Por fin podemos ver la historia de una rock star de los 70 convertida en un musical kitsch y desprejuiciado, que no le interesa más que recorrer la vida de ese artista cuya carrera estuvo siempre a la altura de su ego. Elton John, quien se involucró personalmente en la producción de Rocketman, no solo es una de las últimas estrellas vivas de ese glam explosivo de los tardíos 70, sino que su repertorio resulta el mejor cancionero para un musical que se atreve a contarse a partir de sus letras, a invadir los espacios con bailes sensuales y coreografías festivas, que juega con el tiempo siempre a su favor. Notable el trabajo del director Dexter Fletcher, quien tuvo revancha luego de quedar invisibilizado en Bohemian Rhapsody (fue el que completó la dirección de la película luego de que despidieran a Bryan Singer) para demostrar cómo hay que filmar cuando se tiene coraje y amor por la música.
Rocketman comienza con una mentira. Para el cine, no hay mejor inicio que ese. Ataviado como un extraño diablillo anaranjado, Elton John, el artista, el borracho, el fiestero, entra en una charla en una clínica de rehabilitación de adictos. Ese espacio ficticio, de sola existencia cinematográfica (que además está desplazado en el tiempo, porque Elton comenzó su desintoxicación mucho después de lo que la película declara), es el eje sobre el que se despliegan los fantasmas. Allí aparece el niño Reginald Wright, hijo no querido por sus padres, miembro de la clase trabajadora del norte de Londres, prodigio del piano y la composición musical. La película lo sigue hacia el pasado, lo sumerge en un musical callejero, usa las letras compuestas por Bernie Taupin para contar ese origen solitario y desclasado. La forma de enlazar los momentos musicales nada tiene del rigor cronológico de las biopics adocenadas a las que nos tienen acostumbrados: el juego propuesto por Rocketman consiste en integrar la música de su artista a su historia, sin pruritos ni delegaciones.
Cuesta imaginar la película sin la desenfadada interpretación de Taron Egerton, que antes que la consabida imitación elige capturar el espíritu de su modelo: Elton John era un performer, un actor en escena, capaz de trasmitir al piano y con sus extravagantes atuendos la misma fuerza que se desprendía de sus acordes. La escena que muestra su triunfo en el club Troubador de Los Ángeles captura esa vibra en la puesta en escena, la sensación de ver recreado ese instante en el que nace una estrella. Por ello las interpretaciones de cada canción que realiza Egerton le son propias, sí modeladas en el estilo de Elton John pero no concebidas a partir de la mímica o del uso de dientes u otros postizos. Su personaje se eleva más allá de esas ridículas exigencias de un realismo que solo daña a las películas en lugar de hacerlas libres.
Rocketman no escapa a los escalones previstos en toda biografía musical. Un pantallazo sobre la infancia, el descubrimiento del talento, la difícil entrada a la industria discográfica, el triunfo en escena, los peligros de la fama, el desafío del regreso y la redención. Sin embargo, Rocketman sí consigue originalidad en cómo hilvana esos estadios, cómo usa la música no como forma de ilustración de esas instancias sino como epicentro de su construcción. Para conocer el sentir de esa infancia sin amor del pobre Reggie basta verlo bailar entre las siluetas de su pasado, ver deambular a sus padres –increíble Bryan Dallas Howard como la madre tilinga y negadora- entre las paredes de esa cocina oscura de los tempranos 60. Todos esos momentos de ascenso -desde el atisbo de su talento y su sexualidad en la banda blusera de los suburbios londinenses hasta la escritura conjunta con Tupin en la pensión, y el descubrimiento de “Your Song” como el primer himno- se contagian de un pulso anárquico, desenfadado, glamoroso y vital. No hay demasiados escrúpulos en el propio Elton John de hacer su película rigurosa, sino de hacerla espiritualmente fiel a sí mismo.
Quizás en lo que menos profundiza la película es en la vida sexual de Elton, quien descubre su deseo con el villano John Reid –Richard Madden más envarado que nunca con su pelo azabache y su sonrisa Colgate flúo- y luego se entrega a orgías más visuales que sexuales. Pero aún en ese cliché del clóset y la pendiente autodestructiva del alcohol y la tentación del suicidio hay algo atrevido. Por ello uno de los mejores números musicales es “Goodbye Yellow Brick Road”, que no solo se emancipa del uso del espacio unitario en el musical clásico, sino que enlaza el ritmo con el estado de ánimo del personaje, trasmite la frustración de sus sueños sobre los mismos pasos que Dorothy había dado en El mago de Oz. La película no necesita las pretensiones de un musical de Broadway ni la seguidilla de hits de una rockola; encuentra su libertad en la fantasía, más allá de la verdad y el deber.
La verdadera historia de amor de la película es la que Elton John sostiene con su letrista a lo largo de más de cuarenta años. La forma en la que la película se apropia de las palabras imaginadas por Brian Tupin para dar cuenta de la vida de Elton, de los momentos más extáticos y dolorosos de su vida, es la clave para entender la importancia de esa amistad. Esa química que se logra entre Egerton y Jamie Bell -quien da vida a Tupin- es el pilar para sostener esa mutua compañía a lo largo de los años, sin necesidad de reproches ni juzgamientos. Juntos celebran levitando al ritmo de “Crocodile Rock”, pero también se encuentran en los jardines de la clínica de desintoxicación cuando las palabras ya no son necesarias.
Rocketman es un musical a la medida de su estrella, capaz de contener en su forma la esencia de una figura que solo existió en aquel tiempo irrepetible. Fletcher se apropia de los lugares comunes de las biopics musicales al insuflarles pasión y potencia, al revivir en esos mismos peldaños de ascenso y caída, en esa dualidad entre el niño no querido y la estrella avasallante, el alma de quien los encarna.
Calificación: 8/10
Rocketman (Estados Unidos/Gran Bretaña/Canadá, 2019). Dirección: Dexter Fletcher. Guion: Lee Hall. Fotografía: George Richmond. Montaje: Chris Dickens. Elenco: Taron Egerton, Jamie Bell, Richard Madden, Bryce Dallas Howard, Gemma Jones, Steve Mackintosh. Duración: 121 minutos.
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