Imágenes estáticas en blanco y negro muestran las playas de Recife. Una tras otra se suceden mostrando planos cada vez más abiertos, lejanos, mientras de fondo suena Hoje, canción en cuya letra se evoca la nostalgia del tiempo pasado ante la inclemencia de los hombres del presente. Resistir a los hombres es resistir al tiempo: esa es la meta de Clara, la protagonista de Aquarius.

Una empresa constructora pugna por el departamento en que la protagonista vivió toda su vida, utilizando como medio para obtenerlo tanto el dinero como el acoso personal ante una mujer que, a pesar de ser jubilada, no es mostrada débil sino enérgica y dispuesta a no dejarse avasallar ante las presiones de vecinos, las amenazas de ingenieros ni las acusaciones de locura de sus hijos al no ceder ante tal magna empresa. No hay que confundir la cuestión material con la cuestión económica. La oferta no es aceptada porque el departamento le resulta invaluable. No es el dinero el que mueve a Clara sino, por el contrario, el significado que cada objeto ha ganado a lo largo de lo existido, erigido como un cofre preservador de vivencias, como memoria activa y presente en la cotidianeidad. Son tres los elementos a los que más importancia se les concede en ese sentido: el mueble al que se hace referencia al comienzo de la película, cuya historia se remonta a la tía de Clara y sus aventuras, que se yergue a lo largo de la película significando ese pasado; los discos de vinilo que cumplen esa misma función mística marcando un instante en la Historia; y así también lo hace el Aquarius, edificio que ha sido comprado casi en su totalidad para transformarse en un “Nuevo Aquarius”, del cual sólo queda un bastión resistiendo la “novedad”: el departamento de la protagonista. Esta tensión entre lo nuevo y lo viejo se muestra constantemente, pero se resuelve en una respuesta de la inquilina: “Si no te gusta, es viejo; si te gusta, es vintage”. Cuando el tiempo pasado se engalana de nostalgia, es imposible el desapego. Es por eso que esa lejanía se manifiesta en lo cotidiano y toma en pantalla la exacta presencia de los protagonistas: los fantasmas deambulan por los corredores al lado de Clara. El pasado convive carnalmente con el presente, concretamente en la escena en que ella, pensativa, quiere recordar el nombre de una mujer que trabajaba para su familia y le robó unas joyas.

La cuestión social se muestra como parte de la intimidad, y es denunciada sin estridencia sino con la sencillez de lo habitual: “Nosotros los explotamos, ellos a veces nos roban…” responde sobre el asunto la cuñada casi como al pasar, pero con convicción irrevocable. Esa tensión clasista se ha naturalizado. La vida es así: poblada por explotadores, por explotados, y por los expropiadores capitalistas. Asimismo, la cuestión racial no es dejada de lado en relación a la clase social de pertenencia, e incluso se pone énfasis en la capacidad que la clase acaudalada tiene para comprar derechos y someter a quienes no cuentan con el poder adquisitivo necesario para pedir justicia (una de las escenas más directas en el sentido crítico/querellante es en la que Clara comenta sobre la muerte del hijo de su empleada a manos de un automovilista). No hay cuestionamiento de esas bases, sino la oposición singular de un hecho particular, no como una batalla política sino como forma de salvaguardar aquello que fue testigo de una existencia, eso que es parte de la propia identidad. En la cotidianeidad se filtra lo netamente sociopolítico desde varias aristas que funcionan de manera centrípeta alrededor de la cuestión del manejo turbio de las corporaciones capitalistas cuasi mafiosas. Sin embargo, esa línea es recorrida de manera transversal, sin ser una obsesión que devore todo a su paso. La crítica social no fagocita la descripción de la vida de su protagonista.

El personaje no es tratado como un simple vocero de denuncia, sino como una persona, mostrándolo de manera humana, con sus conflictos, deseos, y dificultades; cuestiones que la película muestra sin prisa, abundando en detalles, recorriendo, pintando… siempre atravesado por un halo de tristeza. En la escena de celebración de cumpleaños tanto como en la escena en que salen a bailar, ni la melodía ni los acontecimientos narrados abundan en algarabía. Por el contrario, siempre son templadas bajo un manto opaco. Los únicos momentos de felicidad -para Clara y para el espectador-, son los dados por la música, donde la soledad no es motivo de congoja sino de plenitud. Es éste el refugio sine qua non para resistir al bagaje de la vida, a los hombres, al tiempo.

Aquarius (Brasil/Francia, 2016), de Kleber Mendonça Filho, c/Sonia Braga, ‘145.

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