Dentro de la cinematografía estadounidense, el ’60 se caracteriza por una sequía en lo concerniente a producciones del género de terror. No es casual que dos películas referentes de la década sean Psicosis (Hitchcock; 1960), en los inicios, y El bebé de Rosemary (Polanski; 1968), en el cierre. Películas, ambas, que llevan el terror hacia el interior de la familia -característica que recorrerá el género durante todo este período- pero, además y por sobre todo, películas en que lo monstruoso gira alrededor de la sexualidad femenina y del rol de la mujer moderna en tensión con la tradición que la estaciona como madre y ama de casa. Tensión que socialmente encuentra su centro en el hecho de que hacia la segunda mitad de la década resurge el feminismo, para alcanzar su punto álgido en el ´70.

Ya la primera escena de la película de Polanski recuerda a la primera de la de Hitchcock: desde las alturas, una cámara errática recorre el cielo de Nueva York para meterse, como si el azar dictara la decisión, en un departamento. Y, como si ese departamento fuese el resero de todas las perversiones que se dan en la comunidad, la historia que se va a narrar despega como una de las tantas aberraciones que pueden encontrarse en la ciudad. Una ciudad como Nueva York que no aparece en su modernidad fulgurante, sino en forma de un complejo departamental mustio, que pareciera venirse abajo y que recuerda los caserones embrujados de la estructura clásica gótica, donde la cuestión edilicia marcaba el sitio de perdición. Ese gótico se expresa, además, en el pasado que vuelve a corromper las nuevas generaciones. El objeto de terror, o por lo menos de sospecha ante la amenaza, no está puesto en el bebé del título en sí -de hecho, se cuenta que Polanski ni siquiera quería ponerlo en cuadro-, sino en los vecinos avejentados de los cuales, al comienzo, la pareja que integran Guy y Rosemary Woodhouse (John Cassavetes y Mia Farrow) se burla y hasta siente condescendencia.

La alusión al paralelismo entre primeras escenas no es en vano: en Psicosis, Marion Crane (Janet Leight) emprende su caída en el momento en que roba para concretar “el rol de la mujer” (casarse con su amante y formar una familia); en El bebé de Rosemary es ese rol el que será puesto en jaque en la figura de Rosemary. Ella y su marido se mudan a un nuevo hogar que, luego descubren, fue escenario de ritos satánicos. La idea inicial es formar una familia. Una numerosa. Rosemary cuenta que todas sus hermanas tienen varios hijos y, por ende, ella espera lo mismo. Su objetivo principal es ser madre. Todo el tiempo se la pasa acomodando, limpiando y cocinando. Cuando el agente inmobiliario les muestra el lugar, la pregunta que ella le hace es si tiene cuarto de lavado. Es un ama de casa modelo. En el pasado, el departamento pertenecía a una de las primeras mujeres abogadas de Nueva York, es decir, a una mujer que salía a la calle y se incorporaba al mundo laboral -mujer moderna de posguerra-. Esa figura muere y da paso a la joven madre. Esa suerte de renovación trunca del rol de la mujer queda puesta de manifiesto en el armario que había sido tapiado por la abogada, donde una luz roja lo declara peligroso: en su interior no hay más que una aspiradora, que dialoga con la imagen de la mujer del ’50, a la que se tentaba con electrodomésticos para que dejara el trabajo y retornara a su rol en el hogar. Rosemary abre ese armario e incorpora el objeto, al que prontamente le da uso. Ese espacio donde estaba la aspiradora da al pasillo donde está el altar para el rito satánico: la religión se encuentra ligada al papel opresivo de la mujer.

Ese papel está materializado en la maternidad. Rosemary llora de felicidad cuando su esposo le propone, finalmente, tener un hijo. En esa escena idílica, los preparativos románticos se tiñen de ritual. No es casual que la ansiedad y la paranoia desencadenada por la historia del edificio cobren forma en el momento en que queda embarazada. Ese suceso marca el inicio de las calamidades que sufre la protagonista, de las cuales la pérdida de control sobre su propio cuerpo y el deterioro físico son marcas de decadencia.

En este caso en particular, la paranoia no aparece fundada en el miedo a ser madre sino que es  producto de la consumación del deseo. Del deseo carnal que, según sus valores y los de quienes la circundan, a toda mujer le es vedado. En el momento en que tiene sexo, Rosemary, bajo la influencia de estupefacientes, ve al Papa y le pide perdón. Implora perdón teniendo en cuenta de que el sexo en el cristianismo ortodoxo debe tener únicamente fines reproductivos. Esa posesión, frente a la mujer mojigata criada en la férrea fe cristiana, no es otra cosa que la representación de lo reprimido, y ese ser monstruoso, la expresión de la avidez sexual, animal.

Mientras el marido, desdoblándose en demonio, la viola, Rosemary alucina un barco -acaso representación de la Iglesia- que navega con sus vecinos como pasajeros, quienes luego se transmutan en los Kennedys. En ese barco, que es América, JFK dice que solo se aceptan católicos y aparece el Papa con la raíz de Tannis. Es decir, la religión forma parte de ese Mal arcaico que vuelve a violentar a las nuevas generaciones. Lo arcaico (que aúna la religión, la opresión y el patriarcado), se encuentra ligado a la política y al status quo burgués. Lo viejo aparece como una amenaza.

En la cena con los vecinos hablan -mal- sobre el Papa. Y, de hecho, la visita del Papa no impide que el aquelarre se desenvuelva con total comodidad. Incluso, en determinado momento, ciencia y misticismo se unen: cuando la primera es cooptada por el segundo. El escritor, el artista, es el único que se muestra del lado de la protagonista y de la razón. Es un hombre moderno, que no tiene problemas en ponerse un delantal y meterse en la cocina. El arte es liberador, como lo es la información. Por eso el marido de Rosemary deja el libro sobre brujería arriba de un estante al que su esposa no puede llegar. Inalcanzable, se queda allí, junto con dos tomos sobre comportamientos sexuales. El doctor también le dice varias veces que no lea libros. Es importante mantener la información y la sexualidad lejos del alcance de la mujer.

Un flashback hacia la niñez de la protagonista nos revela un episodio de opresión que ella sufrió a manos de unas monjas, ocupadas en tapiar ventanas (es decir, en aislarla, en taparle la luz). Rosemary fue educada en el catolicismo, y es ahí donde se funda su rol de mujer, detrás de ese armario vallado. Es así que, ya de grande, el personaje de Farrow rara vez deja la casa. Cada vez se encierra más. La mujer literalmente pertenece a la casa. Cuando sale, su vecina Minnie (la ganadora del Oscar a mejor actriz de reparto, Ruth Gordon), la vuelve a meter y, más tarde, el doctor le dice que no hace falta que salga.

Y Rosemary nunca saldrá. Terminará sus días en pantalla vistiendo de color blanco y azul-colores asociados desde el simbolismo pictórico prerrenacentista con la Virgen María, completando la subversión de la Natividad-, cuidando al bebé. La imagen que se perpetúa en pantalla es la del personaje completamente alienado, vencido ante la posesión que, habiendo comenzado con la opresión como forma de someter el cuerpo, termina acaso captando su voluntad toda para dejar un envase inanimado. Es así que no hay restitución del status quo o, mejor dicho, no hay ruptura de ese status quo opresor para la mujer. Ahí radica la crudeza de El bebé de Rosemary, que la inmortaliza impidiendo su horadación por el paso del tiempo, donde Polanski instaura una problemática -bien como denuncia, bien como expresión de su propia moralidad- para dejar en claro que contra esas instituciones arcaicas nos queda -aún hoy- una gran lucha por delante.

El bebé de Rosemary (Rosemary’s baby, Estados Unidos, 1968). Guion y dirección: Roman Polanski. Fotografía: William A. Fraker. Edición: Sam O’Steen, Bob Wyman. Elenco: Mia Farrow, John Cassavetes, Ruth Gordon, Sidney Blackmer. Duración: 137 minutos.

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