1. Febo fulge radiante como la sonrisa del general mientras me solazo escribiendo frente al mar y viendo pasar al pueblo por la Bristol el día de mi partida de la feliz, retrasada hasta el límite de lo concebible para permitirme la asistencia a la proyección de la última película de Kiyoshi Kurosawa. Cerca del mediodía el cielo comienza a cubrirse como acompañando la congoja del que parte, en este caso yo, quien deja atrás contrito a la perla del Atlántico y pone proa, aunque regresa en ómnibus, rumbo a la concha húmeda del plata que lo aguarda con la citadina indiferencia connatural al exoesqueleto de la urbe molusca.
2. Ayer a la tarde vi una película descomunal, una película enormemente placentera que, como todo acercamiento lúcido al placer resulta potencialmente triste. Una película tan inteligente, vital e íntegra en la que el discurso de género no se enuncia desde el lugar de la víctima y en la que el mensaje de la ley no es desacertado. Una película que aprovecha al máximo la cercanía y el solapamiento entre el plano subjetivo que visibiliza la mirada física de un personaje y el punto de vista del relato. Una película que se vale de la organización serial del tiempo para expresar la relación entre rutina y acontecimiento que implica tanto al sexo como a las vacaciones. Una película cuya construcción del espacio fílmico no está lejos de operaciones como la llevada a cabo por Buñuel en El ángel exterminador, pero a cielo abierto y sin exceso simbólico.
El primer protagonista de El desconocido del lago es el lugar: el lago del título al que sólo van un puñado de hombres todos los días a tomar sol y coger en el bosque que está a menos de un centenar de metros del agua. Tan protagonista es ese espacio que la cámara nunca se va de allí, el paso de los días está pautado por un plano general del claro que usan como estacionamiento, y Guiraudie aprovecha el paisaje para hacer una versión mejorada del Desayuno en la hierba de Jean Renoir en el que no hay estilización referencial, el tono de farsa y vodevil está más atenuado, el pasado no se hace presente en forma de nostalgia -ni siquiera seca como en aquella ficción distópica- aunque en ambas el sol es menos cálido que matador.
El humano protagonista entabla dos relaciones a la vez. Se enamora de un nadador atlético que usa bigotes y tiene un acompañante celoso, y empieza a charlar con un gordo de 60 que se sienta solo debajo de un árbol, separado del resto, nunca nada ni se desnuda, y lo primero que le pregunta es si no tiene miedo de encontrarse con un siluro de 5 metros mientras se baña. Un hecho en principio potencialmente policial se incorpora a ese espacio y a su funcionamiento en vez de alterarlos, dándole a la muerte el lugar que le cabe alrededor del deseo, sin perjuicio para el sentido del humor presente en la precisa observación de costumbres.
3. Hace un par de horas entré a ver El eterno retorno de Antonis Paraskevas, opera prima griega de la que me fui a los diez minutos. La directora parecía muy agradable; los planos casi exclusivamente frontales y geométricos, el silencio deadpan y el mecanismo alla Tati, Kaurismaki o Suleiman sin la promesa de sus densidades me dieron ganas de ver lo que pasa en esos primeros minutos contado con las convenciones narrativas clásicas, y entonces supe que ya no podía permanecer en la sala. Salgo del Auditorium hacia la playa y mientras paseo por la feria de la rambla escucho por un altoparlante la voz de un cordobés que cuenta un chiste sobre Angeloz. Cinco minutos más tarde descubro que el cordobés contador de chistes no está de cuerpo presente, a menos que sea el tipo con gorrita visera y unos CD’s en la mano que reproduce grabaciones para unas cinco personas, dos de las cuales duermen sus pedos desparramadas en las escalinatas. Mientras enfilo para el semáforo de Peralta Ramos y la peatonal San Martín se acollara a paso lento y tambaleante un chabón que despotrica, mirándome, contra los porteños. Lo dejo atrás después de mirarlo un momento sin alterar el paso. Veo que en 50 metros a la redonda sólo hay chicos con camperas de tela de avión, gorras, bermudas y zapatillas, y sigo camino pensando que atravesé un territorio claramente delimitado cuyos contornos deben desdibujarse un poco durante la temporada alta. Me acerco al kiosco de diarios naranja que está a la vuelta y en una caja de cartón encuentro el número de julio de 1964 de Selecciones del Reader’s Digest. Lo abro y leo en el artículo «Esplendor y decadencia de Hollywood», por Bud Schulberg:“La batalla por la supremacía entre Mayer y Schulberg se tornó tan acerba que años después, cuando mi padre, hacía tiempo caído del pináculo, sufrió un derrame cerebral, me mandó llamar y me dijo que servara diez dólares para después de su muerte. ‘Coloca mis cenizas en una caja’, agregó, ‘y contrata un mensajero para que las lleve a la oficina de Louis con mi mensaje de despedida. Y cuando el mensajero esté frente al escritorio de Louis, quiero que abra la caja y le sople las cenizas en la cara a ese…’ Tal era el bíblico ambiente que se respiraba en el Hollywood de antaño, un Hollywood que ha desaparecido tan súbitamente como surgió. El Hollywood de los grande estudios, el de los Mayer, los Schulberg, los Zanuck, los de Mille, está más muerto que la película que acaba de fracasar ayer, más muerto que una opción cancelada, más muerto que la expresión que nublaba los ojos de Humphrey Bogart cuando algo le disgustaba.»
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