I. La última película de Wes Anderson declara sus intenciones con bastante transparencia cuando uno de los dos protagonistas dice que M. Gustave “sostuvo con gracia sorprendente la ilusión” de un mundo que había dejado de existir probablemente antes de que aquel naciera.
Propongo leer esa frase como una declaración de principios de Anderson sobre esta película en particular y su cine en general porque se refiere a una figura paterna sustituta y, por lo tanto, la representación de la ley como autoridad moral más que jurídica. Por si fuera poco, ni siquiera es pronunciada en el contexto dialéctico de una charla sino por la voz en off sabia, cálida y abstracta del narrador. Difícil no pensar, por lo tanto, que su sentido no excede el marco de una ficción puramente autorreflexiva como la mayoría de las modernistas demodé.
La primera palabra clave en orden cardinal es “ilusión”, que para cualquier cinéfilo es sinónimo de esa entelequia llamada Hollywood clásico y, a grosso modo, designa un modo de narrar fluido que distraiga al espectador de toda otra cosa que no sea el mundo de la ficción circunstancial, dejando afuera de la atención la propia construcción de la película como artificio ideológico, estético y político.
Ni El gran hotel Budapest ni las películas de Wes Anderson pretenden ilusionarnos exactamente de ese modo, pero tampoco violentarnos física y simbólicamente como lo hicieron las vanguardias en los ’20 o los nuevos cines en los ’60. Su ilusión es mucho más modesta, fetichista y regresiva (1), y se limita mayormente a la animación (a veces literal) de mundos acordes al imaginario de un niño criado según los patrones burgueses de la primera mitad del siglo pasado, vale decir atravesados por la nostalgia del iluminismo que no colapsa sino que se consuma en las dos guerras mundiales.
Cuando sus personajes consiguen dejar de ser marionetas de ese universo y las emociones dominan o, al menos, atraviesan el relato, las películas de Anderson se humanizan y nos afectan. Es el caso, sobre todo, de Bottle Rocket y Los excéntricos Tenembaum, y también de Rushmore y Moonrise Kingdom, no así el del resto, incluida esta última.
II. La segunda palabra clave de esa declaración es “gracia”, un término que en este contexto funciona como estilo, sofisticación, encanto, elegancia, y se lo entiende menos como herencia cultural que como adquisición de una cultura superior no recibida biológicamente. Por eso esta película es la parábola del ascenso social de un par de don nadies que consiguen llegar mucho más allá que sus pares pagando el módico precio de la servidumbre.
Creo, sin embargo, que El gran hotel Budapest en particular y el cine de Anderson en general carecen de gracia en tanto y en cuanto no consiguen hacernos olvidar jamás del estatus al que aspiran amparados en la coartada de la nostalgia por la infancia que no tuvieron. O no tienen gracia natural, o no se dieron cuenta de cuánto más atractiva resulta cuando se pone a prueba o se templa trasladándose a otro ámbito (acaso me esté refiriendo a la diferencia que hay entre el Visconti de La tierra tiembla y el de La caída de los dioses).
El gran hotel Budapest tampoco es graciosa, en principio porque los personajes y la puesta en escena de las películas de Anderson tienen la tristeza confortable de esos alienados que consiguen algún tipo de reconocimiento social, en vez de la desesperada vitalidad de un outsider como Gene Hackman en Los excéntricos Tenembaum, acaso único personaje vivo de toda su filmografía; en parte porque el sentido del humor depende casi exclusivamente de la competencia cultural más o menos elevada del espectador.
III. Pero “gracia” también es una palabra religiosa o, al menos, idealista. En el mundo material de Wes Anderson no hay chance alguna de que sople el espíritu y no debido al ateísmo sino al rigor mecanicista y simétrico de una puesta en escena en la que nada respira sencillamente porque nada necesita estar vivo -o se requiere que todo esté fijo y clasificado- para ser parte de su colección de juguetes.
Por eso creo que la tercera palabra clave no es “sorprendente” porque ni siquiera está en esa frase, sino que es “institución”, al menos pronunciada dos veces casi que con reverencia, y explícita en el título. El gran hotel Budapest no es un hotel sino un hogar para los personajes y una arquitectura para el espectador, porque las casas de Anderson son una colección de espacios rituales, más vacíos cuanto más abarrotados (Tarkovsky, por el contrario, creía que el vacío y la duración eran los elementos imprescindibles para que sus películas-planos-casas se habitaran, lo consiguiera o no).
El desconocido del lago, estrenada esta semana, también es la película de un director que planifica los planos al detalle, pero la desnudez, los exteriores y la luz, aun teatralizados hasta el punto de referir a escenógrafos y geómetras del cine -como el Renoir de Desayuno en la hierba, el Visconti de Muerte en Venecia, o cualquier Tati- consiguen una autonomía que no es hija de la represión sino del despojamiento y de la libertad, lo que incluye la angustia de la libre circulación del deseo sin otro límite que el de la muerte.
Ninguna de esas intensidades participa del cine de Anderson, que expone como pocos el riesgo de institucionalización que cualquier mirada autoral fuerte y restringida como la suya corre, y las razones por las que las películas de género que parten de un régimen instituido de reglas y lo trascienden resultan ser mucho más libres, complejas, sociales y estimulantes.
El gran hotel Budapest (EUA / Alemania, 2014), de Wes Anderson, c/ Ralph Fiennes, Tony Revolori, Lèa Seydoux, Mathieu Amalric, F. Murray Abraham, Jeff Goldblum, etc., etc. , etc., 100’.
Aquí pueden leer un texto de Marcos Rodríguez sobre Wes Anderson y esta película.
(1) No extraña leer que un periodista de espectáculos de La Nación declame en una nota sobre la película, confundiendo conceptos y valores, que “lo que importa es la aristocracia, que no necesariamente equivale a riqueza: los mejores son los amables, los agradecidos, los leales, los que se preocupan por perfumarse, los que hacen felices a los demás”.
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La mejor critica q lei sobre esta pelicula.
Entiendo perfectamente hacia dónde apuntás con la crítica y se que las películas de Anderson carecen de los desafíos que planteás, pero hay algo de M. Wes que me llega y me acaricia. Por el momento que duran sus ilusiones, sus simetrías, sus personajes siempre igual vestidos y sus cajas de muñecas, me compra y me dejo llevar sin protestas, solo por el simple hecho del disfrute. Y cuando vuelvo, tengo el corazón más calentito. Subejtividades, que le dicen.
Un abrazo
Silvia
También lo entiendo, Silvia, me ha pasado lo mismo con más de una de él. Me recuerda lo que dicen que decía Macedonio Fernández acerca de los placeres y dolores de juguetería o herrería. Yo suelo aficionarme más a los segundos que a los primeros. Pronto publicaremos un análisis favorable de la película.
Abrazo,
Marcos
:)
También suelo aficionarme a lo segundo (si lo sabré después de la experiencia de «Her»). Quizás por eso es que me gusta zambullirme de cabeza y sin flota flota en el mundo de M. Wes cada vez que aparece algo nuevo suyo. Se que, más allá de cualquier cuestionamiento, me va a dejar una sonrisa placentera, de panza llena.
Estéticamente bella, magnífica, superlativa. Pero aquí no hay nada nuevo bajo el sol, es puro universo andersoniano. Siempre es grato ver estupendos actores reunidos en un buen film. Este lo es, pero hasta ahí. Se inicia estupendamente, pero acercándose al final se va perdiendo interés por la previsibilidad del guion, sin sorpresas, sin giros inesperados, y una conclusión que para mí reultó muy abrupta, carente de timing. Gran actuación de Ralph Fiennes. Se merece todas las nominaciones a premios del año: Globo de Oro, BAFTA, Oscar, SAG. Me gustó muchísimo más que la sobrevalorada Moonrise Kingdom. Vale la pena: 7 puntos..