El Robocop de Padilha es un mainstream que dice mucho de los tiempos en que vivimos y de los que vendrán porque mana de los centros de poder globales, esos que deciden los asesinatos de muchos convenientes para pocos y moldean las vidas de unos cuantos, por no decir la mayoría, de nosotros, lo que no equivale a decir que carecemos por completo de poder de decisión pero sí que puede estar más fuertemente condicionado que nunca. Así que el Robocop de Padilha es una película terrible, ya sea porque muestra las condiciones objetivas en las que vivimos inmersos, lo que incluye la fascinación imperiosa de la tecnociencia, la brecha económica más grande de la historia, la sumisión de los poderes políticos regionales al de las corporaciones transnacionales que no dejan resquicio del planeta, del cuerpo y de la psique sin controlar, etc.
La enumeración no obedece al olvido de la dimensión de entretenimiento de la película, que es eficaz y significativa, sino a que el discurso de ella es abiertamente progresista, lo que hace todo más desasosegante aún, y no lo digo porque venga a caballo de un vehículo cuya ideología de base no puede favorecer ningún cambio, contradicción más o menos habitual si no inherente a un espectáculo de estas proporciones y naturaleza, o porque durante los segundos finales se note la intervención de algún organismo censor (acaso la oficina de enlace del Pentágono con Hollywood), sino porque revelaría una vez más aquello de que el camino al infierno está alfombrado de buenas intenciones.
Una película como esta, cuya mitología es la de la potencia masculina, transmite una impotencia radical. El crítico español José Luis Guarner señalaba al momento del estreno de la original el énfasis fálico de la película de Verhoeven, marca de fábrica de la puesta en escena claramente sexual de todo el cine holandés, aquí desaparecida por completo. No se trata de que tengamos la posibilidad de ver el acoplamiento de un humano con una máquina porque soy capaz de entender que Cronenberg no sea el estándar de la industria, sino de que aquí nada ni nadie tiene actividad sexual alguna, con la desencarnadura y desafectación que ello implica.
Si la pérdida del deseo es la causa de la melancolía más radical, eso aquí ya no es sólo un problema del protagonista, que tiene que lidiar con la falta de cuerpo (este Robocop tampoco come), sino una característica de todos los personajes. Los que lo tienen hacen como si no lo tuvieran o lo han puesto al servicio de una maquinaria que no los precisa o prefiere sus cerebros a cualquier otra cosa. Es el caso, por ejemplo, del director de Omnicorp y sus asesores, a quienes ni siquiera podemos detestar, como sí nos pasaba con los de la original, porque no expresan sus pasiones con una intensidad tal que permita adjudicarles villanía.
Esta Robocop no es una película de ciencia ficción sino una ficción realista, lo que indicaría que quizás llegamos a un punto de la historia en el que la ciencia ficción es nuestro más preciso costumbrismo, ocurrencia que no deja de ser espantosa porque el género expresa, en líneas generales, una fascinación alienada hacia la técnica. En la RoboCop de los ’80 había carne y sangre -además de los fierros de las fábricas abandonadas de la hoy quebrada Detroit- como aquí ya no hay, hasta en la forma deforme de un cuerpo corroído por desechos químicos, además de una mano volada por una escopeta doble caño, los cuerpos de dos putas de lujo y el de un yuppie masacrado que estaba allí para que gozáramos con la fantasía de asesinar a ejecutivos ambiciosos y despiadados, lo que no dejaba de ser una sublimación reduccionista de la acción revolucionaria y/o «terrorista» en tiempos del ascenso de la escuela de Chicago a la cima del poder económico global, que está en todas partes y en ninguna.
La escena más poderosa de la película de Padilha, una versión de la del espejo superior a la de la original, es la expresión del repliegue corporal y físico más brutal que he visto en los últimos tiempos, merecedora de figurar en cualquier antología del cine de terror porque expone una refutación de lo humano (vuelvo a repetir esta palabra y me preguntó de que estoy hablando cuando la escribo y pienso inmediatamente en lo carnal sin que esto me satisfaga del todo, pero no borro la expresión porque por algo fue lo primero que vino a mi mente) tan nefasta como para negarle el derecho a morir, no así el de matar. Si la potestad sobre el propio cuerpo está negada de tal modo, si la disolución del ser consiste en que se le revele su falta de alma (verdadero gesto desalmado) para que luego también se le quite la potestad de esa materia sin potencia simbólica, única cosa a la que ha sido reducido, entonces estamos ante “el horror, el horror” de la locura de Kurtz en Apocalypse Now.
No importa que la parábola termine con la recuperación del albedrío porque ese albedrío, en este caso, no deja de ser uno institucionalizado por el cuerpo de policía, la ciencia al servicio del capital privado mas desproporcionado y la familia tipo, lo que no parece tranquilizador en lo más mínimo en un mundo en el que cada una de esas instituciones reproducen aquello que dicen combatir o aquello de lo que pretenden resguardarse.
Lo que permanecía de humano en Robocop luego de su muerte y resurrección en la película de Verhoeven se revelaba cuando revoleaba la pistola como un cowboy. Ese gesto introducía la liberación siquiera parcial del humor, extremadamente irónico bajo su aparente superficialidad, como siempre en Verhoeven, la vanidad como autoestima y el juego (incluso a pesar de ser la reproducción de una imagen televisiva). Todos y cada uno de esos elementos están por completo ausentes de la película de Padilha, y esas ausencias tapian toda posibilidad de fuga, vale decir de di-versión, para tampoco darnos el consuelo sacrificial de la tragedia que otorga sentido o cuanto menos descarga momentáneamente la tensión acumulada. En el RoboCop de Verhoeven había incluso creencia religiosa, aunque más no fuera a través de una exégesis irreverente del cristianismo, pero en el de Padilha no hay nada, y hasta esa nada carece de la desmesura festiva nihilista, que puede ser creativa en su radical inquietud destructora.
Lo terrible de este Robocop es la soledad que le ofrece al espectador su ficción sin sujeto, la falta de otro que le devuelva la mirada desde la pantalla. Y no me refiero solamente a la falta de Dios, un padre o un creador, Gran Otro del mito inspirador de Frankenstein (y de Blade Runner), sino incluso a la elemental de un compañero que asista al crimen que funda su condición de hombre-máquina y de un criminal que lo ejecute de cuerpo presente, como sucedía en la de Verhoeven con el villano que acribillaba a Murphy y catalizaba el odio resuelto en venganza, y con el personaje de Nancy Allen que asistía, impotente como el espectador, a la ejecución detrás de una reja al igual que Michael Douglas mientras decapitaban a su compañero Andy Garcia en Lluvia negra. Entonces, total impunidad, total despersonalización, total anomia. Son sólo negocios, globales y totalitarios como el de los drones o el del JSOC (Mando Conjunto de Operaciones Especiales estadounidense, cuyo accionar actualmente activo en más de 70 países, ajeno a cualquier convención jurídica internacional, podría extenderse al nuestro con la excusa de combatir el narcotráfico y es más desalmado que el de cualquier Robocop, según lo expone el documental convencional con imágenes excepcionales Dirty Wars). Si hasta el operador televisivo de Samuel L. Jackson resulta simpático en comparación con aquellas máquinas literales e institucionales de torturar y matar estamos todos en el horno.
Aquí pueden leer un texto de Ignacio Izaguirre sobre esta película.
Robocop (EUA, 2014), de José Padilha, c/ Joel Kinnaman, Gary Oldman, Michael Keaton, Samuel L. Jackson, Abbie Cornish, 108′.
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