the-passage-2Uno de los descubrimientos más interesantes de este festival fueron las tres películas del italiano Roberto Minervini filmadas en el sur de Estados Unidos, precisamente en Texas. Parece que la trayectoria de Minervini se circunscribe a sus estudios en Nueva York, sus clases en el continente asiático, algunos cortos iniciáticos y estos tres largometrajes austeros y concentrados sobre el itinerario de personajes solitarios y silenciosos a lo largo de la amplia geografía texana. Curioso ejercicio el de la mirada del extranjero, que Minervini lleva adelante con un pulso justo, a veces recostado sobre un armazón de ficción que lo nutre y lo condiciona a la vez, y otras veces liberado al recorrido anárquico, aunque no por ello libertario, de sus criaturas.

Todos sus personajes están en crisis, una crisis que excede la contingencia y se eleva a niveles existenciales. Están solos de toda soledad, sus encuentros con los demás son esporádicos e insuficientes, su introspección los lleva a silencios prolongados e incómodos, plenos de gestos ambiguos e indescifrables desde nuestra percepción más convencional. Lo curioso de Minervini es que en esta propuesta que parecería ser la moneda de cambio de mucho cine de festivales –películas contemplativas y resistentes a la narrativa, llenas de tiempos muertos y de planos preciosistas- él se nutre de esa verdad que portan sus personajes para integrarlos a su ficción en un sentido casi revelador. Y aquí me refiero a la revelación como descubrimiento de aquello que antes parecía opacado por el entorno y que de pronto aparece con la fuerza de una epifanía, como ese instante que embarga de fe a un converso. Es interesante como, a veces de manera más explícita, en otras de modo más sugerente, en el tríptico de Minervini aparece la fe como un anhelo de contacto, de conexión, con alguien que está allí pero que se mantiene en silencio, sin respuesta.

tumblr_n1xk6wFTbC1sz4zago9_500En The Passage, una mujer enferma de cáncer recibe con desazón las frías palabras de un médico que le dice que ya no hay nada que hacer, que solo le quedan unas semanas de vida. Sumida en un inicial desconsuelo, se encuentra con una amiga quien le sugiere que visite a un sanador al otro lado de Texas, un hombre que puede brindarle una cura de la mano de la oración. La travesía, iniciada a partir del encuentro fortuito con un ex presidiario que se ofrece a llevarla en su auto a cambio de dinero, será  una búsqueda de esa esperanza perdida que la ciencia y la religión parecen negarle. Porque la creencia de Josefina Barrios (cuyo personaje no tiene nombre más que el propio de la actriz), inmigrante en una zona fronteriza donde el idioma castellano y los retazos de esa cultura dejada atrás se hacen presentes en la cruz que lleva en el pecho, en el santuario que viste su casa, es abierta como la ilusión del desahuciado, es solidaria y efusiva en el contacto y en las representaciones. Hay abrazos entre extraños, procesiones coloridas y una invocación del Jesús niño de Praga que Minervini filma con respeto y fascinación, casi como un asistente más de la ceremonia. Hay un tercer personaje que se suma al viaje, tal vez de manera un tanto forzada, que ofrece la construcción más superficial, cuyo discurso se hace un tanto esquemático y que pone en evidencia esa línea pretendidamente borrada entre verdad y ficción.

maxresdefaultLow Tide, en cambio, es la mejor de las tres películas, en parte porque el niño protagonista porta una soledad tan conmovedora que solo queda acompañarlo. Como una consciente evocación de aquel chico que deambulaba entre los escombros de una Berlín devastada en Alemania año cero, Minervini nos aclara desde su puesta en escena que no intenta un revisionismo a destiempo de aquella gesta sino que su itinerario es el de la espera: todo asoma en el reverso del plano, el desastre o la salvación, sin anticipos, sin golpes de efecto. En la primera escena lo vemos jugando con una serpiente, luego caminando a una estación de servicio y comprando una bolsa de hielo para paliar el sol abrasivo del verano texano, después lo vemos recoger unos preservativos usados de la habitación de su madre, lavar la ropa, prepararse una comida improvisada. Todo su verano parece sumido en esa rutina circular, de la que solo se escapa en sus caminatas juntando latas de gaseosa con un lumpen de por ahí, o en sus rituales pesqueros al borde del agua barrosa. Su madre aparece de a ratos, cuando él la acompaña al sanatorio donde trabaja lavando enfermos y doblando toallas, cuando lo lleva al bar con sus amigos, cuando le pide una cerveza sentada en el sillón. Su desatención no es objeto de una evaluación moral por parte de Minervini sino que está ahí, es. No hay causas ni porqués, el desamparo estructural y la violencia contenida que rige la vida familiar de esos marginados definen un estado  existencial en el que el anhelo de cambio, de transformación irrumpe misteriosamente, en los signos más equívocos, minando toda posibilidad de previsión.

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Minervini clausura su travesía por Texas volviendo al origen, a un hilo que quedó suelto y que parece haber convocado su atención: en The Passage los viajeros hacían una parada circunstancial en una granja en la que vivía familia baptista, numerosa y trabajadora. En Stop The Pounding Heart regresa a ellos o, mejor dicho, a uno de ellos, que es ella, Sara. Sara tiene 18 años y vive con sus padres y sus 10 hermanos en una comunidad cerrada casi como un ecosistema: crían sus cabras, ordeñan la leche, producen el queso, leen la Biblia e imaginan su futuro dentro de esos límites. Sara inicia sus mañanas laborales con la luz del día y cierra su jornada con el atardecer, en el que aparece fugazmente una distracción: unos vecinos del campo ejercitan y practican la doma de toros con pasión y temeridad. Colby, entre los domadores, llama su atención, cristaliza esa inquietud que parece inundarla en sus horas de soledad. La religión, para Sara y su familia, es el confort y la aceptación de ese mundo cerrado, los mandatos bíblicos se transmiten en el seno del hogar sin discusión, sin afuera, sin instituciones. El trabajo, el sacrificio y la sumisión, pilares de ese protestantismo, se convierten en la amalgama de un universo pretendidamente ideal del que Sara parece querer salir. O, por lo menos, entender por qué está allí. La verdad de sus dudas está en algunos parlamentos que Minervini recrea para la cámara, apartándose del documental, pero también en la conexión de sus ojos con ese espacio que la marca a fuego.

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Habrá que esperar qué nos depara el cine de Minervini, si esta búsqueda se agota en sus propias limitaciones o nos lleva a nuevos rumbos. La prescindencia de actores, la estética de seguimiento alla Cesare Zavattini (pilar teórico del neorrealismo) como fórmula de construcción del relato, y el registro de un espacio definido como condicionante de sensibilidades y acciones, tienen un techo que me parece que se ha alcanzado en el tríptico y que se impone trascender. Más que una Italia Alterada, como rezaba el foco en el que se incluyó la obra de Minervini, lo que el director percibe es la alteración de un estado de situación, en el que las fracturas se vislumbran junto a otros emergentes como los residuos de una solidaridad profunda y humana, la esperanza de encontrar en el otro la respuesta a nuestros sentimientos, y la búsqueda de la autonomía, sin prescindir por ello de la cultura y las tradiciones pero con la libertad de poder cuestionarlas. Ese interrogante nos mantiene alertas, a lo que pueda depararnos todo signo de alteración que Minervini esté dispuesto a registrar con su cámara.

The Passage (Bélgica/EUA, 2011), de Roberto Minervini, 85′.

Low Tide (Bélgica/EUA/Italia, 2012), de Roberto Minervini, 92′.

Stop The Pounding Heart (Bélgica/EUA/Italia), de Roberto Minervini, 98′.