Un policía sin pistola que alimenta a un lobo para mantenerlo alejado de las casas recibe un misterioso paquete que curiosamente mantiene cerrado más de lo esperable. Un misterioso travesti fuera de borda siembra el caos con su katana en un pequeño poblado. Una cita que nunca existió pero que podría haber evitado el desastre. Una abuela envuelta en un juego de cartas maléfico. Una pandilla de motoqueros convertida en un mar de sangre. Una dama que podría haber sido la puerta de escape a la anagnórisis y a la salvación. Un clima sórdido, demoníaco, inquietante, opresivo. Un hombre como carnada colgando de un arco de fútbol y mucho fuego. Un captor seducido finalmente por su presa. Un sentido baile místico y fuera del mundo que amalgama a los personajes. Una traición que da un giro de tuerca. Un coraje que parece nunca aparecer. Un asesino convertido en bestia salvaje. Una erección soberana que prefigura uno de los mejores finales de las últimas décadas. Una película confundida y un espectador confuso. Y un coletazo final tras los créditos.
La nueva propuesta de Till Kleinert es una propuesta de riesgo que se candidatea sin mucho preámbulo a ser el desecho del espectador consumista y a ser el banquete de los académicos del arte posmo. Los lineamientos argumentales son muy básicos, más allá del importante juego con el absurdo y con la tolerancia del público, pero posee ciertos componentes perturbadores y complejizadores de una inexistente pretensión de legibilidad. El recurso a la permeabilidad de los géneros de los protagonistas, sin necesitar mucho del condimento sexual excepto hacia el final, y la tensión persecución/seducción, pone de manifiesto su inscripción dentro de lo que podría ser un drama pesadillesco queer.
Este director alemán ya había incursionado en sus primeras producciones en el universo de lo perturbador, del horror, en algún caso, y de su amalgama con la ambigüedad y los límites de la sexualidad de sus personajes que acabarán siempre en el vaivén homoerótico. El ataque humorístico a una moralidad conservadora está – y por ello el género es el canal perfecto para expresarlo- en que el pueblo se ve constreñido a un miedo conocido, el de los lobos, pero el desencadenante de lo ominoso será aquello que no pueden comprender: el travesti.
Der samurai es una película rara de la médula a cada uno de sus poros. Oscila en una trama polimorfa que, por momentos, parece querer inscribirse en el non sense o en un discurso deconstructivista y, por otros, se afirma sobre ciertos elementos del cine que da miedo, sin llegar a producirlo nunca, inclusive del gore, del cine que parodia al cine que da miedo. Para ello se sirve de una colección de excepcionales y calculados planos en la penumbra de un pueblito casi desértico, que hacen a la tensión pese a ser predominantemente estáticos, de un juego cromático, de sombras y luces muy sugerente y del propio desconcierto del espectador.
Uno de los mayores rasgos de originalidad es que todo el mareo y el modelo laberíntico lyncheano no decanta en un mensaje pretendidamente simbólico, al menos no en una persistencia obsesiva y aletargadora. No hay intencionalidad de hacer una película de tesis, ni de envolvernos en un discurso majadero sobre la moral, sobre la intellingentzia occidental o sobre lo que debería ser el cine, y eso debe agradecerse. Es un artificio que se regodea en el artificio sin mayores coordenadas y que disfrutará en forma catártica, y no por ello desmedida, de un guión y una estética movilizadores en torno a la convergente, turbia y ridícula figura del asesino –que recuerda en algo a la del tráiler falso de la película no realizada de nueve horas El asesino de la cuchara-, encarnando en forma casi monopólica los atributos de la valentía, en contraste con la figura antagónica, sufrida y ridícula del policía. En este sentido, Pit Bukowski se lleva las palmas dando vida a este musculoso hombre lobo samurái con vestido blanco y katana, con algún que otro poder sobrenatural, que acecha a esta población de un modo demencial, dando cuerpo a uno de los villanos más extravagantes que haya dado el cine.
Se apela a un espectador avieso, no conformista, un espectador que escarbará con frenesí cada pista que se le vaya entregando, con la seguridad de que nunca se le permitirá ver todas las cartas con las que se juega y no por ello ceja su impulso. De hecho, creo que la película alcanza su coágulo de significación en el cruce de ella misma, la lectura del observador y la letra de la canción It takes a fool to remain sane, de la banda de glam rock sueca The Ark. Allí se evidencia el juego entre la valentía y la cobardía: comer carne cruda o no comer carne cruda esa es la cuestión. ¿qué pasó con la generación de los cobardes?/ una generación perdida en la paz/ ¿No se supone que la vida era más que esto?/ En este beso cambiaré tu aburrimiento por mi satisfacción/ Pero que vaya de mi mano y se deslice en la arena/ si no me dan la oportunidad/ de romper los muros de la actitud/ no le he pedido nada/ ni siquiera su gratitud.
Der samurai (Alemania, 2014), de Till Kleinert, c/ Pit Bukowski, Uwe Preuss, 80’
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