Luego del éxito comercial que resultó del remake de It (2017), a cargo de Andrés Muschietti, era de esperarse la propensión a una suculenta saga basada en best sellers sdel “maestro del terror”. La elegida para continuar la franquicia fue Cementerio de animales, inicialmente dirigida en 1989 por Mary Lambert y en cuyo guion participó el mismísimo Stephen King. En aquella se plasmaban las obsesiones que se apersonaban en el libro: la familia como ente corrupto, propenso no solo a discusiones violentas sino literalmente a la degradación; la dicotomía entre la Razón y el misticismo; el sentimiento de culpa que acaece ante la muerte del ser querido; el trauma de lidiar con la muerte de ese ser querido; y, por sobre todo, la prohibición cultural a tocar a los muertos.
Siguiendo la moraleja propuesta por King de que todo lo resucitado vuelve de forma subvertida, Kölsh y Widmyer traen al presente Cementerio de animales para perturbar cada una de sus obsesiones, negando unas, denostando otras.
El eje central que recorre de forma transversal las tres obras (el libro y sus dos transposiciones cinematográficas), y funciona como motor argumental, es la superación del luto y los peligros que supone acercarse a los muertos, tocarlos.El gran cambio que surge en esta nueva versión es que esa prohibición freudiana, ese tabú, se subvierte: mientras en la versión de King/Lambert traspasar la barrera que separa lo vivo de lo muerto termina con la desintegración total del vínculo familiar -un vínculo que siempre se muestra tendiente a la corrupción y degradación porque la misma institución ultraja a los individuos-, en la nueva película la transgresión refuerza esa institución que desde siempre se muestra impoluta. En esta nueva familia, el padre se muestra siempre amoroso con su esposa e hijos, la niña es siempre dulce en lugar de fastidiosa como la anterior, y hay una (nada menor) omisión de los suegros de Louis, culpables de la muerte de una hija, el trauma de la otra y las pesadillas del yerno.
Rachel es el personaje que afronta los traumas del luto, es ella quien confronta a la Razón Instrumental propuesta por su marido médico con el misticismo y sus terrores. Ella teme a la muerte y le es imposible pensarla, hablarla, e incluso simbolizarla, al punto de evitar toda charla iluminadora para con su hija. Ese personaje, tan golpeado por la idea de la muerte, termina aceptándola sin más al unirse a su familia en el final, porque esta aparece como la institución insoslayable, que prevalece a cualquier clase de desintegración.
Los procesos que implican manejar la negación de la muerte, el luto y la culpa quedan desdibujados. El trabajo psicológico de los personajes es lo que los vuelve tridimensionales, humanos, y acerca las situaciones al espectador generando empatía, haciendo que se vea reflejado en esos arquetipos plasmados en pantalla y sintiendo su sufrimiento como propio. En el caso de esta nueva versión, esa dimensión resulta chata, con actuaciones que en general no pasan de mediocres, ya que ese verosímil es desestimado porque todo se muestra como la revelación de una mentira, como el descubrimiento de falacias en las que se apoyan las obras de las que parte esta transposición.
Dentro de ese verosímil de la autoconsciencia aparece una ambientación del lugar en exceso artificial, recargada, donde los fondos hechos a base de CGI parecen salidos de la Hammer House of Horrors. No hay intención de mostrar naturalidad porque se prefiere la máscara, la huella de lo recreado que parece gritar que todo es mentira (“E-Lie” reza un gran cartel en el cuarto de Ellie, la hija de los Creed. “Lie”, “Mentira”), la ciencia y el misticismo que salva las barreras. Los grandes relatos han caído.
Si la festividad elegida en la versión del 89 era El Día de Acción de Gracias, festividad que brindaba a la memoria la secularización sanguinolenta de las comunidades originarias que volvían a vengarse de los colonizadores a través de su religión, esa otredad del pasado ominoso que volvía a vengarse del Estados Unidos WASP y su “estabilidad”, de ese aceitado “americanwayoflife”; en esta oportunidad se elige Halloween, una celebración de la unión de los planos astrales, de la ruptura de la barrera que separa los mundos. Pero no huelga decir que Halloween es la transcripción vacía de una festividad pagana, cuya semántica fue reducida a la máscara, al disfraz y al dulce.Los niños usan máscaras, en una procesión pagana que no encuentra argumento explicativo alguno que no sea la necesidad plástica de generar extrañamiento.
En la película de Mary Lambert Ellie es una bruja, tiene conexión con el mundo de los muertos y sirve de médium; acá se disfraza de una. Lo que antes era misticismo, ahora no es más que cotillón. Si en la película de Lambert la muerte era un misterio, en esta nueva entrega la muerte no es más que una máscara. La degradación, en este caso, viene dada por la caída de los grandes relatos, los místicos, los políticos. Todo ha pasado a ser un amasijo de situaciones laxas, donde el foco se pone en jugar con las expectativas argumentales del receptor para mostrarse, finalmente, como un cascarón vaciado de todo significante polémico. Mientras que antes la Verdad se hallaba en las historias que ganaban carnación pasando de boca en boca a través de las generaciones, ahora la (pos)verdad se encuentra en internet, porque la modernidad ha desplazado a las leyendas y grandes relatos. Por ello,el protagonismo que tenía la historia de los micmac se deja en un plano tan relegado que llega a ser sustituida por la del Wendigo -que aparece en el libro, pero no en la adaptación de King/Lambert-, porque la figura del indio representaba el extrañamiento y la amenaza a la América reaganiana de los valores de derecha, obsesiones que luego de 30 años se han licuado (por eso todo estamento político se sintetiza en la película del 2019 en una bandera estadounidense clavada en el cementerio), dando paso a otro tipo de ansiedad: una relacionada con la crisis del sistema de creencias y donde todo se muestra como falso.
Siendo lo propuesto por las otras dos obras algo falso, quedaba solo trabajar con lo externo, por eso Kölsch y Widmyer avocan toda su atención a dar un giro a las escenas más icónicas y pregnantes de la película de Mary Lambert. Se modifica bastante -cosa que no es reprochable porque cada autor hará la relectura del material primigenio de la forma que crea correspondiente- y, de hecho, hay inteligencia en la estrategia de transformarlas situaciones, ya que se juega con el conocimiento que el espectador lleva a priori al entrar en la sala. El problema es que no alcanza. Plantear una película de dos horas teniendo como punto fuerte tres o cuatro escenas donde se genera susto repentino sin siquiera generar la ambientación tensa -exceptuando quizá la escena más importante de Zelda- y tomando momentos gore que llevan lo ominoso a lo grotesco -como la escena del baño de Ellie-.
Como hace 36 años describía King, todo lo que es traído desde el polvo del tiempo vuelve subvertido. Por eso a veces es mejor dejar el polvo al polvo.
Calificación: 4/10
Cementerio de animales (Pet Sematary, EUA, 2019). Dirección: Kevin Kölsch, Dennis Widmyer. Guion: Jeff Buhler. Fotografía: Laurie Rose. Edición: Sarah Broshar. Elenco: Jason Clarke, Amy Seimetz, John Lithgow, Jeté Laurence. Duración: 101 minutos.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: