo podían ver en él, por cierta rigidez ideológica, a un patrón como cualquier otro.

Oscilando entre la visión de los que consideran a Perrotta como quien acompañaba los cambios hacia la izquierda que experimentaba el mundo, y quienes lo ven como “un chico que jugaba a ser revolucionario”, el mérito mayor de Si los perros volaran es volver a pensar a una época como retazos que, al combinarse, imponen una complejidad que el debate a gritos de los últimos años ha pretendido reducir al esquematismo. Y, por sobre todas las cosas, que de esa idea se estimula más el surgimiento de nuevas preguntas que la posibilidad de resolver los interrogantes que se plantean en torno del personaje.

Si los perros volaran (Argentina, 2017), de Gabriela Blanco, Maximiliano de la Puente, Lorena Díaz, 107′.

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