No intenso agora es el regreso al cine de João Moreira Salles después de diez años. Santiago (2007) había sido, según sus propias palabras, una especie de cierre, el tramo final de un recorrido que parecía agotado. Es una suerte que haya vuelto al cine. Las muertes no tan lejanas de Chris Marker, Harun Farocki y Eduardo Coutihno, los tres grandes nombres que suele mencionar cuando le preguntan sobre sus referentes, lo dejan como uno de los pocos cineastas que materializan las posibilidades abiertas, siempre inacabadas, del ensayo cinematográfico. En sus películas, como en la de aquellos, las imágenes reconocen su artificio y su potencia, se conectan con lo real desde la desconfianza, pero también, paradójicamente, desde la convicción de que todavía pueden revelarnos un secreto. Sólo basta insistir con la mirada.
Las imágenes de archivo que integran el recorrido de No intenso agora, y que Moreira Salles, desde su voz, revisa, analiza e interpreta, proceden de diversas fuentes, pero comparten una misma época: todas se sitúan temporalmente a fines de los años sesenta. Hay imágenes tomadas por su madre durante un viaje a China, en plena Revolución Cultural, archivos domésticos, periodísticos y cinematográficos de los Años de Plomo en Brasil, de la Primavera de Praga y sobre todo del Mayo Francés. Los hechos ocurridos en París ocupan una parte importante de la película, tanto por el tiempo que les dedica como por lo que implican para el cineasta en términos simbólicos. El mayo francés, su irrupción, su agotamiento y sus reverberaciones funcionan como el faro que ilumina una serie de ideas que no se hacen explícitas pero que sostienen especialmente un tono (cargado de saudade) y, a partir de ese tono, una toma de posición.
Para Moreira Salles el acontecimiento político no se puede pensar mientras sucede. Se puede registrar, eso sí, pero para comprenderlo tiene que pasar mucho tiempo. Mientras más tiempo mejor. Santiago es un ejemplo: tuvieron que pasar trece años para que Moreira Salles entendiera, en una irrupción de lucidez, cuál había sido el problema en la película que intentó filmar sobre quien había sido el mayordomo de su familia: “durante el rodaje, Santiago nunca dejó de ser mi mayordomo y yo nunca dejé de ser el hijo de sus amos”. Al inicio de No intenso agora aparece una idea similar con la fuerza de una sentencia: “No siempre sabemos lo que estamos filmando”. Y la vuelve imagen a partir de una escena familiar en la que la cámara captura no sólo los primeros pasos de una niña brasileña sino también las diferencias de clase al interior del plano: cuando la niña empieza a caminar, la niñera se aleja del cuadro acomodándose en los márgenes, al fondo, como si no formara parte del retrato familiar. Como ese momento hay varios, pero ese es quizás el más potente, el más notable. Más adelante, ante fragmentos registrados durante el mayo francés, observa la escasa participación de las mujeres en las discusiones, en las asambleas, en las conferencias; el modo en que la cámara, en las imágenes de archivo, deja de prestarle atención a los estudiantes para concentrarse en los sindicalistas en un momento en que el movimiento había perdido su fuerza; la presencia marginal de los negros en las discusiones que se daban espontáneamente en las calles y en los auditorios académicos; y la belleza atlética, cargada de fervor político (y acentuada por la decisión de detener y desmenuzar el movimiento), de un hombre que arroja piedras a la policía en lo que parece, según el cineasta, un gesto de retirada.
Esos instantes son algo más que la ilustración de una idea. Moreira Salles está haciendo filosofía con imágenes ajenas. No se deja absorber por las tentaciones de la superficie ni tampoco se excede con las interpretaciones, ese impulso que excava más allá del texto para encontrar un subtexto que resulte esclarecedor, como advertía Susan Sontag en la misma época de la cual proceden muchas de estas imágenes. Moreira Salles mira, vuelve a mirar y, cuando está agotado, se toma su tiempo y vuelve a mirar. Las respuestas (o los interrogantes que iluminan el devenir) surgen porque la voluntad que lo mueve no es externa al cine, en el sentido de que no viene a imponer una lectura a partir de una matriz externa, sino que se concentra en los detalles, los gestos y la distribución de los cuerpos, toda esa materia prima cinematográfica que permite trazar un puente entre las partes y el todo, que permite, en definitiva, decir algo más sobre un momento histórico a partir de un cuerpo que arroja una piedra o la mirada de una joven cargada de plenitud mientras atiende por teléfono a la madre de un compañero que no vuelve a casa desde hace varios días. De allí, de esos pedazos detenidos que su voz ilumina, deduce un espíritu de época.
En Sans Soleil (1983), la obra maestra de Chris Marker, sucede algo similar con las imágenes, pero en un sentido opuesto. La voz va encontrando en el flujo visual y sonoro pequeñas revelaciones que desarma luego de pasar por ellas, lo que genera, hacia el final, la sensación de que cada uno de los fragmentos estuvo cosido en algún momento por un hilo frágil, pero que ese hilo ya no existe. Todo está disperso, abierto, como si nos acabáramos de despertar de un sueño. En No intenso agora, Moreira Salles se encarga de que cada revelación se cierre luego del paso de su mirada, se vuelva parte de un sistema, un axioma que conduce a una conclusión. La imagen entrega lo que tiene para dar y luego se la acomoda dentro de un cajón mental. Todo se percibe ordenado, cerrado. Por eso es tan placentera de ver y por eso ciertas secuencias, con las ideas que despiertan, perduran tanto en la memoria.
Allí reside la gran virtud y el gran problema de No intenso agora: construye un laberinto hermoso, nos mete adentro y lo cierra. El momento de ebullición que representa el mayo francés, cuyos pedazos parecieran haberse difuminado con gran velocidad en dos o tres semanas, se percibe encapsulado. Lo único que queda es una experiencia intensa pero efímera ligada a la juventud, sin mayores derivaciones históricas o políticas. Y la voz de Moreira Salles, como la del adulto que observa con condescendencia la tierna ingenuidad de los jóvenes, lo recuerda y lo subraya. En una entrevista que le hicieron para la revista Pulsión dice, citando a Fernando Pessoa, que “Todas las cartas de amor son ridículas”, una frase que remite al carácter efímero de cualquier emoción que en el momento en que irrumpe parece absoluta. La ridiculez que el cineasta le atribuye al fervor amoroso se extiende, en la película, al compromiso político. Su voz recuerda, con amarga ironía, las ilusiones de transformación que movilizaban a los jóvenes del mayo francés o a los checos que protagonizaban y cantaban durante la Primavera de Praga, antes de la llegada de las tropas soviéticas. Del tono elegíaco surgen frases como “Todo parecía posible”, “El futuro era brillante”, y sus negaciones, que vienen a disipar las apariencias: “Lo cierto es que el movimiento había perdido su fuerza”.
El foco desmarca a la figura al mismo tiempo magnética y patética que encarna Daniel Cohn Bendit, el joven francés que lideró un “movimiento sin líderes” y que pronto, dice Moreira Salles, fue cooptado por el mercado, primero porque permitió que una revista le pagara un viaje a Berlín con la condición de que lo acompañara un fotógrafo frente al cual debía posar, y luego porque accedió a escribir un libro sobre el Mayo a cambio de una buena suma de dinero. La figura de Cohn Bendit le sirve al cineasta para reforzar, por un lado, la idea de que la ausencia de programa, resultado de una “espontaneidad incontrolable”, condenaba al movimiento a la fugacidad, y, por el otro, la idea de que el acontecimiento político fue menos importante que la experiencia personal de sus protagonistas. Para Moreira Salles lo personal no es político. Lo político es un ruido que distrae de lo importante, y lo importante es lo que sucede cuando la experiencia intensa termina, ese momento en que todo parece desinflarse. Es palpable en los fragmentos dedicados a China, cuando se apropia de las impresiones de su madre para convertirlas en una declaración poética: “La belleza vive aparte, lejos del drama de los hombres”. Y también en la secuencia en que confronta los funerales masivos de Jan Palach, Edson Luís, Gilles Tautin y Pierre Beylot. En el primero, dice, el funeral es político, pero también privado: hay personas (familiares, amigos) que lloran al muerto (“La dimensión humana de la tragedia no fue devorada por la política”). En el del militante asesinado Edson Luis, por ejemplo, los que marchan están enojados, la muerte es “utilizada”. Es una secuencia brillante, precisa y bella, pero también cuestionable, porque dice muy poco sobre el contexto de esas muertes o sobre la dificultad de sostener, en un país como Brasil, en una época como esa, la distinción entre lo personal y lo político.
Como el ángel de la historia de Benjamin, Moreira Salles mira con melancolía hacia la tierra devastada, pero también con un aire de superioridad. Su voz se pasea entre las imágenes como si el presente, desde el cual No intenso agora, del mismo modo que cualquier película, ordena los materiales, estuviera por encima del pasado y, casi por defecto, tuviera un complejo de inferioridad ante el futuro. El problema es que, si cualquier toma de posición política es susceptible de revelarse ridícula a posteriori, ¿qué se puede hacer salvo mantenerse al margen? La desconfianza, el escepticismo frente a cualquiera promesa, replica la sensibilidad contemporánea más que la de los sesenta. Es curioso que durante la época a la que Moreira Salles vuelve y de la cual recupera fragmentos de películas, hubiera en Latinoamérica cineastas como Glauber Rocha o Pino Solanas. Si en No intenso agora las imágenes destilan derrota, en películas como Tierra en trance (1967), de Rocha, o La hora de los hornos (1968), de Solanas, lo que prevalece es, en el primer caso, la necesidad de romper todas las estructuras y entregarse a una fabulación emancipatoria y, en el segundo, encauzar la acción del pueblo a partir de un programa político. Para Rocha el cine era un explosivo, para Solanas una herramienta.
Hoy ya nadie cree que la experiencia cinematográfica pueda ser pensada como el resultado de un trayecto unidireccional entre la producción de una película, su comprensión y el pasaje al acto. Para decirlo de otra manera: ya nadie piensa que un espectador, luego de ver una película que desnuda las injusticias del mundo, sale del cine con la voluntad de hacer algo para transformarlo o con la necesidad de romper todo. Pero la idea de que las imágenes cinematográficas son inútiles, inocentes y no orientan la realidad hacia un lugar, al menos difuso, tampoco es cierta. Incluso encerrando promesas más modestas que las que movilizaban a los grandes cineastas latinoamericanos (y con un alcance menor al que tienen otras formas del audiovisual), el cine sigue reordenando lo sensible, modelando la percepción y delineando un imaginario.
Entre el candombe de Tierra en trance o La hora de los hornos y el fado de No intenso agora, entre los tambores y los violines, entre un presente y otro, hubo dictaduras, ilusiones democráticas, procesos populares y el regreso de la derecha bajo el disfraz de la democracia, con una dinámica cíclica que permite pensar que el pasado, en varios sentidos, no está encapsulado, no está muerto, sino que vive y convive con el presente. El problema no es el pesimismo de Moreira Salles, sino que la sensación de derrota clausura la Historia, nos dice que el orden es imperturbable (como el que articulaba la relación entre el director y su mayordomo) y que, por lo tanto, cualquier cuestionamiento se vuelve ridículo después de un tiempo. Lo incómodo, para un espectador sensible, es que Moreira Salles lo diga con tanta belleza.
No intenso agora (Brasil/2017). Guion y dirección: João Moreira Salles. Duración: 127 min.
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