Atención: Se revelan detalles importantes del argumento.
Una mujer se presenta, visiblemente angustiada, ante un detective para denunciar la desaparición de su hijo. El detective recibirá la llamada de que han detenido a alguien (su hijo) y le informa a la mujer que deben esperar a que pasen 24 horas para iniciar una búsqueda formal.
Este es el comienzo de Sin dejar huellas (2018), película del director francés Erick Zonca, basada en una novela del escritor israelí Dror Mishani. El film se inscribe en la tradición del polar, al presentarnos al detective François Visconti (Vincent Cassel), no como el héroe justiciero impoluto, sino como un hombre que cuadra con el estereotipo del investigador desaliñado, atormentado por el pasado de una mujer que lo dejó por otro (dolor que intenta calmar con el alcohol) e incapaz de comunicarse y lidiar con su hijo adolescente, que se ha involucrado en la venta de drogas en un colegio. En resumen, Visconti es un tipo con una personalidad particular, desagradable e irascible, con la que se gana el desprestigio y la marginalidad por parte de sus compañeros y su superior.
En el conflicto entre Visconti y su hijo, el director expone una disfuncionalidad que acerca al policía a la familia que investiga por la desaparición del adolescente. La dificultad de comunicación entre Visconti y su hijo no es solo por diferencia generacional. Visconti, que como policía solo entiende de orden y castigo, lejos está de poder leer a qué responde la conducta de su hijo, (¿desafío al padre?, ¿llamado de atención?, ¿carencias afectivas?) y lo trata con dureza, imponiendo su posición antes que conquistar ese lugar de autoridad para su hijo, de la que él luego pueda desmarcarse para constituir su individualidad. Si la autoridad paterna se impone con el peso de la ley, como se ve en todas las escenas que involucran a padre e hijo, es porque no se ha constituido como tal. Y en tanto ley no implica una letra de hierro inquebrantable, que irremediablemente se vuelve injusta, sino aquella que es capaz de hacer excepciones de acuerdo a la particularidad de cada situación (aquí cabe mencionar el saber popular: “La excepción confirma la regla”). En este punto que aborda la dificultad para encarnar y sostener el lugar del Padre como representación de la ley, Zonca ya plantea un problema propio de la época como es la declinación del padre como ordenador privilegiado de la sociedad.
Para cuando Visconti vuelve al departamento de la familia Arnault, los policías no encuentran nada inusual, ningún rastro de lo que pueda haber pasado. De acuerdo al relato oficial de Solange (Sandrine Kiberlain), la madre, ella y su esposo regresaron de una cena tarde en la noche y sus hijos estaban dormidos. Luego, su esposo partió temprano en la madrugada para embarcarse, su hijo Dany se fue al colegio en la mañana y nunca más lo vio. Cuando Visconti sale del departamento, se encuentra en el hall con un hombre que actúa de modo sospechoso. El hombre se acerca a él, lo interroga sobre la investigación, y se presenta como un vecino, Yann Bellaile (Romain Duris), profesor de literatura que le dio clases de francés al joven durante el verano. Su carácter excéntrico, su modo de hablar del joven con llamativa admiración, definiéndolo como incomprendido por sus padres, pero comprendido por él, llama la atención de Visconti. Nace allí un primer sospechoso.
Bellaile, que aparenta ser un profesor serio, casado y con un hijo pequeño, enseguida se revela como un hombre intrigante, que no dice del todo lo que sabe, deseoso de escribir la gran novela que lo saque de su mediocridad. El profesor, obsesionado por su escritura, observa como estorbo en su objetivo profesional ocupar su lugar de padre respecto de su hijo, punto que lo emparenta con Visconti. Y para cuando Visconti lo siga -cual vouyeur- hasta su cuarto privado en el sótano, donde suele dar sus clases particulares, no por nada Zonka pone en boca de Bellaille el comienzo de Carta al Padre de Kafka. Es precisamente el padre autoritario, el que marca a su hijo en el destino férreo de ser una cucaracha desagradable y molesta, sin poder reconocerlo como diferente, uno de los ejes de la película. Y es ahí, en la diferencia entre el autoritarismo y la autoridad paterna, donde se cifra la pista que Visconti debe seguir.
Pero como Visconti está tomado subjetivamente por esta problemática, no puede leer las señales. Bellaile tiene todos los rasgos del culpable perfecto, el que esconde el deseo por muchachitos jóvenes con quienes se encuentra en el bosque cercano al vecindario, aptos para seducir no sin morbosidad. La atención del detective -y del espectador- se desvía así del núcleo familiar, cegada por esa implicación subjetiva, no sólo por su identificación en la problemática del desencuentro en la relación padre-hijo, sino también por sus irresueltos problemas con la mujer.
Las palabras de Visconti a una mujer que intenta seducirlo en un bar evocan la tensión del vínculo con su ex-pareja. Aquí el director sitúa un horror a lo femenino, al deseo liberado de una mujer y a lo que la mujer en si misma significa como enigma incomprensible. Frente a la angustia que suscita en Visconti el encuentro con una mujer; Solange se ofrece como la imagen de la madre abnegada en el cuidado de sus hijos (cuida especialmente y personalmente de Marie, una niña discapacitada que no ha sido escolarizada) y la esposa fiel al esposo navegante, dedicado a su carrera profesional. La atracción que siente por ella solo puede consumarse del modo autoritario y posesivo. No obstante, cegado por su fantasía con la mujer honesta y pura, la entrega de ella no resulta para él una contradicción al desdoblamiento que establece entre la madre y la puta. De este modo, Solange se constituye en el estereotipo de la femme fatale, capaz de seducir con su imagen de bondad, al servicio de ocultar su participación en el crimen.
En reiteradas ocasiones se ha señalado la relación del clásico policial de enigma con el psicoanálisis, donde se trata de buscar la verdad oculta del deseo inconsciente por el camino de las asociaciones del analizante. En esta línea, Visconti funciona como una suerte de analista, cuyos puntos ciegos, no analizados, no le permiten sostener la neutralidad necesaria para conducir un análisis sin obturar con sus propios sentidos el decir del analizante. El título en castellano Sin dejar huellas, no hace referencia a esa cuestión que es central. No se trata de que no hay marcas del adolescente que parece haberse evaporado como por arte de magia sin dejar rastros. Por el contrario, las señales están y son obvias para cualquier espectador familiarizado con el género, pero el problema es que no hay ahí un lector atento porque está encandilado por las luces del atractivo caricaturesco del artista mediocre y perverso, que en el fondo no es más que un doble de sí mismo.
Sin dejar huellas conserva algo del policial de enigma en cuanto hay un crimen misterioso a descifrar, pero en su estructura se acerca más al policial negro; dado que aquí el crimen es utilizado como ocasión para dar cuenta de la decadencia, la hipocresía y la doble moral de la familia tipo de clase media que se organizaba en torno del primado paterno. El director nos conduce a través de una trama intrincada, por los muchos meandros de ese “río negro” al que refiere el título original (Fleuve noir) hasta la verdad reveladora que no es otra que el patriarcado materno. En el trasfondo, el padre queda reducido a no ser el representante de la ley simbólica ordenadora de la familia, sino un hombre con apetitos sexuales que satisface en su hija discapacitada, y la madre en su cómplice silenciosa. Solange es esencialmente fálica porque hace de su hija Marie la metonimia del falo que no tiene y que no está dispuesta a perder. De ahí que elija el silencio que sostiene al padre perverso, en vez de la denuncia que implicaría como consecuencia tener que ceder a su hija al mundo. Lo que desnuda la película de Zonca es la complicidad materna en la que se sostienen la mayoría de los abusos intrafamiliares.
Sin dejar huellas, imbuida en la atmósfera de la tradición del policial negro, se apoya principalmente en las interpretaciones de Vincent Cassel y Romain Duris y nos muestra que Zonca ha sabido leer acertadamente la declinación del padre simbólico en nuestro tiempo. Es lamentablemente el exagerado enrevesamiento de la trama y la extrema morbosidad de los personajes, rayana en lo patológico, lo que impide que el efecto final resulte más contundente e inquietante para el espectador.
Sin dejar huellas (Fleuve noir, Francia/Bélgica, 2018). Dirección: Erick Zonca. Guion: Erick Zonca, Lou de Fanget Signolet, Dror Mishani. Fotografía: Paolo Carnera. Elenco: Vincent Cassel, Romain Duris, Sandrine Kiberlain, Charles Berling, Élodie Bouchez, Lauréna Tellier, Hafsia Herzi. Duración: 113 minutos.
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