Desde chico, dos de mis grandes pasiones son el fútbol y el cine. El amor por el cine, como la mayoría de las cosas que me gustan de la vida, lo heredé de mi vieja. Allá en la ya para mí mitológica década del 80, conocí todo lo que hasta hoy amo del cine de la mano de ella. Polanski, Trufautt, los hermanos Marx  y la nouvelle vague. Pero, además, mi vieja me llevaba al cine a ver películas infantiles como Mazinger Z  o Los Pitufos o los clásicos de Disney clásico como 101 dálmatas o Dumbo). Mi vieja, Lucía se llama, también me hizo conocer los cómics y la literatura; gracias a ella me hice fan de Tintín y Asterix, y gracias a esas lecturas después conocí la gran literatura animada del siglo XX. También gracias a mi vieja empecé a leer novelas policiales (Simenon, Le Carré y William Irish son mis favoritos), y gracias a esa senda que trazó con amor pude sumergirme en Borges, Céline o Kafka.

Al fútbol, en cambio, llegué solo. Un día amanecí y mire el Clarín que había comprado mi viejo. Era septiembre de 1987 y jugaban el River de Griguol contra el Boca del Toto Lorenzo. En el primer tiempo ganaba Boca dos a cero con dos goles de la Chancha Rinaldi y en el segundo tiempo, en un Monumental que explotaba, River lo dio vuelta y lo ganó 3 a 2. El partido fue hermoso y yo lo escuché acostado en mi cama con la Spika en la que relataba Víctor Hugo. Escuchar relatar  a Víctor Hugo para mí es como leer a Camus o a Saer, es un mundo que se abre a tus pies y cerrás los ojos y vas dónde las palabras de Víctor Hugo te llevan. En ese partido nació mi locura por River, ya que hasta ese momento era un hincha pasivo, al que el fútbol le importaba poco y nada. Fue ese partido el que cambió mi  perspectiva de las cosas.

Desde ese día, cuando tenía 8 años, hasta los 15 o 16, mi mundo prácticamente se redujo al fútbol. Yo creo que esa pasión enfermiza fue una especie de reacción alérgica al hogar profundamente intelectual del cual provenía. Para mi viejo el mundo se dividía entre bárbaros y civilizados (o entre peronistas y antiperonistas), y el cine de Bergman y la literatura de Hesse y Kafka estaban del lado de las luces de Europa y todo lo que surgía en estas tierras (salvo la literatura de Martínez Estrada y la música de Ginastera) estaba condenado al polvo y el espanto de las tierras incivilizadas.

Luego llegó la adolescencia, con ella los primeros amores y gracias a dios una síntesis dialéctica (para decirlo en términos hegelianos) en la que pude sintetizar mi pasión por el bárbaro futbol y mi amor por el cine de Buñuel y la literatura de Pavese.

Saliendo un poco de la novela familiar pienso que la principal tragedia de la generación de intelectuales a la que perteneció mi viejo es que no pudo escindir la barbarie (el goce, lo popular dentro de lo cual está el futbol) de la civilización (los libros, la música, la cultura en definitiva). Hoy vivimos la etapa farsesca de esta civilización en la que la cultura está reducida a una pose snob, pero eso es harina de otro costal.

Pensando desde la perspectiva de la educación sentimental dentro de la que me crié, el futbol ocupó un lugar central en mi formación y en mis recuerdos como los libros que leí y los discos que escuché. Recuerdo que el primer libro que leí completo fue la historia de cómo salimos campeones del mundo en México 86. El libro estaba firmado por Carlos Salvador Bilardo y me lo devoré. También, en ese cruce imposible entre mundos tan separados, me encontré con  la película que narraba la gesta de México 86: Héroes (y luego la segunda parte sobre el mundial de Italia 90). Héroes tenía momentos muy logrados de suspenso, el mejor de ellos -además de los partidos definitorios de Argentina frente a Inglaterra y Alemania- fue el partido de cuartos de final entre la Francia de Michel Platini y el Brasil de Zico y Sócrates. La música que acompañaba la definición por penales era apasionante y sostenía el misterio aunque ya supieras cómo había terminado la historia. El cine acompañaba, desde el montaje y la música, la narración de la épica deportiva en una historia que comenzaba con el terremoto de México previo al mundial, pasaba por la catástrofe del Uruguay de Francescoli frente a la sorprendente Dinamarca de Michel Laudrup, y llegaba a la coronación del equipo del Diego.

Luego de la infancia y de la adolescencia la vida transcurrió, a veces monótona y a veces trascendente, con millones de días para olvidar y algunos para recordar. Dentro de ese suceder de días y cosas, el amor por River también siguió inevitable su curso.

Así llegamos a estos últimos años con toda la épica victoriosa del equipo de Marcelo Gallardo (a estas alturas sin dudas el técnico más importante de la historia de River). Esta historia, coronada con la inolvidable gesta de diciembre de 2018 en Madrid, en la que le ganamos al rival de toda la vida por un inobjetable 3 a 1, obviamente merecía libros y películas que dieran cuenta del acontecimiento más importante en la historia del club. Lo que termina transformando en un acontecimiento extraordinario el presente riverplatense es que la actualidad deriva de un reciente descenso a la segunda categoría del futbol argentino, y  de una serie de catastróficas dirigencias que tuvieron sus peores momentos con las presidencias de Manuel Aguilar y Daniel Pasarella.

La idea de la película de Mucci, Altmark y Scalella es partir de esta última gesta y desde ahí ir hacia atrás en la construcción de esta memoria colectiva que es un club de fútbol. El problema es que la película nunca funciona más que como una gran publicidad de la gestión de D’Onofrio y ese relato evade e ignora partes fundamentales de la historia del club con una clara intencionalidad política. El film también falla desde lo específicamente cinematográfico, sin lograr en ningún momento  construir una totalidad con los materiales que el equipo de Gallardo dio en todo este último tiempo. Nunca puede enhebrar una narración mínima capaz de emocionar a partir de la utilización de los materiales escogidos.

De esta manera, la falla es múltiple: es estética y también es ideológica, ya que hay un matiz negacionista en la elección del material de archivo. River, el más grande siempre se convierte en un ejemplo involuntario de una película que no tiene idea que es lo que quiere contar, como si, en el fondo, los realizadores no tuvieran en claro en qué querían hacer foco. La película le dedica la obvia y merecida atención a la gestión exitosa de Marcelo Gallardo, pero deja de lado la historia del club, a la que  apenas recurre a cuenta gotas y de modo forzado.

Hace poco tiempo se publicó un gran libro narrando la gesta del partido en Madrid. El libro, escrito  por el periodista Andrés Burgo, se  llama El partido de nuestras vidas y cuenta lo que significa la final de la Libertadores 2018 en la historia del club. Quizás la película podría haber partido de la misma idea, y decidir contar la historia de la conquista de esta copa. Nadie duda de la trascendencia del evento y de lo que este representa como divisoria de aguas para el club,  pero en nombre de la trascendencia  del mismo no se puede editar la vida de una institución, obviando partes de igual trascendencia y evadiendo  las partes que incomodan. El principal problema estético de la película de River es que no funciona en ningún momento como un relato autónomo. Los directores no saben en ningún momento qué es lo que quieren contar. ¿Quieren hablar de la Libertadores? ¿Quieren hablar del muñeco Gallardo y lo que representa en la historia del club? ¿Quieren hablar de la historia gloriosa de un club glorioso? En esa hibridez la película termina no hablando de nada, y cometiendo omisiones groseras. No hay una mención, la más mínima siquiera, sobre Daniel Alberto Pasarella, que es uno de los más grandes jugadores de la historia de nuestro país, y además es un jugador emblema de la historia del club. Tampoco hay una mención a su paso por la dirección técnica del club allá a comienzos de la década del 90, paso que dejó equipos memorables y que se coronaron  campeones en varias oportunidades. Las menciones a las dos primeras Copas Libertadores ganadas por el club también son escasas y las menciones a los ídolos del club son antojadizas.

La sensación que tiene uno después de ver este engendro es que no sirve ni como herramienta publicitaria, ya que ni siquiera es seductor, ni ofrece una idea de relato organizado con un principio y un final. Además, la película no trabaja dramáticamente sobre  el acontecimiento más doloroso de la historia del club como fue el descenso en 2011 luego de perder la promoción frente a Belgrano de Córdoba. Esa omisión consciente es el pecado más grande que comete el documental, ya que es solo desde esta tragedia deportiva que luego se puede contar este resurgimiento. Inclusive en términos cinematográficos la idea de la caída y resurrección es tan evidente, tan recurrente en infinidad de películas clásicas, que resulta inexplicable que hayan decidido descartarla.

El cine como representación de la vida no puede entenderse ni pensarse omitiendo las partes dolorosas. No hay arte digno de ser llamado así omitiendo el dolor y la tristeza. Los únicos momentos en los que la película de River cobra vida es cuando aparece  el Francescoli jugador, cuando se lo ve jugar o patinar en el aire al payasito Aimar. El resto son omisiones y fragmentos sin sentido de edición ni ideas imaginativas de puesta en escena (montaje y música mal utilizados), para contar las epopeyas recientes o las pasadas. Mezcladas sin sentido se encuentran las copas Libertadores que conquistó el equipo de Gallardo en estos años con el River campeón intercontinental del Bambino Veyra, o una mínima historia del Beto Alonso con la de Amadeo Carrizo, los próceres permitidos. También esta ninguneado un personaje trascendente en la historia del club como el pelado Ramón Díaz, el segundo técnico más ganador de la historia del club.

Desde que River salió campeón en Madrid vi con mi hijo en el celular miles de resúmenes de todos los partidos de la copa. Los vimos tomando mate acostados los dos en el sillón de casa, lloré abrazado a él en las dos finales y luego nos contamos todo el tiempo el cuento más hermoso del mundo. La idea de ir al cine con Julián a ver una historia que ya conocía era la de sumarle a la felicidad de la gesta deportiva el disfrute que el cine le puede dar a la vida, el mismo que heredé de mi vieja. El cine muchas veces tiene la cualidad de mejorar la vida.

Aquí no hay nada de esto, solo una mercantileada berreta que decide servir al marketing de narrar determinada historia de un modo burdo solo para construir una historia oficial en donde alguien dice quién puede ser considerado un prócer entrando al panteón de la historia y quien merece ser condenado al cadalso del olvido. Al film de Mucci Altmark y Scalella además de faltarle pericia narrativa  para decidirse a contar lo que quiera contar le falta la humanidad que tuvieron el Chori Domínguez, Cavenaghi, Trezeguet y Ponzio cuando decidieron arriesgar prestigio y comodidad europea  para jugar en la B.

El cine se perdió la posibilidad de narrar una gesta hermosa como lo fue la epopeya de un grupo de jugadores que, contra viento y marea y respetando un estilo, lograron un hito en la historia de un club enorme. River, el más grande siempre se quedó con la mera pomposidad inescrupulosa del que quiere construir la historia a su medida.

Para mi queda entonces el cine y el fútbol, mi hijo, mis amores y mi vida, y el Pitty Martínez corriendo hacia el tercer gol por toda una eternidad. Nadie podrá matar eso en mi memoria.

Epilogo. Termino de escribir este texto el día que River se coronó campeón de la Recopa Sudamericana frente al Atlético Paranaense. Es la primera vez que veo a River en la cancha con mi hijo. Pienso, mientas escribo estas líneas, que este River es el River más hermoso que viví como hincha, y que llevar a mi hijo a upa a verlo completa mi ciclo como hincha millonario. También pienso que una historia de amor tan hermosa como esta merece ser contada como el cine puede hacerlo. River es una perfecta historia de amor y está hecho con el material del que están hechos los sueños. El cine y River deberían poder encontrarse y contar esta historia como corresponde y como ambos se merecen.

Calificación: 2/10

River, el más grande siempre (Argentina, 2019). Dirección: Mariano Mucci, Marcelo Altmark, Luis Scalella. Duración 100 minutos.

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