The Party empieza bien: vemos un plano detalle de un león de bronce que adorna una puerta, cuyo entrecejo fruncido genera cierta inquietud. Este objeto presagia lo que hay detrás cuando se abre: una desaliñada Kristin Scott Thomas, quien nos interpela directamente con mirada extasiada. Su estado nervioso es evidente, a la vez su ímpetu se mantiene intacto al descubrir la persona que está del otro lado del umbral, con quien la subjetiva nos identifica. La respiración se acrecienta, su gesto cambia levemente, y cuando todavía no alcanzamos a descifrar si nos va gritar o hacer entrar levanta su mano temblorosa, pero a la vez segura, y nos apunta con un arma. No sabemos (ni podemos saber) si al pecho o a la cabeza, porque un brusco corte nos lleva a los títulos. Con esta breve escena que atraviesa la cuarta pared creemos estar frente a una pieza que va a aportar algo, si bien no novedoso, al menos cinematográfico. Pronto nos daremos cuenta de que este flashforward resume los pocos elementos netamente fílmicos que vamos a ver, y la pequeña intriga que genera ese sorprendente inicio se desvanece progresivamente junto con la presunta fiesta.
En los restantes 70 minutos que explican este inicio/desenlace, Sally Potter nos zambulle en la más absoluta teatralidad. El lugar donde se desarrolla la acción es una casa y es el único escenario. Está compuesto de cinco espacios conectados: un pasillo que desemboca en la puerta de calle, el living, la cocina, el baño y el patio. Ambientes claustrofóbicos, pequeños, encerrados. Los personajes transitan por ellos o se mantienen estancados en un lugar, cada uno con ciertas preferencias según la historia lo requiera: la anfitriona en la cocina, el anfitrión en el living, el invitado cocainómano en el baño, etc. Por más agobiante que sea la situación, los asistentes a la fiesta se desahogan solo en algunos sectores. Al parecer no hay escapatoria de la casa, como si esa puerta de entrada no pudiera ser de salida, justificada por ellos con leves argumentos que intentan reforzar esta permanencia gratuita (compararla con El ángel exterminador sería una insolencia). No hay elipsis espaciales: el área está tan delimitada que sabemos dónde está cada uno y la distancia que los separa sin sorpresas. Algunas salidas de escena conjuntas son realizadas de forma tan abrupta que pudieron haber sido indicadas en el guión directamente como mutis por el foro.
En tiempo real, los personajes son los que empujan la película hacia delante, acompañados por la asistencia que les da la cámara, que se mueve o queda estática según la intensidad que la escena requiera. Sus gestos iracundos, desconcertados, prepotentes son sostenidos por violentos primeros planos, las acciones por picados y contrapicados que le dan aún más (sí, más) intención a sus performances. Además, una fotografía blanco y negro, que podría brindarles cierta libertad en la puesta en escena, parece más enfocada en ofrecer un toque independiente-chic, ya que estéticamente no aporta demasiado. En resumidas cuentas, estamos hablando de un intento de realismo, por el uso del espacio y el tiempo, que sin embargo resulta artificioso al estar regido por una descomunal exageración tanto en las interpretaciones como en las reacciones. Quizás el impensado acierto sea: si va a ser teatral, que al menos lo sea en todos los aspectos.
Veamos de quiénes se trata la obra. La recién elegida Ministra de Salud británica, Janet (Thomas), organiza una fiesta por su nombramiento. Se encarga ella sola del menú para demostrar, más por cuestiones ideológicas que de camaradería, que sigue siendo la misma que (¿nunca?) fue. Su esposo Bill (Timothy Spall) es el DJ, quien sólo se levanta del sillón para seleccionar vinilos para su ejecución, con predominio del jazz, pero disparando gran variedad de ritmos, comenzando con un rhythm and blues que describe ambiguamente su situación («I’m a man de Bo Diddley»). La música, de hecho, es lo más placentero del encuentro, donde se escucha Coltrane, Ernest Ranglin, Albert Ayler, Ibrahim Ferrer, entre otros.
Como era de esperar, va cayendo gente al baile: April (Patricia Clarkson), la voz cínica e irónica que delata a cada personaje con hermosa impunidad, junto a su compañero (Bruno Ganz), quien equilibra con su buena y contradictoria vibra los filosos ataques que van despintando las caretas de los participantes del evento; Martha (Cherry Jones), amiga de Bill, quien llega primero para luego dar paso a su joven pareja Jinny (Emily Mortimer); y completa la nómina Tom (Cillian Murphy), el elemento desestabilizador que el aportará ritmo y capitalismo a la celebración.
Lejos de ser un grupo de amigos, pareciera que Janet no tuvo buen tino en la elección de los invitados, o nunca tuvo tiempo para crear relaciones verdaderas. O, en realidad, lo que quiere es demostrarle a todo este grupo humano que finalmente lo logró, que ahora es alguien importante y con decisión pública, más allá de las doctas disertaciones que todos emiten. Sin embargo, a nadie le importa que ella haya logrado su objetivo. Cada uno posee un anuncio o propósito a llevar a cabo que poco (o nada) tiene que ver con la razón por la cual fueron invitados. Salvo April, nadie está dispuesto a festejar el nombramiento de Janet sino todos prefieren enfocarse en sus propias vidas. Ni siquiera su misterioso amante, quien llama insistentemente, manipulándola con su molesta obsesión. Es decir, ella tampoco puede festejar su logro en sincera compañía.
The Party se afirma en confrontaciones las intelectuales y existenciales que experimenta este grupo frente a la caída de los conceptos rígidos que los sostienen, más en apariencia que en esencia. Así, la dualidad se hace presente poniendo en contradicción a los personajes y desmoronando sus certezas: idealismo, materialismo, espiritualidad, feminismo, etc. Cada uno dispone de una marcada doctrina, pero a la vez no pueden evitar contradecirse en su accionar, poniendo en duda el status quo que los mantuvo erguidos hasta el momento. Es evidente la marcada división de pensamiento, que a pesar de su progresismo no pueden conciliar sino a través del caos. Aquí radica la gran virtud de The Party (que no es su duración, como se pude llegar a pensar): poner en evidencia a todos los participantes, pero no desde sus celulares como pasaba en Perfectos desconocidos (tanto en la versión italiana como en la española de Alex de la Iglesia), con la que comparte los rasgos escénicos, sino directamente desde sus ideologías, haciendo tambalear todo lo que hasta el momento habían creído ser. El chiste de la película está justamente en sus controversias, disyuntivas e interpelaciones. Algunos podrán replantear su presente, otros directamente dispararán contra la cámara.
Sabiendo esto, solo queda entregarse a las ganas de disfrutar de una comedia que, sobre todo gracias al personaje Clarkson, vale la pena mirar, consagrada a las problemáticas políticas, religiosas, culturales, académicas de la English Society. O, mejor dicho, disfrutar una farsa, que abunda en notas exageradas, (sobre)actuadas por notables intérpretes, que no necesitan presentarse a una doble función todo los días. Esto no significa que sea teatro filmado, sino más bien una obra escrita para cine, pero con ganas de ser llevada a las tablas, caso contrario a lo que solemos estar acostumbrados. Ese rasgo le otorga cierta originalidad a la nueva creación de Potter.
The Party (Gran Bretaña, 2017). Dirección: Sally Potter. Guion: Sally Potter, Walter Donohue. Fotografía: Aleksei Rodionov. Edición: Emilie Orsini, Anders Refn. Elenco: Kristin Scott-Thomas, Tomothy Spall, Patricia Clarkson, Cherry Jones, Bruno Ganz, Emuly Mortimer, Cillian Murphy. Duración: 111 minutos.
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