Hay algo en el comienzo de Sintientes –en realidad en la primera secuencia posterior a una larga declamación ambientalista bastante básica que podría confundirse con un institucional del Festival de Cine del que participa- que podría haber sido el inicio de un planteo interesante. Una voz que plantea una definición del hombre como especie que se resume en la idea del hijo desobediente y del ladrón de bosques. Una idea que sintetiza siglos de una colonización global del planeta planteada desde la centralidad de lo económico: el hombre como depredador de la naturaleza para sostener un esquema de explotación de los recursos naturales.

Pero ese comienzo marcado por una voz en off, se revela prontamente como otra cosa. Cuando esa voz se corporiza, lo que tenemos es un hombre hablando ante un grupo de  habitantes de ese pueblo jujeño que hemos visto previamente desde el aire. Y lo que importa, en definitiva, es el lugar que ocupa ese hombre. Y los otros hombres y mujeres que aparecerán a lo largo del documental y que son extranjeros en esa tierra. Porque, a fin de cuentas, lo que refleja el documental es una sucesión de talleres a los que acuden algunos de los habitantes de San Francisco de Jujuy y que van desde la separación de la basura y la reutilización como fertilizante o combustible hasta el cultivo en huertas o la forma de explotación de las colmenas para producir miel. El taller, por definición, implica el aprendizaje de una técnica o de una forma de trabajo relacionada con las inquietudes o necesidades de una determinada comunidad o grupo de individuos. Y en esa percepción lo que se establece una y otra vez es una verticalidad entre quien enseña y quien aprende, una reproducción de las instancias de enseñanza institucional, pero esta vez cifrada mayoritariamente entre adultos, individuos incluidos en la productividad de un espacio determinado. En algún momento, el documental intenta establecer un paralelo entre ese modelo de enseñanza y el de la escuela con los adolescentes del lugar: la diferencia está cifrada en el criterio de productividad que guía a unos y otros, en tanto en la escuela se asiste a un conocimiento al borde de lo abstracto, alejado de las necesidades del lugar.

Lo interesante es cómo se establece una suerte de doblez. Está claro que en las intenciones del documental está no solamente el registro de los talleres, sino un seguimiento del aprendizaje de esa comunidad. Hay allí subyacente una concepción del progreso que está ligada por un lado con la utilización de los medios y elementos de los que se dispone en la naturaleza que constituye el entorno de la comunidad y por el otro, a la obtención de ingresos en función de no destruir el medio ambiente y de producir para la subsistencia y el comercio. El problema es de qué manera esa concepción del progreso tiene relación con la comunidad en la que se la pretende instalar.

Y es allí donde se encuentra la cuestión esencial: esa forma del progreso se pretende instalar. Los hombres y mujeres que brindan los talleres provienen de otros lugares, trayendo consigo una cultura propia que corresponde a otro lugar. Lo que se traduce en una relación en donde la actividad proviene de un exterior que parece irrumpir en la pasividad de esos habitantes. Cuando el documental se desplaza de la centralidad de los talleres, lo que vemos de la comunidad de San Francisco es justamente eso: una pasividad en la que su cultura no es revelada. En todo caso, se refleja una cotidianeidad que fluctúa entre algunos elementos dispersos de esa cultura –la celebración de la Pachamama, la recolección de yuyos en las montañas, el ordeñe de las vacas- y aquello que la revela como ya asimilada a las costumbres de otras zonas –el uso del celular, repetido en jóvenes y adultos-.

El problema no son los talleres en sí mismos, sino la forma que estos asumen. Traen un conocimiento ajeno que posiblemente los lugareños desconozcan y que incluso pueden servir para un desarrollo mayor de su vida. El conocimiento es instalado allí como una forma monolítica: es la técnica que se trae de otro lugar para aplicar a las disponibilidades de San Francisco y sus habitantes. Y la gran pregunta que surge cuando asistimos a esa sucesión de situaciones de enseñanza vertical es para qué. Para qué se desarrollan esos talleres. Para qué los habitantes del pueblo concurren a ese modelo de aprendizaje que, de una u otra manera, les resulta ajeno.

Esa es una pregunta que el documental no se interesa por responder, tal vez porque su forma –más cercana al documental observacional que al de intervención- le impide orientar la mirada del espectador. Pero como ninguna construcción es casual, si se sigue el hilo de la película, todo parece llevar a la conclusión de que el sentido de ese aprendizaje es el de ofrecer sus productos a los turistas que puedan llegar al pueblo. Lo cual, por cierto, no está mal en sí mismo, pero planteado como objetivo único de ese desarrollo parece más bien pobre: implica simplemente adecuar la propia actividad y producción a la mirada del otro, en este caso, el del turista que va a buscar algo particular y específico. Lo que el documental no muestra es de qué manera esos cambios afectan la vida cotidiana del pueblo –quizás con la excepción de la construcción de la casa con sacos de adobe. Es posible que algunos de esos talleres no tengan un impacto directo para el pueblo. Y sin embargo, si uno se detiene en la imagen en la que van a ver donde se arroja toda la basura del pueblo, quien da el taller de reciclado focaliza, nuevamente, en la visión del turista que pudiera pasar por el lugar y los perjuicios que podría causarle al pueblo.

La contradicción central procede de la imposibilidad de cumplir con la promesa enarbolada por uno de los talleristas: “No vengo a ser maestro sino a intercambiar experiencias”. Pero no hay en todo el documental un reflejo de ese intercambio, más allá de la posesión de los recursos para poder trabajar de otra manera. La situación que define toda la mirada del documental es el momento del taller relacionado con las hierbas del lugar. Allí, el conocimiento está depositado en un profesor que viene de Buenos Aires. Cuando las mujeres del lugar llevan las hierbas que recogieron, el interés queda reducido a que la hierba debe ser clasificada y para ello hay que enviarla para su estudio a la Facultad de Farmacia de la Universidad de Buenos Aires. Allí no hay siquiera un interés por saber de qué manera se usan esas hierbas en ese lugar como una transmisión que viene de siglos. Y es que en Sintientes el gran problema es la ausencia de la voz de esa comunidad. No está su historia ni sus costumbres. Y cuando están –la construcción de casas, el uso de las hierbas- se las minimiza como una forma de saber local equivocada o por lo menos improductiva. De allí que el documental al pegarse al modelo de los talleres como una supuesta fórmula efectiva para la resolución de algunos problemas ambientales, reproduce una mirada colonizadora, en donde deja de importar la experiencia de la comunidad, la cual es continuamente cuestionada –“Los están llevando a ser zánganos” dice uno de los talleristas, por ejemplo-. Lo que importa es un saber que viene de afuera y se impone por una fuerza de la que desconocemos su origen y su autoridad. El silencio de la comunidad no es natural sino construido desde esa mirada en la cual el pueblo solo se ve como el receptor de un saber más o menos académico externo, ajeno y que solo lo transforma en otra cosa, diferente de su propia esencia. Y es entonces cuando surge la pregunta de para qué se hizo el documental, si no pretende descubrir o revelar nada de una cultura que nos resulta cuando menos distante ni cuestionar un modelo de producción o aprendizaje. Esa es la pregunta que no tiene respuesta.

Calificación: 4/10

Sintientes (Argentina, 2020). Dirección y cámara: Juan Baldana. Idea y producción: Alejandro Kretschel. Guion: Alejandro Kretschel, Juan Baldana
Producción ejecutiva: Julieta Saroba. Diseño de producción: Maxi Yunes
Productora de campo: Gabi Duque. Dirección de Fotografía y cámara:
Javier Grufi, Gastón Delecluze. Montaje: Manu Peña, Juan Baldana. Diseño de sonido: Pablo Irrazábal. Música original: Charo Bogarín, Pablo Sala
Voz: Charo Bogarín. Duración: 88 minutos. La película puede verse ingresando a: https://finca.imd.org.ar/

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