Tras una breve escena, el cuadro familiar atípico se destruye para hundir al ama de casa en la depresión y la miseria -también breves-, funcionales como puntapié inicial hacia un camino de reconocimiento en el que el descenso moral conduce a la realización personal donde el rol de mujer cambia drásticamente: de la sumisión a la transgresión.

El comienzo de Madraza muestra a la familia reunida a la mesa, desayunando, en medio de diálogos acartonados que buscan funcionar como precursores de lo que sucederá más tarde: el asesinato del marido y la transformación de la “Madraza” -apelativo que la define en su rol de mujer- en asesina a sueldo. Esa primera escena muestra incomodidad por lo acartonado, y el montaje la fragmenta, recortándola no sólo en extensión sino también en importancia, porque lo que interesa no es el drama de la situación sino todo el bagaje de acción que se despliega al comenzar la trama policial. La escena de la depresión de la protagonista se realiza en cámara rápida, en contraste con los ralentis espectaculares que se suscriben a las escenas de ejecuciones, tratadas siempre con encuadres cuidados tomados del género (como la de las botas reflejándose en un charco del galpón). La violencia se espectaculariza mientras el dramatismo se trabaja como mero agente que activa la masacre.

A medida que el relato se pinta de policial, los diálogos, las actuaciones, las acciones, todo se desarrolla con naturalidad, de forma que la narración se torea ligera, sin detenerse en grandilocuencias, anclándose en pases de comedia y definiendo tanto los personajes como la trama mediante la misma acción. El duelo se sobrepone a los tiros. No obstante, no se mata por venganza sino por necesidad económica.

La marginalidad que parece inundar la pantalla no tiene como propósito la crítica social, o no más de la que había en el polar francés, que utilizaba un trasfondo de corrupción general en la sociedad. Corrupción a la que se le suma la situación de precarización laboral como hecho ineludible, mas sin dramatizarla. No hay intención de denuncia. Por ejemplo, no se nombra a la villa que recorre Matilde, sino que simplemente se da referencia geográfica, estableciéndola cercana a Puerto Madero (Villa Rodrigo Bueno). Por lo tanto, no hay intención de anclar la narración a un espacio específico que sería necesario para la acusación. Los personajes de clase baja funcionan como sostén de la protagonista no sólo en la ilegalidad -le enseñan a usar armas, a defenderse, y a huir de la ley-, sino que Valeria (Sofia Gala), además, le pide recapacitar, dejar de delinquir, aunque tengan que volver a la pobreza. Es decir: la pobreza no se equipara a la delincuencia. Asimismo, la marginalidad de los personajes no es retratada de forma condescendiente: sus gestos lingüísticos y paralingüísticos son dibujados con franqueza, sin exageración que los condene. La pobreza no es filmada “desde arriba del hombro”. En varias ocasiones, del personaje de Gala y su novio dependerá el comic relief. La incorporación de la escena del conjuro pareciera tirada de los pelos, pero no desentona con el carácter despreocupado y juguetón de Valeria: no sólo define al personaje de Gala sino que además funciona como irónico deus ex machina: las cosas que pide la protagonista, aunque el conjuro sea “inventado”, se cumplen.

Por otra parte, la representación de la ley tampoco termina de definirse como acusadora. Mientras hay corrupción por parte de algunos oficiales, otros se muestran más que capaces en su trabajo. La ambigüedad del inspector/poeta (Gustavo Garzón) hace que mantenga el relato en tensión además de tornarlo atractivo. No se lo describe despectivamente.

El personaje que realmente evoluciona a lo largo de la trama es el de la protagonista, quien comienza como “ama de casa común y silvestre” -así la define el inspector-; partiendo de la inocencia, el sometimiento y la inseguridad, para subvertir todas estas características y transformarse en asesina a sueldo. Un cambio -tanto de carácter como físico-, que ocurre por necesidad, casi impuesto por las circunstancias, pero del que termina haciéndose cargo y disfrutando porque la representa tal cual es (“Ahora soy genuina”, dice Matilde).

Un camino descendente que lleva a la realización del personaje. Aparece el final feliz, que en principio parece empalagoso, pero no es tal, dado que no es el final moralizante del cuento de hadas: no hay una reivindicación del status quo. La “madraza” termina castigada a medias pues logra todos sus cometidos: una vida de adrenalina, en contraposición a su situación sumisa como ama de casa; ayudar a sus amigas; y salir en televisión.

Madraza (Argentina; 2017), de Hernán Aguilar, c/ Loren Acuña, Gustavo Garzón, Sofía Gala, ’94.

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