
Silvia Filler fue asesinada en diciembre de 1971. Tenía 18 años y participaba de una asamblea en la Universidad de Mar del Plata, cuando un grupo de integrantes de la Concentración Nacional Universitaria (CNU) irrumpió en el salón donde se desarrollaba. Uno de los disparos que efectuaron la mató. Hasta allí, los hechos. Una sucesión que puede explicarse siguiendo el hilo narrativo de las palabras, traídas de los diarios de la época o de los libros que trabajaron sobre el episodio de manera central o tangencial. Pero unos y otros se concentran sobre la concepción de la Historia: describir los hechos, dotarlos de un entorno, tratar de explicarlos desde una perspectiva social o política. En un punto, esa perspectiva parece exhibir sus límites: son productos de una mirada ajena que no interroga a los participantes, sino que trabaja sobre fuentes diversas que componen una escena general en la que los detalles quedan desestimados. Se vuelven letra muerta, textos situados en un presente ajeno, inevitablemente datado y congelado en ese relato original.
La memoria es otra cosa. Es una construcción que nunca se cierra –más que circunstancialmente-. Exhibe los huecos de lo que aún debe ser completado, la imperfección que se deriva de la continuidad de la búsqueda. Diego Ercolano comprende entonces –y lleva a la práctica- que la película que acomete sobre el asesinato es eso mismo: una obra en construcción. Por esa razón es que el proceso de realización está puesto en pantalla: las charlas con los realizadores físicos del escenario, la convocatoria a los alumnos de la escuela, los ensayos de la escena y los preparativos para organizarlas forman parte de la estructura del documental, como parte de ese territorio inacabado, no resuelto, en el que se va avanzando. Lo interesante es que en esas escenas fuera de la lógica documental, se hace aparecer la información que resultará necesaria para comprender la escena final (lo que aparece tanto en los ensayos como en el viaje desde Mar del Plata hasta Campo de Mayo): termina siendo el resultado que el documental expone, no una escena aislada en sí misma y que revela antes el camino que se sigue que la conclusión a la que se puede arribar.
En La memoria que habitamos (Ercolano, 2023), el título ya señala lo importante. El término “habitamos” no es inocente: hay una formulación colectiva, en tiempo presente, de un espacio que incluye. La Memoria, a partir del título se presenta como algo vivo y cotidiano, parte de la vida del grupo social. Pero es, además, un punto de partida. Porque el espacio que se habita debe ser construido. La memoria no es un elemento abstracto que se recupera a partir de la bibliografía, sino una construcción continua basada en la experiencia diaria.
La película y la memoria van en un mismo sentido. La idea central que se persigue desde el comienzo es la necesidad de reconstruir la escena. Esa escena es la original, la de la asamblea en la que se produce el asesinato. La persistencia del espacio real donde se produjo habilita su reconstrucción, a partir de una serie de fotos –presumiblemente del peritaje oficial. Esas fotos constituyen material histórico: allí no hay cuerpos, no hay personas. Lo que se ve es la escena ya despojada, un momento congelado en el que solo pueden verse los asientos desparramados en el piso –como una señal del movimiento apresurado y temeroso de esos cuerpos que no se ven- y una mancha de sangre en el piso. La memoria que habitamos sale de esa imagen congelada, vacía, despojada de significación, para completarla. Para ello es que se reconstruye físicamente la escena. Se toma de esa foto solo para que el espacio vuelva a ser lo más parecido a lo que fue: las gradas de madera, los carteles de las agrupaciones, las pintadas en paredes y columnas.
La pregunta que entonces se plantea es: ¿para qué reconstruir una escena específica de un momento histórico? Hay una excusa que puede señalarse, pero no es más que un elemento secundario: la representación teatralizada de la que participan los jóvenes de la escuela. Que se plantea como si se tratara de la parte esencial de la película, como si el objetivo final fuera generar una ficción y nada más que ello. Pero lo que organiza la película de Ercolano es un proceso que va a duplicar las posibilidades que brinda la reconstrucción. A la par de la teatralización, reconstruye la escena original a partir de la memoria de los testigos. Ercolano recurre a los participantes de aquella asamblea no solo para recuperar los fragmentos de las miradas particulares que permitan una aproximación a lo ocurrido. Lo hace para que esos testigos actualicen una memoria que lleva más de cincuenta años. Las dudas, los relatos que titubean ante los detalles -la ubicación de cada uno, la forma en que entraron los agresores, cómo salieron del lugar- es la reverberación de ese proceso de actualización (ver, especialmente, el momento en que entran los testigos luego de haberse reconstruido la sala). Donde se pone en juego de manera más concreta esa tensión es en la entrevista con Ullua, uno de los miembros de la CNU, detenido en Campo de Mayo. El plantea que no puede recordar los detalles después de tantos años y que el relato de su interlocutor le puso adelante una verdad que él no recuerda pero que acepta.
Mientras estos personajes actualizan la memoria pasada y aportan elementos importantes, la recuperación y la puesta en acción de la escena como representación física, transfiere el peso de la memoria hacia la juventud, actualizándola en el presente. En el gesto final que implica cortar la escena cuando se descubre que hay alguien herido de bala, no solamente se consigue reconstruir lo ocurrido por las dos vías, sino a la vez, señalar la perpetuación de los modos represivos –¿en qué se diferencia de la violencia en la misma ciudad que puso en pantalla hace unos años la película El credo (Sasiain; 2019)- y la necesidad de mantener fuera del campo, el plano de un cuerpo muerto. La memoria no necesita de primeros planos que rocen la obscenidad, sino de la recuperación de lo que llevó a lo ocurrido, para entenderlo y, sobre todo, para no olvidarlo.
La memoria que habitamos (Argentina, 2022). Dirección: Diego Ercolano. Guion: Federico Polleri. Fotografía: Luciano Paciotti, Mariano Rendino. Edición: Diego Ercolano. Duración: 89 minutos.
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