Atención: Se revelan importantes detalles de la trama y la resolución final.
Una primera escena con reminiscencias kafkianas nos dice todo lo que necesitamos saber sobre Álvaro (Rafael Ferro) y su mujer Ana (María Ucedo), una pareja adulta que hace largo tiempo se encuentra lidiando con la burocracia torturante que implica la adopción de un niño. Ana, hastiada y desesperanzada de tanto trámite en vano, le sugiere a su marido – más bien le impone- la opción de comprar un bebé de manera ilegal. Álvaro acepta y se dirige hacia la calurosa provincia de Misiones. A partir de ese momento, Ana se transforma en una voz off en el teléfono y Álvaro pasa a ser el único protagonista activo de la película.
Vivimos en una sociedad patriarcal, de costumbres misóginas. Desde pequeños nos enseñan que los nenes deben jugar con soldaditos y las nenas con muñecas. Cualquier actitud que rompa con esa división de roles basada en estereotipos de género, es tomada como una ofensa a la moral y los buenos valores de la familia. Entonces, la hembrita se queda en casa cocinando, y el machito sale a ganarse el pan. La mujer –o el sexo débil- grita asustada, y el hombre –o el fuerte- se agarra a trompadas por su honor y el de su familia. En este mundo –que es el nuestro-, Ana teme ir en busca de un posible hijo, entonces le exige al marido que haga su trabajo de macho, mediante la coerción hecha pregunta “¿por qué para los demás puede ser una opción y para nosotros no?”. Álvaro, taciturno, obediente, no discute, y aunque obviamente no está de acuerdo, decide viajar en busca de un niño para su mujer. O para ambos.
El periplo de Álvaro en tierra misionera es una clásica katabasis, un descenso a los infiernos de esa porción del planeta donde confluyen y se yuxtaponen tres países sudamericanos, ese lugar conocido como la Triple Frontera, en el que el imaginario popular indica que todo vale. Alejado de la Buenos Aires asfixiante, repentinamente se encuentra atrapado en un interior también asfixiante. La tensión latente en la puesta de cámara, los silencios –que en esta película saben ser más importantes que los diálogos-, los tiempos muertos y la introspección, asedian cada plano de este thriller que se percibe más cercano a un cuento de Horacio Quiroga que a un policial negro. Álvaro, con mirada impertérrita, afronta cada peripecia como un autómata con una misión ineluctable. El calor y la humedad de la selva lo agobian, la mirada desconfiada de los lugareños lo presiona, el peligro de las mafias locales lo sofoca, pero Álvaro no cesa en su búsqueda, mientras los planos cerrados, opresivos, que obligan a escuchar la respiración de los personajes como si nos estuviesen respirando en el oído, hacen que el espectador se sienta partícipe de cada secuencia que va aumentando en intensidad y dramatismo.
Álvaro encuentra su cable a tierra en Anahí (Sofía Brito), una prostituta embarazada que podría ser su hija, pero también su amante. En esa relación que nunca va a ser posible en el plano moral y ético –como puta y comerciante de su hijo sería una relación ilegal, como hija incurriría en la pederastia-, parece replantearse no solo su búsqueda, sino también su vida, su pareja, el mundo entero y todos los que lo habitan. Si el sistema obligó a su mujer a dejar de insistir por la vía legal para decantarse por el camino de la ilegalidad, también obligó a Anahí a vender no solo su cuerpo, sino también su hijo, fruto de ese mismo sistema.
La misión de Álvaro entonces se duplica, porque además de conseguir un niño al cual comprar y adoptar ilegalmente, tiene la necesidad de ayudar a Anahí a escapar de ese infierno húmedo que es el escenario de su esclavitud física y mental. En su descenso a los infiernos de la trata de mujeres, el protagonista de El hijo buscado puede emparentarse livianamente con personajes trágicos de la mitología griega como Orfeo. El final del músico tracio se desencadena a partir del momento en el que desobedece las órdenes de los gobernantes del inframundo y mira hacia atrás para observar a su amada Eurídice. De la misma manera, el sicario del prostíbulo ubicado al borde de la triple frontera le indica a Álvaro, en repetidas oportunidades, que no regrese al prostíbulo, que no se inmiscuya, que se vaya sin mirar atrás. La desobediencia y la obsesión por encontrar un hijo al que llevar a casa –y y así convertirla en «hogar»- marcarán a fuego el destino de un hombre dispuesto a dar su vida por una familia.
A pesar de la insistencia en la utilización de una cámara en mano desprolija –que puede dotar a la narración con un leve aire documental o espontáneo, pero también distraer al espectador-, El hijo buscado es una película interesante tanto desde su aspecto formal como técnico. La fotografía del experimentado Fernando Lockett y la locación natural misionera, aportan la verosimilitud y el atractivo visual necesario para un thriller selvático, denso y sombrío.
Finalmente –y por fortuna- no hay moraleja en esta historia. Daniel Gaglianó prescinde de personajes excesivamente estereotipados y se aleja en todo momento de la moralina barata, aunque plantea una especie de resolución positiva de la trama, un final triste pero esperanzador, que se acerca sutilmente a ese ejercicio que se supone necesario para dejar al espectador tranquilo. Más que una película crítica, Gagliano propone el retrato cinematográfico de una realidad social, y construye un drama tan oscuro como interesante con retazos de esas historias que se esconden en los rincones más profundos de nuestro país.
El hijo buscado (Argentina, 2014), de Daniel Gaglianó, c/Rafael Ferro, María Ucedo y Sofía Brito, 81’.
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