La extranjería es un monstruo de dos cabezas: es un estado físico, determinado por la permanencia en un espacio diferente al de origen; y es también un estado mental, señalado por la pertenencia a un lugar. Son cabezas que funcionan a veces de manera independiente, a veces potenciándose mutuamente, pero generando siempre un enrarecimiento de la situación. Los personajes extranjeros en un lugar son como un recorte, una pieza que no termina de encajar en la construcción imaginaria de ese espacio. Preguntas continuas alrededor del cuerpo como patria en la cual anclar.

Por ejemplo: vemos a la protagonista de Halmoni y notamos que se trata de una mujer oriental. Coreana, para ser más precisos. Pero esa mujer vive desde hace más de cuatro décadas en las cercanías de Río Pipo, en Tierra del Fuego. Pero si ya ese contraste entre lo físico y los años de vida en un lugar generan cierto conflicto en la definición, lo extranjero se potencia al momento en que la vemos retornar a su tierra natal después de casi 25 años. Corea es la tierra de su nacimiento, el lugar donde creció, y donde quedaron algunos familiares. Pero los años se han llevado consigo las imágenes y los recuerdos: cuesta reconocer a sus familiares, cuesta reconocer los espacios. Hay un momento en el que esa dificultad se manifiesta de manera potente, cuando reunida con sus familiares intentan recordar las casas y negocios del barrio en el que nacieron, sin que pueda ninguno de ellos determinarlo con total precisión.

Ni argentina ni coreana están en sus sentimientos, la protagonista replica la sensación de extranjería a los espacios más cercanos: cuando está en Tierra del Fuego, por momentos quiere ir a Buenos Aires a visitar a sus hijos y nietos; cuando llega a la capital, quiere volver al sur. Ninguno de los lugares aparecen como lugar de pertenencia. Lo que surge entonces es que la idea de patria pone distancia a su uso habitual: la patria no es solamente entendida como un concepto cercano al hogar –que es más individual que el uso colectivo que solemos darle desde lo político-, sino que éste, a su vez, está determinado con independencia del origen. “El hogar es el lugar donde se puede vivir y comer”, dice la mujer, encontrando un pequeño anclaje a esa indefinición que la atraviesa desde que en la década del 60 abandonó Corea.

A partir de ese elemento, el documental de Daniel Kim –nieto de la protagonista- consigue articular registros que construyen el derrotero de ese hogar. Y allí aparecen los contrastes entre la luminosidad de las viejas fotos que muestran el trabajo original de sus abuelos, en el intento de demostrar que se podía sembrar y cosechar verduras en esa zona, y la oscuridad de las filmaciones en VHS de un par de décadas después, que coincide con el derrumbe del proyecto y la caída en el alcohol que se lleva a la muerte al esposo de la protagonista y a uno de sus hijos. Lo interesante es que ese contraste parece mostrar el presente como una síntesis: la variedad de colores que vienen de las flores que cultiva la protagonista, las que corta para los ramos, tiene que lidiar con las sombras, con la aridez gris del suelo y con la fuerza del viento, como si en ello se condensara el espíritu de la protagonista.

En Segey, lo que tenemos es un punto de partida similar al de El fin del Potemkin (Bustos, 2011): un ciudadano de la antigua Unión Soviética está fuera de su país, trabajando para un rey africano, hasta que en un viaje a América su viejo pasaporte ya no le sirve porque ni existe la Unión Soviética, ni tampoco aquella República en la que nació. Segey Spivak quedó entonces en una especie de limbo, en un no lugar que después de un tiempo recién será resuelto.

Segey vive en La Plata, se dedica a pintar cuadros –tiene una marcada fascinación con las Cataratas del Iguazú, lo cual genera quizás el momento de mayor emoción del documental, cuando por fin puede visitarlas-, tiene poco dinero y un problema de salud bastante serio –sus pulmones no funcionan bien, a pesar de lo cual sigue fumando-. Pero lo que interesa del documental, incluso más que su historia de vida –que aparece apenas bosquejada en los diálogos con sus amigos- es la relación que intenta restaurar con su hijo Vadim. Segey no ha vuelto a ver a Vadim desde que se fue de la URSS: ahora es un hombre que ha formado una familia con tres niños. Conectados por internet, padre e hijo vuelven a conversar, pero sin que se vislumbren posibilidades reales de acercamiento. Lo que hay entonces y de improviso es un clima de tensión que se genera entre las preguntas del hijo y la falta de respuestas del padre, y que la cámara, sin salir del blanco y negro de casi toda la película, registra encuadrando solo un fragmento en sombras de la cabeza de Segey vista desde atrás, teniendo como fondo el monitor en el que la imagen de su hijo parece amenazante. Todo el diálogo es un intento del hijo para que el padre regrese a su tierra, no para estar con él, sino porque es el lugar al que pertenece (“Donde naciste, ahí es donde te necesitan” le dice en un momento) y donde debe pasar sus últimos años. Ni ruso ni argentino, Segey es como la mujer coreana de Halmoni, un cuerpo sin tierra propia, alguien que escapó para no volver jamás, quizás porque aquello de lo que huyeron fue tan fuerte, que aún queda el temor de volver a repetirse. Pero en el lugar en el que la historia de la mujer coreana decanta hacia un delicado equilibrio entre las pérdidas del pasado y el trabajo del presente, la de este hombre ruso parece cifrarse en un laberinto del cual no parece haber demasiadas salidas, y donde la patria de origen queda remitida a unas pocas imágenes filmadas en un viaje de un amigo, de un mundo que ya no existe.

Halmoni (Argentina, 2017), de Daniel Kim. Duración: 63 minutos

Segey (Argentina, 2018), de Pedro Barandiaran. Duración: 62 minutos

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