Wes Craven es un cinéfilo. Muchas de sus películas reflejan la pasión del observador obsesivo que sabe crear relecturas o tímidos pero cálidos homenajes. Muchas veces barnizados, no tan fáciles de sacar a la luz. Si la Última casa a la izquierda (1972) era “su» versión de El manantial de la Doncella (1959) de Bergman, o Las colinas tienen ojos (1977) hallaba su génesis en La masacre de Texas (1974) de Tobe Hooper, (enormes connotaciones freudianas unen a estas dos de Craven, formando un díptico donde la intertextualidad mayor era la naturaleza salvaje del ser humano, fuera de la moral impuesta por las sociedades tanto dentro como por fuera de la religión: Craven es ateo), La serpiente y el arco iris (1988) se carga a sus espaldas el clásico White Zombie (1932) de Victor Halperin, en constante mashup con La noche de los muertos vivientes (1968) de George Romero. Si bien su cine habitualmente no se ancla en el homenaje netamente impuesto como discurso visual del posmodernismo (como si lo hacen Tarantino o Rob Zombie), sí se acerca a ese discurso en su obra maestra Scream (1996). Pero esa es otra saga. Acá lo que importa son dos de sus películas más radicales en alusión a su discurso político y cinematográfico: la ya mencionada La serpiente y el arco iris y La gente detrás de las paredes (1992).
En La serpiente… Craven trabaja su obsesión por la realidad en constante duda y siempre en choque con lo surreal. La historia de un antropólogo que decide experimentar con drogas naturales para hallar posibles curas a enfermedades con la intención de comercializarlas a un público masivo puede tener reminiscencias con Estados alterados (1980), de Ken Russell. Las diferencias están marcadas en la naturaleza atea de la primera (más acentuada en el nihilismo menos radical) que comparte con la mayoría de sus películas y la religiosidad de la segunda (más ligado a una postura conservadora o castradora). ¿Es entonces Craven un predicador del nihilismo? Craven es más ambiguo que Carpenter en la manera en que desnuda a sus personajes: gente ordinaria, muchas veces temerosa, que a partir de circunstancias extremas mutan en maquinas de matar o eficientes guerreros. No hay compasión. Craven no siente compasión por sus personajes (Nieszche marcaba que la compasión es un elemento ligado al cristianismo que no deja ver la verdadera naturaleza del ser humano): los deja sufrir a su vez que los deja purgar sus frustraciones. Carpenter, sin embargo, sí muestra cierta compasión por sus criaturas (victimiza a Arnie en Christine, a la heroína tras el espejo de El príncipe de las tinieblas, a toda una comunidad que debe pagar por la barbarie cometida en una iglesia en La niebla, al John Trent de Sam Neill en el espiral de locura que es En la boca del miedo, a Laurie en Halloween que termina aterrorizada en una casa después del ataque del enmascarado, a la clase en They live, etc.) salvo en La cosa (1982), donde sí conecta directamente con el lado más extremo del nihilismo. Los finales carpenterianos dejan en evidencia ese rasgo inconsciente: en sus película todo termina mal, el mal siempre queda liberado y el bien nunca lo puede vencer, lo que marca la mirada compasiva por sus seres que viven en una eterna lucha que jamás podrán ganar y los convierte en mártires.
Por más política que venda en sus películas, Craven no se halla en ninguna vereda, lo que muestra es la guerra del hombre en determinados momentos y en determinadas circunstancias: la mirada que Terrence Malick dejó ver en La delgada línea roja (1998). Como a Malick, a Craven no le importa el hecho político en sí, más bien esa mirada del ser humano transformada en tales circunstancias. Existencialismo puro. En La serpiente… toma una dictadura cualquiera y le ensarta vudú, zombis, alucinaciones, sexo y su fijación por la mente y su fuerza destructora. Por su poder de manipular y ser manipulada. No hay elementos de fe que den fuerza a sus criaturas: todo radica en la fuerza de la mente y la debilidad del corazón. Inteligentemente situó esa dictadura en un país lejano y selvático, salvaje, donde la identificación directa casi no se concreta: parecen mundos diferentes y por ello un tanto surrealista y anacrónico (queda evidenciado cuando el personaje interpretado por Bill Pullman regresa a los Estados unidos). Entoncs, a Craven realmente le importa mucho más el género de lo que aparenta; su cine no es una mera excusa para una postura ideológica de manual. El final es un gran homenaje al cine de clase B, rindiéndose al fantástico absoluto y brindando una épica sobre un pelele que apenas se bancaba los efectos de los psicotrópicos para dar paso a un ser cuya mente es más fuerte que cualquier dictadura.
En La gente detrás de las paredes (1992) Craven está más cerca de Carpenter, realizando un alegato de izquierda pero sin perderse ni hundirse en un discurso que le es ajeno. Craven sabe ser auténtico con esto último, no necesita afirmarlo constantemente: le chupa un huevo y medio si hace un thriller reaccionario como Red Eye (2005), que no por ello deja de ser uno muy bueno, o algo como La gente… cuyas formalidades narrativas lo conectan mas con el clasicismo (el camino del héroe, los villanos eternos, la amada a quien rescatar, etc). El ya lo dijo todo y lo dejo bien en claro. Eso lo aparta de la mera pose.
La historia de La gente detrás de las paredes es una amalgama de géneros sin ser un pastiche: el terror, el cine de aventura, la comedia, el suspenso, el western codificado. En esta se carga un homenaje a Alicia en el país de las maravillas, situando a una joven con vestido anticuado en un enorme y laberíntico caserón de suburbios a la espera de su héroe: un joven negro y pobre que viola la seguridad de la casa para hacer justicia robando (o recuperando) lo que le pertenece, ya que sus habitantes son los dueños inmobiliarios que quieren desalojarlo y quedarse con el edificio donde reside. Esta lucha eterna con el poder, el bien existiendo en base al mal, la víctima transformada en victimario (el que purga, el que no se detiene a que lo compadezcan, el guerrero, como diría Nietzsche, en representación del bien), las «ovejas de rebaño» representadas por esa gente que vive bajo las escaleras (tal su título original: La gente que vive bajo las escaleras) constituyen una de sus películas más radicales por el énfasis que hace en la lucha de clases. El malo es más bien enfermo, un psicópata Craveniano-Freudiano con roces con el sadomasoquismo y el incesto. La practica caníbal que se cuela en una escena perpetrada por el villano (magnífico Everett McGill) es más una alusión filosófica sobre la leyenda del windigo que una excusa por imponer un tono enfermizo a la película. Craven siempre apuesta por esos malos monstruosos, inhumanos, que desde La última casa a la izquierda, con el sacado David Hess, parecen ser una proyección inconsciente de los EE.UU. fanatizados con este tipo de personajes. Al final de la película, con guita que vuela por los aires, un rap noventoso sonando de fondo y el «rebaño» liberado, Craven sabe que hizo justicia. Él cree en la gente, en el poder de un individuo que marque la diferencia. No se anda con chiquitas… es Wes Craven.
Aquí pueden leer la primera parte de este texto.
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Buena Crítica amigo, sigue así.