1. Casualidad o causalidad, quién sabe. Cada vez que asoma una producción audiovisual argentina referida a un momento o un personaje histórico de relevancia, surge en contraposición otra obra que entra en diálogo como una especie de contra-relato. El caso más evidente y reconocible es el de Argentina, 1985 y El juicio, pero también esos dípticos pueden rastrearse tanto en Esto no es un golpe y Raúl, la democracia desde adentro como en la serie El amor después del amor y el documental Canción sobre canción (que tiende a contrarrestar además, la tendencia nostálgica de aquella). Hace algo más de un mes se estrenó la serie Diciembre 2001, que desde la ficción intenta reflejar los movimientos políticos que llevaron a la renuncia de Fernando de la Rúa y el ascenso de Eduardo Duhalde a la Presidencia de la Nación. En sus seis capítulos decide concentrarse en los movimientos de lo que podría llamarse “alta política” –en relación directa con las estructuras partidarias y estatales de poder-, remarcando su afán especulativo alrededor de lo que suele quedar oculto en las sombras de lo privado. La forma en que se presentan esas situaciones fluctúan entre la mirada sobre lo cotidiano –en especial en el matrimonio Duhalde- y el secretismo de las reuniones confabulatorias o de toma de decisiones –de Chacho Álvarez con Cavallo a Chrystian Colombo con los gobernadores peronistas-.
Pero en ese dibujo que traza la serie, la política se observa como una suma de mezquindades personales y alianzas y traiciones circunstanciales. Al cercar su visión sobre ese sector de la política formalizada (presidentes, diputados, senadores, gobernadores, algún intendente), en ese tiempo preciso del “Que se vayan todos”, lo que sugiere Diciembre 2001, incluso contra su voluntad evidente de erigir a Raúl Alfonsín como una figura que todo lo trasciende, es que la política es un micromundo que se desentiende del entorno en el que actúa. El extremo se encuentra en De la Rúa y su hijo Antonio, que parecen vivir en una especie de país paralelo en el interior de la Residencia de Olivos. Pero incluso en el resto de los personajes, esa distancia se mantiene constante: de Duhalde a Cavallo y hasta en los asesores que configuran el punto de observación que elige la serie, todo transcurre puertas adentro, espacios que en lugar de registrar algún tipo de relación con el exterior, parecen convertirse en refugios.
En esa decisión, lo que elimina Diciembre 2001 es la calle, la gente, el pueblo. Los políticos carecen de ese contacto y la serie intenta compensar su despropósito con dos subtramas que se cruzan en algún momento. La de la madre del asesor de la Alianza, médica en un hospital público, que parece resumir las preocupaciones por los ahorros y los dólares de una clase media pauperizada. La del joven del comedor comunitario que pretende representar a la clase baja sumida en la precariedad y la falta de un horizonte laboral y económico. Al contrario de lo que muestra la política, sufren, lloran, se exponen, pelean y demuestran los lazos solidarios que pueden entablar desde sus lugares. Pero ese binarismo esquemático –en el cual Javier Cach es propuesto como un supuesto puente- instala la desproporción entre lo que puede surgir de dos personajes secundarios y la cantidad de protagonistas principales que la serie dispone para ejemplificar el rol de la política. El problema mayor es que esos dos universos son paralelos, no se cruzan ni se tocan, están en dimensiones diferentes que solo establecen distancia.
Lo que remarca esa frontera insalvable es la forma en que la serie utiliza el material de archivo. Ya se trate de los registros del canal policial o de las cámaras de los móviles de los canales de TV, lo documental aparece siempre mediado por un televisor, estableciendo una barrera: la calle y el palacio no pueden verse más que por la pantalla de un televisor, y en esa actitud refleja, lo que se omite es tanto la magnitud del desastre político (reducido aquí a las limitaciones de De la Rúa y su hijo y a la capacidad de rosqueo político del peronismo) como la intervención de factores de poder económicos (ninguna referencia a bancos y empresas que fugaron dólares por esos tiempos) y lo que guiaba la lucha y la posterior organización de clases medias y bajas para su subsistencia. Centrarse en la rosca política, aún desde una mirada pretendidamente irónica, termina implicando la igualación hacia abajo de todo el sistema político y una dilución de las responsabilidades, mientras se niega y esconde la crisis que llevó a ese diciembre. Cuando la serie decide finalizar su relato en la asunción de Eduardo Duhalde como presidente, parece señalar en ese punto el final de la crisis –en todo caso, podría pensarse en ese momento como el fin de cierta inestabilidad de la clase política-, la que en verdad, se profundizaría poco después con la decisión del gobierno de una pesificación asimétrica y la larga persistencia de las cuasimonedas que tampoco aparecen mencionadas.
De la misma manera que las ficciones señaladas, Diciembre 2001 parece más obsesionada en encontrar las similitudes físicas de los personajes que en construir un verosímil para desarrollar la ficción. Cuando la narración decide romper una y otra vez el posible punto de vista, pretende obtener más cantidad de personajes pero sacrificando en el mismo movimiento una mirada desde una posición definida. Y es que la necesidad de mostrar el lado no visible de la política tiene esa limitación: sin una mirada que conduzca, todo se coloca en un mismo nivel, se empasta y no genera más que frustración.
2. Para los mismos tiempos, a la serie le salió su contracara. El documental no solamente acierta en la metáfora de su título –que hace referencia a un cuento de Edgar Allan Poe, en el cual se relata desde adentro de un remolino el hundimiento de un barco-, sino que establece reglas precisas en su desarrollo. Aquí, la política importa en tanto se va revelando como parte de una cadena de decisiones y comunicaciones que fluyen en sentido vertical. Pero no necesita resaltarlo a partir de la multiplicación de presencias para dotar a todo el trabajo de una marca esencialmente política. Maelström 2001 entiende, a diferencia de Diciembre 2001, que un gobierno se define por sus acciones y que estas suelen transparentarse desde el momento en que se revisa con precisión los elementos que las constituyen.
El punto de partida del documental es el peritaje que se le encarga al físico Rodolfo Pregliasco sobre los hechos ocurridos el 20 de diciembre de 2001. La utilidad de ese trabajo es, en primera instancia, legal, en tanto forma parte del juicio que se inicia contra los responsables de la represión ocurrida durante ese día en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Pero lo que plantea la película es desplazarse de la instancia judicial a la memoria histórica. Si los hechos de diciembre de 2001 y en particular de ese día han quedado en una nebulosa de tiempo por interés político, el juicio parece constituirse en la puerta de acceso al detalle de los sucesos, a su actualización como parte de un esquema político.
Porque lo que hace Maelström 2001 es reconstruir una escena pública y real desde la conciencia de lo fragmentario (en el relato de Pregliasco se mencionan varias veces los puntos ciegos en los que las imágenes registradas no permiten reconstruir la totalidad), allí donde Diciembre 2001 lo hacía sobre una escena que no puede ser otra cosa que ficticia y con pretensiones totalizadoras. De la misma manera, donde la serie apuntaba a la multiplicación de espacios y personajes, el documental focaliza en la concentración en unos pocos espacios (Plaza de Mayo/Congreso y sus vías comunicantes) que le permite restablecer esa escena buscada con mayor precisión, a partir de la multiplicación de los puntos de vista (representados por las cámaras). Pregliasco desliza al comienzo la idea de construcción de una suerte de panóptico, que es precisa en los términos de la búsqueda. Es ese panóptico el que permite que el documental, visto como una consecuencia, pueda construirse como escena. El caos que presupone el panóptico es organizado para restablecer un relato organizado temporal y espacialmente. La idea de reconstrucción de la escena resulta entonces más pertinente, incluso más allá de la perspectiva judicial: una escena no es solo una composición de tiempos y espacios, sino de actuaciones, de personajes que se mueven en relación con otros.
La escena de Maelström 2001 es el relato de la sucesión de hechos que siguen a la declaración del estado de sitio en la noche del 19 de diciembre. Despegándose de cualquier posibilidad de caer en la sensiblería (la descripción desde los familiares de quienes murieron ese día suele limitarse a la narración de los motivos y circunstancias por los que concurrieron a la Plaza), el documental prefiere trabajar mayormente sobre los archivos documentales. La diversidad de fuentes utilizadas no hace más que mostrar la complejidad de la escena y de los discursos que circulan alrededor de ella. De la primera dan cuenta las fotografías, las imágenes de los canales de televisión y del canal de la Policía Federal y los archivos sonoros provenientes de las comunicaciones de las fuerzas represoras. De la segunda, los registros visuales del juicio y las pruebas en el expediente. En los cruces entre esos materiales organizados, se restablece una causalidad de las acciones, de la misma manera que se repone un hilo conductor temporal, consistente en una sucesión de avances y retrocesos, tanto entre los manifestantes como en las fuerzas policiales. Pero si estos asumen un carácter descriptivo que las imágenes acompañan, aquellas se establecen como una cadena de acciones que hay que reponer para recuperar las responsabilidades eludidas. Hay un momento que resulta crucial en ese sentido, en tanto desarma la idea de caos y descontrol. Es cuando desde las imágenes se descubre el movimiento en paralelo de dos carros hidrantes situados a ambos costados de la Plaza de Mayo y desde las comunicaciones telefónicas, se rearma la cadena vertical de llamados que sostiene tanto la existencia de órdenes como del proceso de información y monitoreo continuo y donde la escena se completa: no se trata del desborde de la acción policial sino de una acción política ordenada y planificada.
Hay otro momento revelador que reconstruye el documental desde el cruce de esos materiales. Es el momento de la muerte de Gastón Riva en el cruce de Avenida de Mayo y Nueve de Julio. Se parte de una carencia, en tanto se produce en el mismo momento en que Fernando De la Rúa da un discurso público que ocupa la pantalla del canal policial. Lo que hay, además de los testimonios en el juicio, es el material filmado por un camarógrafo de Canal 13, que a su vez tiene otros huecos en la continuidad del registro. El trabajo de Pregliasco permite rearmar la escena desde el espacio –en qué lugar estaba la víctima y en qué lugar la policía-, pero sobre todo, recuperar lo temporal –a partir del análisis de sombras proyectadas- para que lo que se produzca es una relación de contigüidad entre una y otro. Desde allí que es posible narrar los hechos que llevaron a una muerte (el mismo procedimiento se sigue con los hechos ocurridos frente al edificio del HSBC y con los posteriores a la renuncia del presidente en la 9 de Julio) y establecer con precisión cómo y en qué momento se produjo (aún cuando en el juicio no pudo determinarse cuál de los policías fue el asesino).
Ese tipo de reconstrucción manifiesta la existencia de dos relatos alrededor del suceso. El oficial es el que los responsables sostuvieron desde ese mismo día (ver los dichos del comisario que comandaba el operativo desde la mañana o el momento en el que el comisario Santos, ya a la noche, insiste en que la policía no tiene balas de plomo) y que intentan validar desde sus intervenciones en el juicio. El otro es el que surge de los hechos que el peritaje sobre las imágenes y el propio documental logran trazar. Es llamativo, en ese contexto, que en su declaración final, Enrique Mathov –el responsable de las órdenes represivas desde lo político- señale al otro relato como un “armado cinematográfico”. La pretensión de desarmar la veracidad desde una construcción ficticia no es solo la reafirmación del propio relato como el verdadero, sino que constituye una estrategia que durante el juicio se revela como intento de invalidación. Un intento que abarca tanto el cuestionamiento de la determinación horaria por la posición del sol, como de la organización del material disponible aduciendo una edición de las imágenes. Esa determinación parece resumirse en la necesidad de la defensa de “modificar el tiempo”, es decir, romper la linealidad del relato de las pruebas y de esa manera reconstruir otro que sostenga el propio. En ese punto, el intento de transformar el tiempo, lo que intenta es torcer la realidad para adecuarla a las necesidades, y quien denuncia al otro por un “relato cinematográfico” solo coloca allí su propia práctica. El peritaje de Pregliasco, en la reconstrucción de la escena, permite determinar hechos precisos, aunque no pueda llegar con el mismo grado de certeza a cuáles manos fueron las que dispararon y causaron una muerte. Pero frente a ello, lo que queda expuesto en el documental son dos elementos. El primero, es el primitivo terraplanismo de acusados y defensores que descreen del uso de la ciencia. El segundo, más importante aún, es el esfuerzo que los victimarios realizan para ocultar sus crímenes.
Maelström 2001 (Argentina, 2021). Dirección: Juan Ignacio Pollio. Guion: Juan Ignacio Pollio, Federico Arzeno. Fotografía: Sergio Claudio. Edición: Lucila Kesselman y Emiliano Serra. Duración: 121 minutos.
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