nAxHOCiKcdWm5D57YHwfIab5bvSJubilados en peligro de extinción. Mar del Plata ya no es lo que era. Lo ha alcanzado un mal improbable: el prestigio. Es cierto que en mi memoria no cabe otro festival en el que haya habido tantas películas tan buenas, pero el cambio viene de antes necesariamente: todos los que fuimos ya estábamos ahí cuando nos encontramos con lo que fue esta nueva edición. Todos los que fuimos nos encontramos ahí. Muchas caras conocidas, pocas caras desconcertadas. Muy pocas caras arrugadas. Ese recurso natural no renovable con el que contaba el Festival de Mar del Plata se vio poco en esta edición: las mareas de jubilados un poco perdidos, un poco mareados, que la programación arrastraba a otras películas que no eran las de Hugo del Carril y Luis Sandrini. Viejos exploradores y preguntones, gente de a pie que entraba a las salas sin entender del todo qué es un festival de cine. Ahora el festival se ha posicionado.

Los primeros días del festival faltaron las grillas de programación. En las boleterías nadie sabía muy bien qué pedir o para cuándo. Si de casualidad alguien mostraba uno de los libritos rojos por la vía pública, en seguida lo rodeaban por lo menos dos o tres señoras que estaban como zombis a la caza de una grilla. Corrían rumores de dónde había, dónde se las podía conseguir, quién las tenía. No destaco esta ausencia para señalar un problema de la nueva producción sino algo un poco más escurridizo; la reacción ante la falta de grillas puso en evidencia un detalle: el público de Mar del Plata tal vez no utilice medios digitales para descargar grillas virtuales, pero sabe cómo funciona un festival y qué herramientas necesita para atravesarlo. No quedan ya espectadores inocentes.

Y así como a las entradas ya no las compra gente que no sabe qué va a ver, este nuevo festival potenciado ofrece otros fenómenos nuevos. Por ejemplo, películas que son un éxito antes de haberse proyectado por primera vez. Por ejemplo, funciones agotadas en salas enormes para proyecciones de películas arduas de autores renombrados. Por ejemplo, pequeños títulos ignotos de los que de pronto hablan todos.

El número del diablo. La redescubierta importancia de Mar del Plata ha generado también un fenómeno interesante: la previa y las recomendaciones. Cuando uno no sabe muy bien qué ver o está ansioso por armarse sus itinerarios, puede echar mano de una amplia variedad de textos y entrevistas en los que críticos itinerantes y los propios programadores se dedican a recomendar o destacar películas puntuales de entre la marea infinita de la oferta del festival. Fue así que me encontré sentado en una función repleta (entradas agotadas) de una cosa llamada 88:88, al parecer la ópera prima más importante y fascinante del 2015. Probablemente lo sea. Antes de la proyección, el jovencísimo director se presentó ante la sala (o por lo menos dijeron que era él, resultaba difícil distinguir caras desde el fondo) y después de los agradecimientos de rigor, pasó a explicar el título de su película. Al parecer, según nos dijo el canadiense, cuando a una persona le cortan la luz porque no pudo pagar la factura (porque es de esos que no tienen plata para esas cosas) y después logra pagarla y le reconectan la electricidad, todos los relojes marcan: 88:88. Así, la película que estábamos a punto de ver intentaba ser una reflexión filosófica sobre aquellos que menos tienen.

pawel-and-wawel

Después de tan prometedora presentación, empezó la proyección: imágenes digitales superpuestas, epilépticas, retocadas, frotadas; algo así como un diario reflexivo de adolescentes reflexivos, con un toque del último Godard y unas cuantas imágenes bonitas.

A los 15 minutos, me cansé. A los 20, me empezó a obsesionar una pequeña idea que no me permitía estar quieto en mi asiento: sala llena, película ardua, ¿cómo podía ser que nadie se hubiera levantado e ido de la sala? ¿Cómo podía ser que, en el Festival de Mar del Plata, no hubiera ni una sola persona que se levantara aparatosamente de su butaca y saliera de la sala dando un portazo? ¿Dónde están los viejos enojados, las chicas nerviosas, los hombres impacientes, los espectadores normales, las señoras que esperan ver otra cosa cuando pagan una entrada de cine? ¿De pronto somos todos tan diversos, tan modernos, tan curtidos en el arte de soportar el cine arte? De pronto, la película ya no importaba. Tuve que irme.

Otra función repleta. Después de dormir por lo menos media hora en la butaca (síndrome de festival avanzado) me encuentro frente a una cosa llamada Pawel y Wawel y empiezo a escuchar que, en una escena particularmente irritante, las dos chicas sentadas a mi lado se ponen a resoplar e intercambiar risitas nerviosas, a la espera, cada vez más apremiante, de que la película termine de una vez. Entre sueños llego a pensar: ¿por qué someterse a esto? ¿Por qué no pararse e irse? Su desconocimiento de la etiqueta del cinéfilo (el espectador que siempre sabe cómo tiene que mirar) me hacía pensar que se trataba de gente poco acostumbrada a estas cosas. En lugar de padecer esa tortura cinematográfica, ¿por qué mejor no levantarse? ¿Qué las retenía ahí? ¿El pudor, la costumbre, la avaricia de querer aprovechar hasta el último minuto del espectáculo por el que se ha pagado?

Tomando el enésimo café sobre la peatonal de pronto comprendo la importancia de levantarse e irse en medio de una proyección.

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