La estrella del cine alemán de este 2015 (tomando como año de referencia el del estreno local) ha sido Ave Fénix de Christian Petzold. Mucho se ha escrito sobre ella en esta página, con la consciencia no solo de la importancia de Petzold como director en el panorama cinematográfico contemporáneo sino puntualmente de esta película en el recorrido que plantea su obra hasta el momento. Desde su trilogía ‘Fantasma’ (que integran Seguridad interior, Fantasma y Yella) su camino ha sido hacia el pasado: un pasado no tan lejano como elusivo, no por estilizado menos doloroso, que emerge en este gélido presente regido por una apacible tempestad contenida. El presente del cine de Petzold es el de la Alemania de la reunificación, el nuevo Imperio, la rectora de los destinos de la comunidad europea. Empapada de un nuevo baño de grandeza cuyo olor recuerda y apesta a cadáveres escondidos, la nación que Petzold retrata está inundada de sus propias miserias, de esos secretos que asoman en las orillas de los ríos, en las rutas desoladas, en los rincones más insospechados. Alemania hoy está habitada por fantasmas, vivos y muertos, que deambulan entre el tintineo de la especulación bursátil y el burbujeo del capitalismo financiero.
Ese presente que en Petzold adquiere un carácter desplazado, que muestra a sus personajes incómodos en su estancia y propensos a la fuga –tanto física como simbólica-, es el mismo en el que el pasado se hace carne pese al deseo de sus criaturas de un tiempo sin Historia. A diferencia del cine italiano, que en la inmediata posguerra ensayó un exorcismo fílmico de sus años de culpas y claudicaciones, Alemania tardó más de 20 años en poder lidiar con eso-de-lo-que-no-se-hablaba pero que inundaba el ambiente con una bruma irrespirable. Los personajes del presente de Petzold anhelan un territorio sin memoria, virgen de esos lazos que los ataron al lugar y que los hicieron parte de una misma sociedad civil, tanto en las buenas como en las malas. Sin embargo, allí donde van los persiguen los Otros, los que no entienden de razón y seguridad, ni de silencio y olvido, los que esperan pacientes el tiempo de salir a la luz. Y su espera se consagra en la desolación y el aislamiento de los vivos, en esos espacios abiertos y despojados en el que se mueven como autómatas sabiendo que “alguien” los sigue, alguien que tarde o temprano los alcanzará. El pasado es aquello de lo que no se huye, aquello que nos alcanza irremediablemente, y lo más angustiante –parece decirnos- no es su indefectible arribo sino la soledad en la que nos encuentra.
Es justamente ese pasado tanto tiempo silenciado el que Petzold evoca en Barbara y Ave Fénix. La Guerra Fría y el Muro en la primera; la Segunda Guerra y los campos de concentración en la segunda. La huida de Bárbara hacia ese nuevo mundo que representa la Alemania capitalista es también la ambición de una nueva identidad como la que le brinda a Nelly, en Ave Fénix, su nuevo rostro. Ser otro no es tanto una nueva oportunidad como el entierro definitivo de ese que se ha sido antes. Ese que tiene memoria, ese cuyo cuerpo carga las marcas del dolor y la sabiduría, de la pérdida y el sacrificio. Los lazos que unen a Bárbara con la ciudad en la que vive, con el hospital donde trabaja, trascienden su propia individualidad y evocan presencias atemporales que se condensan en ese bosque frondoso donde celebra los encuentros furtivos con su amante, donde el médico la ama a la distancia. Y en el horizonte de la huida de Nelly está la Tierra Prometida, el nuevo Estado judío, un lugar de inquietante armonía y paz que requiere como condición el entierro definitivo de los viejos ideales y la constitución de unos nuevos, límpidos e implacables.
El cine alemán ha sido siempre el del presagio, el de los malos augurios, el de ese saber instintivo e irracional que desafía la precisión de la Ilustración para anunciar la llegada, no del salvador sino de Mefisto y sus tentaciones. Cada una de sus imágenes, desde los tiempos del expresionismo y los estudios de la forma, está preñada de los signos de la Caída, que anticipan y celebran. Y esa oscuridad que late en un interior escindido, que nos recuerda que somos el uno y el Otro, presencia y espectro, hace su aparición bajo diversas formas: claustrofóbicas y geométricas en el cine de Fritz Lang, plásticas y siniestras en el de F. W. Murnau, grotescas y repulsivas en el de Rainer Fassbinder, salvajes y violentas en el de Werner Herzog. Y en el cine de esta primavera del 2015 han llegado nuevas formas para conjugar esos mismos presagios, esos llamados de un tiempo previo a la tiranía de la razón, en el que los instintos son fuerzas motoras y resistentes al mismo tiempo, esencia de la contradicción del alma humana que se debate en las decisiones de la puesta en escena cinematográfica.
Junto con Ave Fénix, dos películas han completado el fructífero panorama alemán de este año. La primera es Amadas hermanas, de Dominik Graf –coetáneo de Petzold, con quien compartió dirección en el famoso Dreileben y también varios de los debates de la revista alemana Revolver-, injustamente menospreciada por su doble condición anacrónica: por adherirse a un género convencional como el biopic histórico, en este caso del poeta Friedrich Schiller, promotor de la educación estética del hombre como fruto del equilibrio entre la razón y el sentimiento; y por su puesta bucólica y pastoral, confundida con el estigma del qualité y despreciada por esa aparente transparencia irreflexiva. La segunda es Victoria, de Sebastian Schipper -15 años más joven que Graf, actor de películas como Corre, Lola, corre, La princesa y el guerrero y Tres -, que revela la potencialidad de las nuevas formas del registro cinematográfico y de las prácticas que las acompañan: lo que precede a Victoria es que está filmada en un único plano secuencia registrado con una pequeña cámara digital; que está construida sobre la base de la improvisación y la inmediatez (hubo tres versiones de la película, filmadas en una única toma en tres jornadas diferentes, sujetas a los imprevistos de la espontaneidad; finalmente se escogió la última de esas versiones); y que representa una iniciativa independiente, casi artesanal, cuya repercusión y recorrido internacional ha sido notable.
La historia de Amadas hermanas transcurre en el pasado, en el siglo XVIII. Es la historia de un amor triangular entre el filósofo y dramaturgo alemán Friedrich Schiller y las hermanas Charlotte y Caroline von Lengefeld, su esposa y cuñada respectivamente (Caroline, conocida por su apellido de casada von Wolzogen, fue además una escritora de renombre y biógrafa de Schiller). Schiller, acuciado por sistemáticas dificultades económicas, conoce alternadamente a las hermanas, destinadas por su madre a matrimonios por conveniencia para asegurar la posición familiar luego de la muerte del padre. Caroline ya está casada, Charlotte todavía no. El vínculo que surge entre los tres es narrado por Graf con un encanto inusual en este tipo de películas, capaz de captar ese sutil erotismo que agita a sus personajes y que asoma en las grietas de sus propias voluntades. Hay una escena que es excepcional como testimonio de su trabajo sobre la tensa ligazón entre razón y pasión que hace eco en esos espacios abiertos, aparentemente salidos de alguna novela pastoral. Una nena cae a un río turbulento y Schiller, cuya salud era frágil debido a sus pobres medios de vida, se lanza a rescatarla en plena correntada. Su desesperación por el rescate no es intensa sino contenida, casi analítica, capaz de sopesar las decisiones que pueden conducirlo al triunfo de su misión o al irremediable fracaso. Pero mientras el agua discurre violentamente y víctima y salvador intentan mantenerse a flote, Caroline y Charlotte, solo amigas por entonces del poeta, corren desesperadas a lo largo de la orilla, a través del campo abierto y la vegetación lejana, intentando participar del suceso pero encontrándose limitadas por espacio y posición a la condición de espectadoras. Finalmente, cuando logran alcanzarlo y sacarlo del agua helada, entre las dos lo rodean y le dan calor, un calor húmedo que proviene del aliento y la respiración, capaz de hacer presente en la imagen ese amor hasta entonces inexpresado, concentrado en ese tiempo suspendido y de duración interminable. La puesta de Graf comprende la materialidad de ese instante y convierte ese suceso en la clave de un vínculo que nace como inexplicable a través de otras formas que las que nos ofrece el cine.
Si Amadas hermanas resulta fantasmagórica aún en su apariencia bucólica es porque en ella anida esa presencia fatal y ominosa que conlleva la tradición germánica. Sabemos de la tragedia que sobrevuela la vida de Schiller desde el inicio: el amor imposible por Caroline que se encuentra prisionera de un matrimonio arreglado, la amenaza de enfermedad permanente sobre esa salud agitada en su más honda vulnerabilidad, la falta de medios materiales para el desarrollo del genio intelectual, la existencia en una época regida por prácticas absolutistas, en la que es sujeto de desprecios y exilios impuestos. Más allá de la veracidad histórica del relato (el ménage à trois de Schiller con su esposa y su cuñada ha sido asunto de especulación literaria a lo largo de años, estimulado por la decisión de Caroline de destruir casi toda la correspondencia que había intercambiado con su cuñado y por silenciar cualquier referencia en su posterior biografía de 1830), Graf se concentra en esa historia de duplicidades, de tiempos perdidos y evocados, de pasiones silenciadas por una razón rectora de la moral imperante tras el triunfo de la Ilustración. Por momentos, la oscuridad en Graf cobra la forma de una inusual comedia absurda, como lo era su episodio en el tríptico televisivo Dreileben, Komm mir nicht nach (algo así como “no me vengan a buscar”), en el que la relación triangular entre un hombre y dos mujeres daba pie para la indagación de un pasado compartido y enterrado que asomaba en ese presente incierto de crimen y castigo.
La forma que asume la película de Schipper parece superficialmente opuesta: transcurre en el presente de la ciudad de Berlín, en el tiempo real de una noche, y presenta el itinerario de una chica cuyo vínculo con un grupo de pibes será el disparador de esa odisea en tono menor. El tono no es lo de menos, valga el juego de palabras, porque Schipper se aleja de esa voluntad de fresco de época, que parece presidir inicialmente el abordaje de Graf, para cerrar su foco sobre un minúsculo grupo de personajes marginales que quieren asistir a la dimensión de lo extraordinario a partir del quiebre del orden que rige sus vidas. Bajo la apariencia de un thriller, cargado de una tensión subterránea lograda a partir de la puesta nerviosa de la cámara en mano, pero también de la excepcional definición del personaje de Victoria (interpretado por la increíble actriz española Laia Costa), el experimento de Schipper (que se extiende un poco demasiado en sus 138’ y da una serie de vueltas en la coda final) transita zonas recurrentes del cine alemán sobre todo a partir de la elección de una extranjera como protagonista.
Victoria es una joven española a la que vemos por primera vez bailando sola en un boliche. A su alrededor, el espacio se torna difuso por la saturación de las luces de colores y la poca nitidez de la imagen, como si asistiéramos a una visión un tanto alucinada. Ya desde el inicio, cierta inestabilidad define cada una de sus acciones: cuando pide un trago, cuando entra al baño, cuando retira algo del guardarropa y cuando, finalmente, sale al exterior, entre gritos y música estridente. A partir de esa salida su recorrido estará marcado por la incertidumbre, por la indecisión, en compañía de un grupo de muchachotes entre los que destaca Sonne, con quien ella mantendrá un coqueteo intermitente. Pero esa indecisión no tiene que ver con que ella no sepa lo que quiere –de hecho, en muchas situaciones límite que atravesará es capaz de mostrarse más que convencida y convincente de sus actos y decisiones- sino con el hecho de que pareciera habitarla una innegable contradicción, no definida pero omnipresente. Y aquí aparece lo que hace interesante a Victoria más allá del plano secuencia, el digital y la improvisación: es la indagación que propone Schipper en ese otro orden que escapa a nuestra mirada, en aquello que asoma en los contornos de la imagen, en esos espacios vacíos como los de la terraza o el patio abierto del tiroteo final. Porque lo que nos resultará claro, a medida que avanza la película, es que ese movimiento incierto de Victoria a lo largo de esa noche interminable está determinado por eventos del pasado.
En las primeras escenas el espectador se pregunta qué es lo que la impulsa a seguir presa de esa nocturnidad ambigua y fascinante, qué la motiva a ese anhelo de compañía, de contacto aunque sea circunstancial, aunque sea teñido de cierto peligro sospechado. Esa revelación llega en la escena en el bar, cuando ella toca el piano para Sonne y se convierte en Otra durante el tiempo que dura la melodía, cuando en realidad se convierte en la que ya ha sido y ahora niega por recelo y frustración. Esa promesa de pianista excelsa que había sido en su Madrid natal ha dejado en su lugar a esta joven veinteañera dispuesta a vivir la aventura de su vida como sustitución de aquella que suponía la fama y la consagración. Ese nuevo desplazamiento, aquí a través de las fronteras europeas en un movimiento que hoy parece ser el signo de los tiempos, es también fruto de esa misma voluntad de olvido que impulsaba, por ejemplo, a la Yella de Petzold en su huida hacia un trabajo y una vida mejores. Sin la maestría y la rigurosidad de Petzold en su puesta en escena, Schipper logra instalar ese estado de zozobra en el que (sobre)viven sus personajes. Los fantasmas que asedian a Victoria están más vivos que muertos aunque caminen como zombis y la arrastren hacia una aparente perdición: son la representación de esa atmósfera espectral que define los itinerarios en esta nueva posmodernidad despojada de cualquier sentido que no sea el del inmediato presente.
Amadas hermanas (Die geliebten Schwestern, Alemania / Austria / Suiza, 2014), de Dominik Graf, c/ Hannah Herzsprung, Florian Stetter, Henriette Confurius, Ronald Zehrfeld, 138′.
Victoria (Alemania, 2015), de Sebastian Schipper, c/ Laia Costa, Frederick Lau, Franz Rogowski, 138′.
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