Algunas ideas en torno a Un maldito policía de Abel Ferrara (1992) y la remake que filmó Werner Herzog, Un maldito policía en Nueva Orleans, en 2009.
En una escena de Un maldito policía una mujer muy pelirroja (y muy drogadicta) dice algo así como: “Los vampiros tienen suerte, porque pueden chuparle la sangre a otros y así se alimentan. Nosotros no podemos, nosotros tenemos que alimentarnos de nosotros mismos”. Esa frase define (y busca definir) el camino de este policía maldito: a través de las drogas, el pecado y la violencia se encamina hacia Cristo. La narración en la película de Ferrara es, si se quiere, interior: los casos criminales (y los partidos de béisbol) se suceden apenas como datos, metáforas, encrucijadas que no llevan a ninguna parte, ni siquiera a una investigación policial (excusa argumental por demás básica y que se resuelve de la forma más absurda). Lo que importa es el viaje al alma del policía drogón y al alma de Nueva York.
En Un maldito policía en Nueva Orleans las interioridades escasean. No es casual el cambio de Nueva York (ciudad que se va pudriendo en sus propios pecados) a Nueva Orleans (ciudad azotada por los desastres): el movimiento centrípeto pasa a ser centrífugo. La diferencia entre Abel Ferrara y Werner Herzog no es la fe en el Hijo de Dios, sino más bien el sentido (en el sentido más físico) de la pregunta. O, si se quiere: mientras las criaturas de Ferrara se consumen a sí mismas, Herzog se parece más a un vampiro. Las drogas no son menos ni tampoco lo es el sexo. El policía de Herzog no está menos maldito. Pero su maldición es otra.
Ahí donde Ferrara va construyendo por acumulación el espacio inesperado del alma de un pecador, Herzog hace girar la angustia como un trompo y salpica con sus preguntas al mundo entero. Harvey Keitel se construye como un personaje desnudo frente a cámara, mientras que Nicholas Cage se van montando como un ser grotesco, deforme, cada vez más hueco. La maldición del policía de Cage no es la de vivir en un mundo acosado por el pecado sino la de vivir en un mundo acosado por el absurdo. Mientras que Ferrara es teológico, Herzog es metafísico.
La fe de Ferrara no se limita únicamente a Dios hecho Hombre, su cine esconde también una fe en la imagen. Su trabajo es el trabajo de querer mostrar. Hay algo primitivo, casi baziniano, algo tosco en el deseo de mostrar de Ferrara, como si frente al misterio su mejor respuesta fuera apuntar una cámara hacia él. Su fe es tal que llega a filmar a Dios, pero se esconde también en rincones más modestos, como en la meticulosa exploración del cuerpo de Keitel o en la decisión de filmar en un plano sin cortes cómo Keitel se inyecta drogas. La garantía de la imagen cinematográfica subsiste intacta en Ferrara, como si todavía se maravillara con la ingenuidad de los Lumière con todo lo que puede hacer este artefacto llamado cine.
Herzog, en cambio, no cree en la imagen, pero sí cree en la fuerza de la imagen, paradoja que le permite, por ejemplo, convertir una iguana en una metáfora del universo y filmar, de paso, el espíritu de un muerto, que baila break dance. Herzog sabe de manipulación como Ferrara sabe de penitencia.
Las exigencias teológicas de Ferrara (que, como las mejores exigencias cristianes, están cargadas de cuerpo y materia) pueden resultar extrañas o violentas para algunos y, probablemente, Herzog comparta un aire más contemporáneo con su público (a pesar de ser casi diez años mayor que aquel), pero en ambos casos hay algo fascinante en la historia de un policía drogadicto que junto con las drogas se inyecta también el mundo en sus venas y sufre como punto de concentración de sentidos un calvario que vuelve a sacarlo a flote (por la redención interior o por el reacomodamiento a un mundo que se demostró grotesco).
Hay un encanto particular en el último plano de Un maldito policía: el auto estacionado, el policía que muere poco después de haber alcanzado la Gracia y (éste es el punto central) la gente que camina por la vereda y de pronto se empieza a juntar alrededor de lo que parece ser la escena de un asesinato. Hay algo en la composición de ese plano, en la distancia de la cámara, en la reacción de la gente que pasa y se acerca o no, que nos permite suponer que el plano se robó en una calle de Nueva York sin que los extras supieran que lo eran. Ferrara (como cualquier cineasta) no es ajeno a la manipulación, pero su manipulación es otra. Hay algo refrescante en ver en cine algo de aquello que no podría planearse.
Un maldito policía (Bad Lieutenant, EUA, 1992), de Abel Ferrara, c/Harvey Keitel, Victor Argo, Paul Calderón, 96′.
Un maldito policía en Nueva Orléans (The Bad Liuetenant: Part Of Call – New Orleans, EUA, 2009), de Werner Herzog, c/Nicholas Cage, Eva Mendez, Val Kilmer, 122′.
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