Algo en la secuencia inicial de Silence (1971) de Masahiro Shinoda clausura de entrada la posibilidad del relato histórico tradicional que podríamos suponer que veríamos, por ejemplo, gracias la sinopsis de la película: dos jesuitas viajan a Japón en el XVII para propagar la fe cristiana en tiempos en los que estaba prohibida en la isla, y enfrentan la amenaza del martirio o la tentación de apostatar. Las coordenadas espacio temporales, la meticulosa reconstrucción necesaria para llevarnos a un enclave tan específico, incluso los temas podrían haberse prestado para un relato clásico, transparente. Y, en cierta forma, la película de Shinoda lo es: no se aleja (casi) del realismo, no salta sino que apenas elipsa, casi no perturba el fluir de sus imágenes. Lejos están los tiempos más duros de la Nueva Ola japonesa, de la que supo formar parte, pero resulta imposible volver atrás. Las marcas de ese cine rupturista pueden rastrearse no solo en la incorporación de la violencia en el relato (explícita, explicitada, tematizada), sino, tal vez, en una concepción más abierta de un cine a la vez físico y metafísico que se permite indagar de frente cuestiones como la fe y sus exigencias.
La voz en off explica, al comienzo de la película, marco histórico, devenir y circunstancia: en un relato breve que arranca por Lutero, pasa por la Contrarreforma y termina por explicar la prohibición del cristianismo en Japón como reacción a su veloz propagación. Conocemos, entonces, aquello que rodea a la película. La articulación del relato sobre esculturas, imágenes, mapas, iconografía, grabados y demás representaciones históricas podría parecer ilustrativa, pero resulta violenta a su vez: aquello que ilustra una época pasada también pone en evidencia su distancia. La música dodecafónica que comienza a sonar sobre el final de la secuencia refuerza el efecto: los chirridos responden a la violencia desatada sobre los cristianos, pero también marcan lo que los encuadres y el montaje habían construido hasta ahora: la velocidad, el cambio de encuadre, el cambio de estilos artísticos (del europeo al japonés) ponen en tensión la transparencia que podría haber generado esa voz.
Esa secuencia inicial es seguida inmediatamente por los títulos, en los cuales la música (leitmotiv que se repetirá en toda la película) repite esa idea: el título “Silence” suena sobre una música instrumental renacentista que transmite de inmediato la idea de relato de época, pero pocos segundos después esa música de época es intervenida. Vuelven los chirridos dodecafónicos, que puntúan la música de base y la perforan. Todo lo que podría haber servido para tendernos una cómoda alfombra de bienvenida se vuelve espinoso.
Después de tan riguroso y escueto prólogo, comienza la película: dos jesuitas portugueses (que hablan en inglés, supongo que por simple convención) llegan a Japón gracias a un barquero que será su perdición, su guía y su sombra. Los cuidados que toman los fieles de la isla para esconderlos, las advertencias, a la vez que su ansiedad por encontrarse con los “Padres” van dejando en evidencia la gravedad de la amenaza que los acecha. Hasta que los oficiales del magistrado de Nagasaki, Inoue, escuchan rumores de que unos padres llegaron a la isla y comienza la persecución. A partir de este punto, Silence se vuelve una larga, meticulosa y dolorosa puesta a prueba del padre Rodrigo, el protagonista de la película, que debe atravesar penurias físicas, todo tipo de penurias espirituales, torturas, acechos psicológicos y diversas técnicas de sofisticación terrible por parte de los hombres de Inoue, que quieren obligarlo a apostatar, para que su ejemplo ayude a liquidar lo que queda del cristianismo en la isla.
Al comienzo de la película, cuando los fieles están reunidos en una cueva/cabaña en torno a los padres recién llegados, una anciana relata las torturas espantosas a las que fueron sometidos los cristianos de la aldea por parte de los hombres de Inoue. La mujer le dice a los padres recién llegados: “Inoue es el mal”. Pero Shinoda, zorro astuto, no lo muestra como tal.
La primera vez que vemos a Inoue, el padre Rodrigo está sentado frente a altos funcionarios, después de haber pasado varios días en prisión. Los funcionarios, pulcros, sentados en una tarima alta, altamente pulida, explican sus razones: puede que el cristianismo ande muy bien en Europa, pero no tiene nada que hacer en Japón. El padre Rodrigo, que viene de padecer una larga cantidad de sufrimientos surtidos, les dice que es mentira que el cristianismo no podría florecer en Japón, y que si no lo hace es únicamente porque ellos no lo permiten. “Si Inoue estuviera acá”, dice en un momento, “seguro me mandaría a matar”. Todos los que están a su alrededor se empiezan a reír. Rodrigo, desconcertado, le pregunta al traductor de qué se ríen. El traductor señala al que claramente es el jefe: “Ese es Inoue”. Entonces, Inoue dice: “No te voy a matar sin una buena razón”.
Un par de torturas más adelante, Rodrigo vuelve a encontrarse frente a frente con Inoue, que lo sigue instando a que apostate, no solo para salvar su vida, sino para salvar la vida de todos los campesinos cristianos de la aldea. Rodrigo sigue firme en su fe y en sus convicciones, pero sentado con ropas limpias en la limpia habitación a la que lo llevan, debate con Inoue sobre verdad y cristianismo. «Nosotros- -le dice Rodrigo- creemos que la verdad es universal, y, por tanto, si el cristianismo no sirve en Japón, no sirve en ninguna parte». Inoue, parco, japonés y distante, termina por decir: “No creo que el cristianismo sea malo, pero tengo que prohibirlo”.
La campesina había dicho que Inoue era el mal encarnado. Ella sufrió y seguirá sufriendo sus persecuciones (si es que, para esa altura del relato, no murió ya junto con tantos otros campesinos que se negaron a renunciar a su fe). Pero la cámara de Shinoda no lo muestra como el mal. Inoue es, apenas, un político.
Hay otro personaje, sin embargo, que sí se parece más al mal. Su cara tiene un marcado color verdoso, su deambular se parece al de un demonio torturado. Se trata del padre Ferreira, interpretado por el japonés Tetsuro Tanba, un jesuita portugués que fue el maestro de Rodrigo en Portugal y que viajó a Japón para propagar la Palabra. Rodrigo, al llegar a la isla, pregunta por él porque no hay noticias de su paradero desde hace años. Nadie entre los campesinos le quiere responder. La revelación del verdadero destino de Ferreira es uno de los momentos más terribles de Silence: los torturadores de Rodrigo lo llevan a un templo budista, le dicen que Inoue ordenó que fuera ahí para hablar con esta persona. Rodrigo pregunta quién es, a lo lejos se abren unas puertas corredizas y, vestido con ropa tradicional nipona, aparece el padre Ferreira. El traductor le explica a Rodrigo que Ferreira renunció a su fe, adoptó el nombre de Chuan Sawano y que ahora está escribiendo un libro en el que explica los errores e inconsistencias de la doctrina cristiana.
Así comienza el último y verdadero asedio sobre el alma de Rodrigo. No son las penurias las que lo alteran. Ni siquiera el espectáculo del sufrimiento al que Inoue somete a los cristianos parece desviarlo de sus convicciones: quienes sufran por la fe tendrán asegurado su lugar en el Paraíso. Pero Ferreira sabe cómo corroer su corazón: se acerca a su oído y susurra palabras de desesperanza. Siembra la verdadera duda, con su ejemplo y también con su palabra. «No renuncié a la fe por las torturas -le dice Ferreira- sino porque al ver el sufrimiento de los otros de pronto comprendí que Dios no hacía nada para evitarlo».
La fluidez de la narración puesta al servicio del detalle de las torturas acerca a Silence al tratado sobre la fe, sus rigideces, sus exigencias. La figura de Kichijiro, el cristiano débil que una y otra vez vuelve a renunciar a su fe cada vez que se lo amenaza, funciona como espejo de la de Rodrigo.
El color del maquillaje de Ferreira, la iluminación dramática en los primeros planos, la utilización de los paisajes en planos generales enormes en los que se pierde casi la figura humana, la violencia extrema y detallada del martirio de los cristianos, así como la violencia y la incomodidad viscosa que genera el final de la película replican un mismo efecto, que se va profundizando hasta carcomerlo todo.
Silence (Chinmoku, Japón, 1971), de Masahiro Shinoda, c/David Lampson, Don Kenny, Tetsurô Tanba, 129′.
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