El segundo largometraje de ficción de la realizadora chilena Dominga Sotomayor instala, desde el titulo mismo Tarde para morir joven (2018), la cuestión de una temporalidad de transición, del transcurso de un franqueamiento hacia una maduración que se vuelve inevitable. Se trata de un coming of age tramado a partir de elementos autobiográficos de la propia directora, donde la clave de su estrategia narrativa y formal se cifra en los pequeños detalles de una composición observacional, antes que en las grandes acciones. 

En el comienzo asistimos a la constitución de una aldea ecológica, donde diversas familias habitan en un entorno agreste, apartado del bullicio de la urbanidad de Santiago de Chile. Ese espacio aparece como el idilio de una comunidad detenida en el tiempo, dando cuenta de la nostalgia de un pasado que se añora. La mirada de Sotmomayor oscila entre aspecto general de la historia de su país (al que se alude mediante el fuera de campo de la ciudad de Santiago), el retrato de la vida social en la pequeña aldea comunitaria, y la individualización de tres personajes que destaca del conjunto humano: la pequeña Clara, el púber Lucas y la adolescente Sofía, todos ellos en los albores del cambio.

Respecto del malestar que supone la vida de ciudad, el pequeño grupo responde mediante el aislamiento. Se trata de una suerte de solución romántica y naturalista, que apunta a alcanzar el sosiego y la libertad en una vida en contacto con el medio ambiente, con lo necesario para su sustento a partir de sus propias producciones artesanales. Pero la vida en un entorno natural dista de ser una isla de felicidad plena. Surgen diferencias entre los miembros en cuanto a incluir o no el suministro eléctrico, se producen sabotajes en el suministro de agua, robos y agresivos incendios que amenazan con destruir el sueño del retorno a un estado de felicidad. El regreso a la naturaleza aparece así como la idea de un regreso a la infancia como estado de libertad absoluta, como anhelo de una vida donde no habría renuncia a la satisfacción impuesta por las normas que supone la cultura. Este re-brote de hippismo adquiere un peso simbólico mayor si tomamos en cuenta la temporalidad en que se sitúa esta ficción. Se trata de las vísperas de fin de año y de los últimos coletazos de la dictadura en Chile, que dan cuenta del fin de un ciclo en el cual se ven despuntar los albores del cambio y de la apertura a una nueva etapa. Los cambios en la aldea ecológica resuenan a nivel de los cambios sociales del país. La posición de no querer saber nada de lo que acontece, de no elaborar los traumas que ha dejado la dictadura (que son perceptibles en la actualidad de la sociedad chilena), revela a través del incendio ser una estrategia fallida. El fuego mismo, en tanto símbolo del cambio y de purificación, da cuenta de la necesidad de una transformación en esa comunidad, donde acaso el crecimiento sea aceptar que no hay bonanza pura, y que quizás se trate no de apartarse sino de inventar mecanismos para lidiar con las diferencias, con el dolor y el malestar irreductibles a la vida en comunidad.

La perra de Clara (Magdalena Tótoro), Frida, aparece como una fuerza de la naturaleza descontrolada, que no responde al llamado para permanecer junto a sus dueños. Frida corre desaforada y fatigada detrás del auto que lleva a Clara hasta la escuela. Clara pega carteles, la busca junto a sus amigos en las cercanías. Pero la perra, que fue regalo de sus abuelos, no aparece. Sus padres intentan tapar la carencia de Clara comprando una perra similar, que pertenece a una familia de clase trabajadora. Pero al poco tiempo, la singularidad de Frida se vuelve irremplazable por el nuevo animal. La nueva perra no responde al nombre de Frida, no se somete a las ordenes y debe ser llevada con una correa, obstinándose en desobedecer a su ama que forcejea en vano intentando moverla. Para Clara el crecimiento se da en la decisión de asumir la que acaso sea su primera pérdida, que se juega en ese dejar partir; que no es sin dolor pero que puede resultar liberador. 

Sofía (Demián Hernández) encuentra un primer interés romántico en Lucas (Antar Machado). Lucas es músico y se refugia en su mundo en la casa del árbol. Su aspiración futura es reemplazar la casa del árbol por una vivienda container. Lucas oscila entre el apego a lo infantil que representa la casa del árbol y la atracción que experimenta por Sofía. Pero inexperto en el amor, no sabe muy bien cómo hacer con eso que le pasa ni cómo seducirla. La casa del árbol, que defiende con el orgullo de un primer triunfo sobre sus padres, se revela insuficiente para impresionar a una Sofía más crecida y a quien ve alejarse una y otra vez como la arena que se cae entre los dedos de la mano.

Por otra parte, Sofía comienza a fijarse en Ignacio (Matías Oviedo), un joven mayor que ella, oriundo de la ciudad, que ostenta su virilidad con la moto en la cual se desplaza. La joven, en su búsqueda de autonomía propia de la adolescencia, aspira a dejar esa comunidad que se cierra en sí misma. Ella vive allí junto a su padre y su hermano menor. Su madre los abandonó cuando era chica, escapando del rol tradicional de madre y esposa para abrazar sus sueños de dedicarse a la música y expresando así una feminidad liberada de los mandatos del patriarcado. La propuesta de Elena (Antonia Zegers) de invitar a su madre a la fiesta de Año Nuevo y la llegada de Ignacio aparecen para Sofía como posibilidades de realizar su anhelo de salida del yugo paterno. Y en esa diferencia entre lo esperado de una unión eterna, como reza la canción de The Bangles («Eternal flame») que interpreta Sofía en la fiesta, y lo hallado en tanto encuentro que se escabulle, se juega entonces la rotura de las ilusiones con la que tendrá que lidiar.

Detalles como ese perro que corre vital y jadeando, el abrazo de amor en la moto mientras el viento da en la cara, la tarde a la vera del río comiendo sandía, el placer de espiar y experimentar lo prohibido para la edad, así como los momentos de música diegética que brotan de la propia comunidad, componen escenas de exultante belleza y felicidad. Pese a ello, el efecto de sentido que emerge de la conexión de las diferentes capas narrativas nos lleva a pensar que acaso el escape, incluso la rebeldía como fuga de la realidad, se revelan como quimeras más que como auténticos modos de salida. Cada personaje, incluyendo a la comunidad misma en cuanto tal, recibe su trompada de realidad, esa que acaso los despierte y les permita crecer e inventarse una respuesta más personal y más creativa frente a lo inevitable del malestar que conlleva la vida.

Austera en cuanto a sus recursos y sus pretensiones, pero grande en cuanto a su capacidad de transportarnos a nuestra propia adolescencia (para repensarla) y en su afán por rescatar la poética  oculta en el minimalismo de lo cotidiano, la película de Sotomayor es una propuesta que nunca es tarde para visitar porque tiene el sabor de esos recuerdos que permanecen y no terminan de morir totalmente.

Calificación: 8/10

Tarde para morir joven (Chile/Brasil/Argentina/Holanda/Qatar, 2018). Guion y dirección: Dominga Sotomayor. Fotografía: Inti Briones. Montaje: Catalina Marín Duarte. Elenco: Demian Hernández, Antar Machado, Magdalena Tótoro, Matías Oviedo, Andrés Aliaga. Duración: 110 minutos.

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