Al saber previamente – sugiero saber lo menos posible antes de cualquier película – que La terminal de Gustavo Fontán transcurre íntegramente en la estación de micros de La Falda, mis presunciones (conscientes y no) oscilaban entre pensar contextualizaciones del lugar y situaciones particulares. Pero el encuentro con la primera imagen de la película de apertura del 23º Doc Buenos Aires produjo un efecto en general ausente en el cine contemporáneo: la sorpresa; ese momento en que toda demanda o especulación que involucra a todos los espectadores por más cine que hayan visto, se neutraliza. Una perplejidad inicial de apenas los primeros segundos hasta acomodarme a la imagen. Porque el espacio con el que arranca la película no solo aparece eludido, sino fuera de foco. La sorpresa devino por esto último. El espacio no era el habitual espacio englobante; su uso convencional es el de presentar un contexto. Pero los espacios del director expresan una sustancia por fuera del “lenguaje cinematográfico”; si en escasos aspectos se ajustan a la convención es para enseguida dar paso a otra construcción. El fuera de foco no resigna algo para que otro elemento haga figura: es expresión autónoma. Un lenguaje-otro va surgiendo mediante la integración de restos de un mundo clásico que ya no es, con su mutación ahora como forma.
De este modo, nos encontramos con la terminal de micros de dicho lugar como cualquier terminal en cualquier sitio: la imagen universaliza el lugar; el localismo abre a una mirada que se expande. Documentalización que no termina de documentalizar un marco determinado: plantea algo reconocible en la mayoría de los confines del mundo donde exista un espacio de tránsito, un sitio conector entre sitios, un contexto diario en el que resuenan más murmullos que frases, alocuciones fragmentarias, pequeñas historias inconclusas. De este modo, lo que reconocemos como terminal abre a una dimensión expresiva en la que deja de serlo, deja de jerarquizarse una denominación que inicialmente precisamos, solo como primer punto de apoyo.
Así, La terminal convoca a un universo virtual. Aquel fuera de foco se habrá constituido en el despegue de los fuera de foco del material. La inconsistencia de lo que habitualmente es, domina el espacio. El espectador es invitado a relajar su demanda de contextualización y de narratividad, de aquella justificación que le exige un ejercicio de recuento de datos en el seguimiento de un relato que se suele imponer como norma.
Sin embargo, sería un error afirmar que el cine de Fontán niega o no reconoce la tradición clásica del contar. Por el contrario, lo narrativo está siempre presente. Pero como resto. La tradición es releída con la cámara en otros aspectos, en lo micro, en los intersticios que las historias en muchos casos relegan y en tantos otros niegan de plano. Pero son parte del mundo. Para la tradición del relato lineal, el mundo se cuenta y cierra aún con finales abiertos; su objetivo es metafórico. Fontán hurga en lo perceptivo, proponiendo una sustancia a ser leída a través de los sentidos, más que con el raciocinio.
De este modo, para su cámara una estación virtual son los planos generales que escamotean el aquí y ahora para ofrecer una dimensión del mundo que siempre estuvo ahí, para quien quisiera verlo. Son los planos detalle como el de las nucas de una pareja, de un hombre solo, o un plano que se cierra sobre un grupo de personas que sube a un micro. La dimensión expresiva surge a través del trabajo con un contraluz que juega a favor del estado de pregunta sobre las historias. Un estado de pregunta cuya materia se apoya en carecer de respuesta. Cada espectador es llamado a completar – o no – la imagen: quizá nos regala cada tanto la irrupción de un microrrelato en off como un comentario al pasar, una frase que formó parte de un relato completo pero que la película recorta para ser completada. Fragmentos de una historia que cerramos por fuera de la diégesis, o bien elegimos degustar como cualidad autónoma.
Fragmentos que organizan la estructura sonora de la película. Pinceladas de lo que es, fue, pudo haber sido una historia de amor. Porque sí, el vector que une los mundos compuestos de una frase, un comentario, un canturreo, es el amor. ¿Qué es el amor, en La terminal? Algo que circula entre los vínculos, se instala en los cuerpos. Y sobre todo en la cámara. ¿Cómo leer sino una lente que no impone sino que ofrece sus planos, y que en la operación de montaje va invitando a un acercamiento cadencioso y gradual a lo envolvente del todo, aún desde una lógica fragmentaria? El amor está en el encuadre, en el paulatino desplazamiento de la cámara, en el tránsito armónico. Una cámara que se posiciona a distancia de los cuerpos y no invade las intimidades; preserva a aquellos que elige.
En dicha línea, podría pensar La terminal como una de las películas de Fontán en las que menos se induce al espectador a la mirada en un sentido determinado. Por la contraria, tampoco invita a la mera contemplación. El “justo una imagen” godardiano se materializa.
Desde el amor como inquietud, el entramado perceptivo plantea un ayer sin melancolía, un retrato inacabado del presente de quienes aceptan pasivamente las condiciones del mundo, resonancias urbanas, sonidos reconocibles de una estación. Un microclima de lo cotidiano se apodera de la atmósfera y plantea una estructura sonora que se integra al entramado visual, sin necesariamente llegar a coincidir texto e imagen. El sonido no tiene necesidad de responder a lo que se ofrece simultáneamente en el orden visual. Coalescencia que redimensiona el mundo, lo abre a conexiones impensadas. Como el fuera de foco del comienzo.
La terminal, Gustavo Fontán, Argentina, 2023. 63′.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: