Para mí Mel Gibson es como Maradona, irrumpió a principios de los 80 protagonizando la trilogía de Mad Max y continuó con mil películas adorables; conquistó al resto de mi familia con sus Armas Mortales. Uno puede no estar de acuerdo con muchas declaraciones, e inclusive con posiciones y acciones tomadas, pero no se puede no reconocer que no hay especulación alguna en su discurso.
El rechazo del establishment de Hollywood y cierta élite cultural lo convirtieron en un referente popular. El mundo académico de los pensamientos y las palabras nunca podría aprobar la acción física y visceral de sus personajes. En definitiva, es un tipo que cree en las acciones mucho más que en las palabras y eso lo vuelve definitivamente cinético.
Su tolerancia a la contradicción y una energía fuera de lo normal los exponen de manera salvaje. Como al Diego, se lo puede criticar, se lo puede discutir, pero nunca dejar de amar por los momentos vividos.
Gibson es un salvaje, bestial, sanguinario –por qué no decirlo- artista que lleva al plano de las imágenes impresiones vedadas por la corrección política. Su idea del principio del fin de la cultura maya en el final de Apocalypto es la síntesis perfecta de la irrupción del viejo mundo en el continente americano, solo con dos imágenes y sin palabras, salvo el The End de los títulos finales.
Después de pagar el precio por varias y polémicas declaraciones, y por una película que a Hollywood no le gustó en absoluto, un día volvió y esa es siempre una buena noticia.
Sabemos que cultiva un modo excesivo en su festejado trazo narrativo; para llenar de vida cada pasaje representa calvarios que hacen disfrutables los triunfos gracias a la perseverancia y delinea intempestivas y muchas veces lascivas ideas visuales que provocan insurrección en su punto de vista. Recuerdo haber salido tan eufórico en 1995 de ver Corazón Valiente que cada tanto recuerdo aquella sensación para corroborar, una vez más, mi amor por el cine.
Apocalypto (2006) no solo es una obra maestra absoluta, sino que es una película que lo sigue teniendo todo, una empresa difícil de construir: un mundo desaparecido hace varios siglos y que, por lo menos en apariencia, era completamente ajeno a su exasperada cultura de raigambre sajona. Pero el tipo edifica un relato de aventuras brutal, musculoso, rápido, crudo, melodramático y hablado en su idioma original, una rara avis para siempre en la historia del cine. Una especie de epifanía física con aristas autóctonas de una cultura extinta.
Después de diez años Mel Gibson vuelve a dirigir una película. Hasta el último hombre narra los avatares de Desmond Doss (Andrew Garfield), un adventista, hijo de un padre violento y una madre todopoderosa. Se enrola como médico en el ejército, después del ataque a Pearl Harbor, y no accede a llevar armas para defenderse, ni para proteger a sus compañeros del enemigo. Su moral religiosa es mucho más fuerte que la realidad en el campo de batalla, eso le complica mucho las cosas con sus compatriotas y desde ahí ya percibimos otra vez que la incorreción política es una de las obsesiones del terrible Gibson. Pero todo se resuelve en una escena que parece redimir a su padre, para así adentrarnos en la segunda parte del relato, ya en territorio japonés.
La primera parte de la película es su niñez y su crecimiento, el orden familiar, crudo y realista, al que se suma la
historia de amor con la enfermera que se convierte en su esposa: ese vínculo carece de erotismo y se detiene únicamente en la idea límpida y espiritual del enamoramiento. Los rostros angelicales suponen una imagen demasiado idealizada, y además no esbozan química alguna.
En esa primera parte, el relato parece estructurado un poco a las apuradas, con un un trazo grueso que no profundiza demasiado en los personajes que rodean al protagonista, salvo en su padre, como si estuviera apurado por llegar a la acción pura y dura. La música incidental, empalagosa, está presente todo el tiempo y parece poner en duda la autonomía de las imágenes, insistiendo en una idea melodramática que Gibson parece buscar.
Okinawa es un objetivo clave de los Aliados, cuyas fuerzas no paran de perder hombres en sus intentos por tomar ese territorio. La llegada a esta ciudad implica un quiebre en un relato, hasta entonces clásico, para abrir una sinfonía hardcore de planos que ostentan un realismo exasperado. Es difícil vencer a los japoneses en el campo de batalla, ya que -como dicen varios personajes- “nunca se dan por vencidos, quieren morir”. Alguno le comenta a Doss que les gusta matar médicos y le sugiere que mejor cambie su casco y se saque las insignias. Más allá de su escepticismo el muchacho toma nota y elige seguir ese consejo.
Durante el primer ataque Gibson despliega un concierto visual con el objetivo de reproducir el espectáculo bélico; fuego, sangre, partes, gritos, y todo lo que se nos puede ocurrir que sucede en un campo real de batalla, aparece en muchos y diferentes planos, aunque también se pueden distinguir algunos efectos digitales que le restan algo de realismo y lo acercan peligrosamente a la parodia. Los impactos de balas digitales me remiten a Los indestructibles y una forma de representación encolerizada que no favorece el tono épico que la película quiere presentar.
Desmond, ante la derrota categórica, llora, mira al cielo y le habla a Dios; este parece indicarle qué hacer.
La potencia narrativa es innegable, la película avanza como un tornado hacia delante con dos horas y veinte de metraje que no tienen momentos triviales justamente porque hay una idea que quiere presentar, una mirada personal, y muchas decisiones tomadas, para bien y para mal. Gibson nunca deja de arriesgar, de ensayar en la pantalla, y eso es lo que me gusta de su cine.
Progresa seguro y ordenado en su relato más explícitamente religioso después de La Pasión de Cristo (2004), con la fe puesta en Dios, hecho que no deja de asombrarme en los tiempos que corren. Me resulta difícil conectar con esa conciencia crística de la vida, siento que es una idea negadora del propio ser y sus capacidades, sin la tutela, ni el amparo de ninguna fuerza superior. Gibson expone esa idea con tanta potencia y fe, que no puedo más que disentir y respetar su dogma.
Solo una cuestión me molesta y es el retrato de los japoneses matando soldados americanos lastimados, en contraposición a nuestro héroe ayudando a sus heridos. La escena final de la batalla cuando los japoneses utilizan la bandera de la paz para matar a algunos soldados aliados más, y esa especie de media chilena que Doss hace, son de lo más inverosímil que he visto en mucho tiempo. Hay otro pasaje en el que dos soldados cuentan que Desmond salvó japoneses que no sobrevivieron, para luego poder notar que fueron ajusticiados: casi una muestra de pudor explícito a contarlo hecho y derecho.
Hasta el último hombre es una película rara, imperfecta en algunos aspectos, pero de un director que cree en lo que dice hasta límites insospechados.
Aquí puede leerse un texto de Marcos Rodríguez sobre la misma película.
Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge, Australia/EUA, 2016), de Mel Gibson, c/Andrew Gardfield, Sam Worthington, Teresa Palmer, Hugo Weaving, Rachel Griffiths, 139′.
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