Un chico mira desde lo alto de la escalera como un grupo de hombres introduce en la casa el cadáver de su padre. La visión de Justin (el chico) es sesgada, cenital, los ojos son fríos, los de un adulto, su relato de los hechos también es frío y detallista.
Un hombre, su tío Alex (Daniel Auteuil), un policía hermano de Iván, el muerto, viaja por el paisaje helado en busca de la casa paterna en donde yace el cadáver de su hermano. Lo acompaña Juliette (Laurence Côte), una joven de aspecto andrógino. Juliette ha sido amante de Iván y ahora lo es también y simultáneamente de Alex y Marie (Catherine Deneuve), su profesora. El relato de Téchiné avanza y retrocede en la medida en que el lugar del relator es tomado por Justin, Alex o Marie. Todos confluyen en un lugar físico y en un tiempo preciso: la casa de campo cubierta por la nieve en donde velan a Iván y en donde vela y gobierna el padre de ambos, jefe de la banda de ladrones de automóviles que integraba Iván, muerto en un tiroteo durante un robo. El padre, que parece ocupar un lugar menor en el desarrollo de la historia, es, más que un jefe, un dios implacable, el verdadero eje alrededor del cual giran los demás protagonistas.
Como en la mayoría de las películas de Téchiné (Las hermanas Brontë, Hotel des Ameriques, Mi estación preferida) hay en Los ladrones un grupo de gente cuyos vínculos, más que familiares, rozan lo tribal. Dentro de ese grupo se tejen relaciones cambiantes y ambigüas en donde el incesto y la homosexualidad, latentes o explícitos, tienen un lugar más importante en el desarrollo dramático, que la heterosexualidad. Ese elemento no es anecdótico porque de esa manera sus personajes (y ello es notorio en Los ladrones) no salen del ámbito grupal que los contiene. Alex y Juliette, Iván y Marie, Justin y Jimmy, hermano de Juliette e integrante de la banda; viven pasiones soterradas, sepultadas bajo capas de hielo como el que cubre el paisaje de la casa paterna. Justin esconde bajo la nieve el revólver de su padre (como un preanuncio de la vida que ha elegido para su futuro entre las opciones que se le presentan: el odiado tío policía y el padre, delincuente, apasionado, pero muerto). Sus ojos enormes, permanentemente abiertos, desmenuzan hasta el menor detalle de las vidas del grupo. Como todos los personajes «fríos» de la película, parece ver y comprender cada cosa, aun el futuro que le espera. Simétricamente su padre, que lo ha visto todo con los ojos de la pasión, muere con un balazo en el ojo.
Aquella distinción -groseramente, los personajes «fríos» y los «apasionados»- es esencial y aparece reiteradamente en Téchiné. En Los ladrones Alex, Jimmy, Justin y fundamentalmente el padre, supremo sacerdote que sacrifica a sus hijos en el altar de la conservación del orden grupal son, al menos aparentemente, gélidos y maquinales. Otros en cambio son pasionales, desbordados (Iván, Marie y, alternativamente, Juliette). Su conducta fuerza los límites del grupo y tiene, casi siempre, un resultado: la muerte; ya sea por mano propia como Marie o enfrentándose con la ley -la otra, la de la sociedad- como Iván.
En este mundo de hielo perpetuo y fuego contenido, toda pasión es mirada con sospecha, toda forma de prolongar la vida es un riesgo peor que la muerte. No obstante el hielo y el fuego se unen a veces como una tempestad imposible. Para unos, sentir, consumirse en el calor interno, en el amor, salir de sí mismos, es el peligro supremo porque significa incorporarse a ese mundo invernal, ingresar a la muerte verdadera. Sobrevivir, paradójicamente, es vivir en un mundo muerto. Alex, al principio, coge con Juliette como una simple función higiénica, los dos vestidos, odia el contacto con la piel humana, se baña antes y después, goza con el sexo anal, sin riesgo de reproducirse (-Traer un hijo a este mundo es cosa de locos, dice a Iván. -¿Locos? Es la vida simplemente, le contesta este). Sin embargo, la figura ambigüa de Juliette le acercará el peligro del amor poniendo en juego su rigidez y hasta su sexualidad. Repite así la historia de Marie, una abuela que tardíamente -la imagen apolínea de Deneuve- descubre con Juliette su bisexualidad.
Juliette oscila entre unos y otros (¿Es su aspecto de efebo lo que atrae tanto a Alex como a Marie?), los angustia con sus tentativas de suicidio -sin embargo quien se mata es Marie-, finalmente sale del grupo y elige una vida «normal», lejos de unos y otros. Su hermano Jimmy, otro de los «fríos», deposita su pasión en el robo de autos y cuida de Juliette con celo incestuoso («no cogés nunca», le dice ella, e inmediatamente él -desnudo- la derriba y se acuesta sobre ella para salvarla de uno de sus intentos de suicidio).
Jimmy y el padre están aliados en la custodia del orden, en el grupo y más allá de él. Jimmy propone al padre extender su «negocio» a los países del este, un nuevo territorio para el delito. En el siglo XIX los últimos coletazos del romanticismo traían a Drácula -el mal, la muerte- desde los helados territorios del este. En Los ladrones, el invierno y la muerte invierten el recorrido: con el fin del milenio es occidente el que va a llevar su cultura muerta a las tierras vírgenes del este.
Como el fuego y el hielo que luchan permanentemente en el paisaje y en los protagonistas, el relato de Téchiné lucha y se resiste a entregarse a alguno de sus extremos: el de la belleza formal en donde lo aguarda el Panteón de la Academia; el de la pura explosión dionisíaca que su temperamento no le permite. El resultado es una permanente y bella tensión entre un mundo sombrío que se resiste a reconocerse muerto: el del padre represor de los sentidos y sentimientos; y otro en donde porfiadamente persiste lo vivo, que aflora espontánea e incontroladamente dentro de cada uno, como el fuego que, aun pálido, sobrevive debajo del hielo.
Los ladrones (Les voleurs, Francia, 1996), de André Téchiné, c/Daniel Auteuil, Catherine Deneuve, Laurence Côte, Benoît Magimel, 117′.
Publicado en La vereda de enfrente, Nº 12, noviembre de 1997.
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