Jaguar - PosterModernidad y colonialismo. ¿Cómo llegar a la verdad por medio de un doble artificio? Jean Rouch tuvo una llave única, esa que le llevó a decir a Rivette –no importa si es cierto- que “Rouch es más importante que Godard en la evolución del cine francés”. El método mestizo de sus obras anteriores alcanza una nueva luz en Jaguar, la historia ficcional de tres aldeanos que abandonan Níger para buscar trabajo en una gran ciudad en Ghana. Lo hacen caminando, y atraviesan un país que es muchos países (así llaman a cada poblado y sus etnias) y como ocurría en Moi, un noir, la banda sonora obedece a una etapa posterior de rodaje, en la que las voces de los protagonistas comentan las imágenes registradas varios años antes. Distancias que se acortan y se agigantan, como si de un acordeón se tratara, para que vuelvan a nacer instancias ya muertas, exorcizadas ahora por la palabra y la experiencia de actores que no son actores y que representan doblemente vidas que no son las suyas pero se le parecen. El resultado es asombroso, plagado de ambigüedades modernas que hacen explotar las imágenes siempre urgentes de Rouch, sus largos planos de caminos, su milagrosa cercanía con el otro, el collage sonoro (no hay sonido directo) que mueve los relatos que van y vienen de y hacia el registro documental. La llegada al gran país colonizado, con sus oficiales británicos ordenando el tránsito, las grandes ferias en las que el capital circula como un veneno y la lógica de la explotación del pobre por el pobre, me responde un interrogante que daba vueltas en mi cabeza en la primera parte de la película, esa de la deriva por grandes extensiones: ¿cuánto daño podría hacer un ministro de modernización a esas comunidades? La segunda mitad de Jaguar tiene la respuesta, como si sus imágenes rodadas hace casi cincuenta años viajaran al presente y documentaran los días de otras tierras incógnitas.

GulliverSobre Mojado. Minutos más tarde en Días de lluvia, el diario fílmico de Flavia de la Fuente plagado de planos hermosos y textos autorreferenciales, también se huele la política pero de una forma muy distinta. Por motivos opuestos a los míos, la directora expone su nerviosismo y el de su marido por la inminencia de las elecciones primarias del año pasado. La referencia es un poco elíptica y no expone abiertamente su ideología, pero esas letras negras sobre blanco me provocan una tristeza mucho mayor que la melancólica caída de la lluvia en San Clemente.

Intermedio. La muestra de cortos argentinos inaugura con Gulliver de María Alché. Plagado de subjetividades, el suyo es un relato en el que lo fantástico tiene un anclaje en lo cotidiano (o quizás sea lo contrario). En poco menos de media hora, Alché conjura de opacidades a un grupo familiar, se desmarca del realismo y hace de un desayuno tempranero un ambiente enrarecido de espesores, con la presencia insólita de lo que no tiene explicación. Si uno de los efectos del montaje es hacer pesar el tiempo de lo vivido sobre el presente de los planos, Gulliver traza sus coordenadas haciendo de ese nexo un mapa posible de sus aventuras. Trozos de Infinito (Mauricio Potenza) y Reflectorista (David Nazareno) abordan distintas cuestiones que vuelven al presente más inmediato: el primero haciendo un remix sonoro y un viaje alucinado por las voces siempre necesarias que (se) interrogan por los que no están pese al Lopérfido negacionismo; el segundo, dándole voz a la catarsis de un técnico cinematográfico de raza que putea con polémica simpatía por el estado de las cosas en su gremio.

Sala AlberdiEl mundo fue y será una porquería. Sala Alberdi es una película excesiva, terrible y bella. Micaela Tisminetzky planta su ojo en el corazón de la acción política que un colectivo de artistas llevó adelante en el año 2010 para impedir el cierre de la sala teatral, que ocupa el sexto piso del cultural San Martín. La historia se cuenta desde adentro, con la cámara pegada a sus protagonistas y un tratamiento visual que no declina ni siquiera ante las balas de plomo. La cronología de más de 80 días de toma y acampe se reconstruye desde adentro, haciendo foco en cuerpos, voces, colores (con mínima profundidad de campo, la puesta en escena evidencia el centro de interés del relato). Contada casi en plano detalle, dejando deliberadamente afuera las voces de los otros (se escucha por ahí un retazo de lo que dijeron los medios, casi nunca presentes) y evidenciando el silencio perverso de quienes hoy gobiernan no ya la ciudad sino el país, la película nos lleva de la alegría y la utopía a la reflexión desencantada de una última asamblea en la que se exponen derrotas y se piensa el futuro. En Sala Alberdi lo que circula es el pensamiento, la acción y el deseo. También las contradicciones que ni la cámara de Tisminetzky ni los protagonistas pretenden ocultar. Sus verdades viajan a través de las voces que se multiplican y que la directora captura con una intimidad que construye una épica que bien podría ser novela de aprendizaje, camino del héroe o un lúcido desencanto político. Jean RouchMe asomo al contraplano que Sala Alberdi deja entrever en sus imágenes fantasmales de los otros (los funcionarios, los patovicas, los policías de la metropolitana) y me encuentro con esto y esto.

Les ahorro el disgusto a quienes no las lean: ambas notas parecen calcadas y reproducen con igual cinismo un discurso dominante no solo de las imágenes sino de las palabras: vandalismo, usurpación, robo, espacio público, vecinos.

Posdata: se me ocurre que Kidlat Tahimik, el filipino loco de la cámara de bambú, actor fugaz en Kaspar Hauser y hacedor de películas libres y únicas, sería un buen amigo de Jean Rouch.

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