Persiste la teoría de que los primeros minutos de una película nos dan una pauta de toda ella. Más que una didáctica, diría que es una audacia. Es cierto que, en retrospectiva, muchas veces nos da la sensación de que todo estuvo ahí, frente a nuestros ojos, desde los primeros minutos. Sin embargo, también es cierto que muchas de nuestras convicciones son construcciones determinadas y delimitadas por un contexto. ¿Realmente estuvo todo ahí desde el principio o sólo nos da esa sensación luego de establecerse lo obvio?
Sea como fuere, los primeros minutos de Dos disparos nos posicionan, como espectadores, en una cercanía incómoda. Lo primero que vemos es al protagonista bailando solo en una discoteca. La música a todo volumen, las luces intermitentes, la sensación de asfixia. Luego, sin transición, el protagonista (que se llama Mariano y es un adolescente de 17 años) sale de la discoteca y regresa a su casa. No ve a nadie, no saluda a nadie. Está solo. Nada un poco en la pileta y después se pone a cortar el pasto. La cortadora de césped se rompe, revisa el garage buscando quién sabe qué para arreglarla y, por casualidad, encuentra un revolver. Va hasta su habitación y se pega dos tiros. Hubiera sido interesante que la película terminara así pero, claro, recién empieza.
Toda la película intenta y repite una sucesión de escenas y situaciones que quieren ser graciosas y no lo son. Insiste con el humor seco (también llamado deadpan), pero no le sale, y en ese intento fallido solo deja ver unas intenciones demasiado obvias de aspiraciones elitistas que no consigue. Ezequiel, el hermano de Mariano, se reencuentra con una chica que conoció en una fiesta, pero no la recuerda porque estaba de ácido; al amigo que vive en Lanús le tienen que prestar dinero para regresar, incluyendo el remís; una foto resulta ser inapropiada para un CV; una pareja se está separándose desde hace dos años… y así. Todos chistes que quieren ser anti-chistes y en ese recurso de ser graciosos no siendo graciosos se supone que son graciosos, pero no, simplemente no son graciosos y punto.
Dos disparos, simplemente, es aburrida hasta un nivel desesperante, pero esa angustia, ese tedio que transmite es, precisamente, su mejor acierto. Porque Dos disparos es una oda al aburrimiento, un retrato agudo de la fatiga de la clase media. Por si queda alguna duda, hacia la mitad de película, el foco y centro de atención se desplaza de Mariano hacia su madre, que -acaso por el estrés que le ha generado Mariano- necesita unas vacaciones. Ahora bien, es probable que no haya ninguna otra situación que retrate con tanta precisión la fatiga y lo absurdo de las aspiraciones de la clase media que un viaje a la costa (si no están convencidos, basta con ver Balnearios, de Mariano Llinás).
A partir de aquí, Dos disparos mejora notablemente. Tanto, que se transforma en otra película. Diría que Dos disparos son dos películas conectadas por un mismo personaje, la madre de Mariano, que en el primer relato es un personaje secundario y en el segundo se vuelve central. Esta segunda película, que relata las vacaciones de la madre de Mariano, es mucho más lograda y efectiva que la primera. Martin Rejtman consigue delinear a los personajes de esta segunda historia con muy pocos trazos, dando pie a una serie de situaciones donde la ironía y el humor negro despuntan sin ambages. Hacia el final, sambos relatos se reencuentran, sin demasiado éxito.
Dos disparos (Argentina, 2014), de Martin Rejtman, c/ Susana Pampín, Rafael Federman, Benjamín Coelho, Manuela Martelli, Walter Jakob, Camila Fabbri, María Inés Sancerni, Fabián Arenillas, Claudia Cantero, Daniela Pal, Laura Paredes, Mariel Fernández, 104’.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá:
Menos mal que, a lo mejor, hasta dentro de once años no filma otra