A fines de una década en la que el cine de terror comenzaba a agotarse, en la que el slasher era el subgénero predilecto para marcar el ritmo de un Reagan que llegaba para poner orden y reestablecer los valores WASP, principalmente el de la familia como lugar seguro, Stephen King imagina una historia en la que la familia es absolutamente corrupta y en la que la angustia deviene de la imposibilidad de lidiar con la idea de la muerte. La película comienza con un paneo del cementerio mientras las voces en off de niños relatan sus despedidas para con las mascotas que ahí yacen. Es un lugar cerrado, cercado por ramas que forman un círculo. De la misma forma el cementerio indio tendrá forma circular, porque la idea es la de la eternidad, la de inmutabilidad. El relato mismo se estructura de forma cíclica: comienza y termina con la muerte, que no abandona jamás la pantalla.

Más allá de que en la película se muestran tres cementerios (el de mascotas, el indio y en el que sepultan a la señora que ayudaba con la limpieza), la muerte constantemente se pone de manifiesto en la degradación de todo: la mujer que los ayuda está enferma y se suicida, la hermana de Rachel muere de meningitis espinal, el estudiante Victor Pascow es atropellado -tomado además en cámara lenta-, e incluso se escucha en el televisor la historia de unos delfines blancos suicidas. A eso se le suma la firme presencia de camiones que el montaje pone en paralelo con las tomas de la familia, y la escena premonitoria del nene, Gage, jugando con un camioncito. Esa presencia mortuoria inquebrantable se ve apaciguada por la esperanza de ensoñación, de no saber si se está soñando, o mejor, de creer que se está soñando cuando no es así. De a poco todo se torna cada vez más onírico a medida que la degradación avanza, reforzado por la iluminación que deviene expresionista, de color azul como representante de la muerte: azul es el traje que usa Gage al volver de la tumba, el mismo traje que se ve usar a la hermana de Rachel en una foto que cuelga de la pared. Eso, unido a las brumas que se mezclan y aúnan con el difuminado de la cámara, hacen que se juegue con la duda: ¿en qué plano de realidad nos paramos como espectadores? Esa posibilidad de que sea sólo una ensoñación es la única salida que puede permitir algo de sosiego. Y por eso no dura mucho.

No es casual que el encuentro con la muerte se dé el Día de Acción de Gracias: La “maldición” viene de un cementerio indio. Es la cultura avasallada que vuelve a tomar revancha. La figura del fantasma Pascow, que tanto impresiona, no es maligna, no representa un peligro sino una ayuda que intenta advertir a los protagonistas. En realidad, el Mal deviene desde la cultura mística, desconocida. Desconocida además porque el misticismo les es ignoto a los integrantes de la familia Creed: el padre es médico, hombre de ciencia; Ellie, la hija, cuestiona a Dios; y Rachel, la madre, directamente descree de una deidad todopoderosa. En las culturas “primitivas” es donde tiene origen el tabú de tocar, de acercarse o incluso de nombrar al muerto. El contacto con los muertos no sólo es impuro, sino que corrompe a aquellos que lo llevan a cabo. En eso, se basa el concepto del zombi moderno. Pero lo monstruoso en Cementerio de animales es lo que rompe con esa prohibición. El peligro deviene de eso que era familiar y se ha vuelto extraño. En ese sentido, la familia protagonista es en sí misma una amenaza. Si bien la película inicia con una mudanza, el Mal, a diferencia del terror clásico, no está en la casa, sino que viene de un afuera que hace extraño el núcleo familiar. O, si se quiere, la mancha llega desde el interior de la familia. Ahí se establece lo ominoso. Es la familia la que se presenta como monstruosa. De las dos familias que se muestran, una deja morir a la hija y la otra mata a su hijo (dos veces). La familia Creed no llega a generar simpatía, a excepción de Gage, porque se juega constantemente con la ternura del nene. Pero no todos los nenes son tiernos. Ellie es casi una bruja, tiene premoniciones, y en el flashback que lleva a la infancia de Rachel, vemos a la niña de forma macabra, dejando morir a su hermana y riendo.

Son personajes muy humanos, con falencias y reproches incluso morales. Esa condición de outsiders se refuerza por la relación que mantienen con Dios, a quien cuestionan moralmente. El primero en acercar la maldición es el gato de la nena, “Church” (por Winston Churchill, pero cuyo significado semántico recae en su traducción como “Iglesia”). La idea es esa que ha recorrido tanto al cine del neoliberalismo: la falta o impotencia de un Dios.

Pero poco importan las cuestiones genéricas, la idea de familia o la religión. Nada de eso basta para plasmar algo que la película trabaja tan bien como los libros de King: las imágenes. La historia y la forma en la que el guion -también a cargo de King- la estructura, es sencilla. Lo que asusta en Cementerio de animales es la imagen y su pregnancia. A ellas se remonta la mancha, la oscuridad. El interés se pone sobre todo en generar climas, y en buscar imágenes que perturben. Y perturban porque calan en algo que remite siempre a uno de los mayores tabúes del hombre: la muerte. Pero, sobre todo, la perturbación es producto del trabajo de la figura humana, familiar, puesta a degradarse hasta perder esas características que le brindan el reconocimiento de humanidad. De ahí deriva el terror que produce la imagen de Zelda, llevada a la aberración, y lo mismo pasa con la figura del estudiante atropellado, que poco a poco se va tornando cada vez más descompuesta. Es la humanidad que reconocemos como propia depuesta para dar paso a lo extraño, a lo desconocido. Una desfamiliarización que lleva consigo la marca inexorable de la corrosión.

En esta película esa prohibición tabú de tener contacto con el otro mundo se torna angustiosa: la idea es la de preservar a un ser querido, y la de que el cariño en realidad, se refleja en forma de peligrosidad por parte del muerto, de eso que se ha vuelto extraño, generando la ambivalencia entre el cariño y la hostilidad. De ahí el montaje paralelo de Gage bueno/Gage malo. No se busca examinar la muerte sino hacerla presente para dejar a los personajes absolutamente solos frente a ella, sin Dios ni demiurgo que los ampare, y obligarlos a lidiar con eso. Como las ruinas circulares, todo vuelve a comenzar, no hay salida. En la escena en que Ellie llora pensando en la futura muerte de su gato mientras dice que no sería justa, hay un corte que deja sin resolución ese sollozo. Es un llanto sin consuelo. No se lo puede explicar ni trabajar. No existe la idea de duelo, porque significaría superación, sanación, y acá la corrupción es tan inevitable como definitiva.

Cementerio de animales (Pet sematary, EUA, 1989), de Mary Lambert, c/ Dale Midkiff, Denise Crosby, Fred Gwynne y Miko Hughes, 103′.

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